Ante la fractura social provocada por la crisis actual, el concepto de comunidad toma fuerza. A pesar del abuso y la desvirtuación del término, demasiado a menudo aplicado al mercado de consumo, en los últimos años afloran varias tentativas que plantean la creación de espacios comunes como nuevos modelos autónomos y alternativos a la institucionalidad. Es en esas experiencias donde observamos más claramente las potencialidades de la comunidad.
El uso del término «comunidad» se ha convertido, en los últimos años, en un concepto-recurso comodín. Un compartimento abierto al manoseo verbal que nos sirve para apelar e interpelar a espacios y dispositivos sociales diversos y a menudo antagónicos.
La crisis actual y el gobierno de la misma han potenciado el desarrollo radical del proyecto neoliberal, de la mano de un progresivo desmantelamiento del estado del bienestar (todavía en fase de construcción en la mayoría de países del sur de Europa). El declive de este modelo de estado conlleva una creciente fractura social que obliga a generar nuevos marcos en los que reconocerse junto a otros en busca de un esperanzador «nosotros».
La comunidad como espacio desde el que modificar los pilares de una realidad cotidiana se nos presenta como una tabla de salvación preexistente sobre la que volver la mirada. Regresar políticamente a una comunidad que nunca dejó de serlo supone también reajustar el lenguaje que la acompaña, empezando por la palabra misma.
El target y la comunidad objetiva
Los discursos celebratorios de la web 2.0, el marketing en línea y la publicidad han venido usando los términos mercado objetivo, público objetivo, grupo objetivo, junto a anglicismos como target para designar al destinatario ideal de una determinada campaña, producto o servicio. Los nuevos estudios de mercado han venido buscando y definiendo al mismo tiempo a nuevas comunidades cuyo elemento constitutivo es básicamente de raíz individualizada. Comunidades en las que actúan «uno y otro, pero nada del uno en el otro»[1]. Este lenguaje, básicamente puesto en marcha por la industria cultural y del entretenimiento, ha calado también en instituciones públicas y privadas de diversa índole, que buscan en la lógica de «las comunidades» específicas programas de marketing especiales sobre los que hacer crecer el consumo de su producto u oferta de contenidos.
Estas son comunidades objetivas en tanto que sus lazos surgen del interés por terceros elementos del mercado (películas, cómics, programas de televisión, marcas de ropa, grupos de música, etc.) y no del desarrollo de la comunidad por y para la comunidad, en función de los intereses reproductivos de la misma.
La comunidad subjetiva como institucionalidad distinta
En contraposición a este tipo de comunidades objetivas diseñadas por el mercado, encontramos a viejas y nuevas comunidades que vienen diseñando modelos antagónicos al poder. Comunidades que se reproducen como una institucionalidad distinta y disruptiva que surgen de la capacidad de agenciamiento colectivo de los individuos que la constituyen.
Hablamos de comunidades que se forjan en el reconocimiento de la debilidad y la fortaleza común, en la voluntad de generar pequeños espacios de autonomía expandibles y replicables basados en la intersubjetividad e interdependencia que nos conforman.
Veamos algunos espacios de agenciamiento comunitario que presentan una nueva institucionalidad en el campo político, económico y cultural. Un breve recorrido a través de la fuerza de comunidades que generan sistemas alternativos de valor desde sus necesidades colectivas y frente al mercado externo que las rodea.
Nuevos espacios de la comunidad
El impacto de la crisis y la falta de voluntad política de los gobiernos actuales para poner freno a sus efectos están generando una progresiva desestructuración social. La dificultad de obtener los recursos básicos para una vida digna está dañando seriamente a distintos segmentos de la sociedad. Frente al paro, los recortes en servicios públicos y el desentendimiento estatal en materia de ejecuciones hipotecarias, han surgido nuevos espacios productivos desde donde se generan autónomamente diversos recursos.
Autodenominados como centros sociales autogestionados o centros sociales comunitarios, estos nuevos espacios generan una nueva institucionalidad a partir de la producción comunitaria contrahegemónica. Espacios de largo recorrido como La invisible en Málaga, El Patio Maravillas en Madrid y el Ateneu Candela de Terrassa, o nuevos proyectos como el Centro Social Comunitario Luis Buñuel en Zaragoza, se presentan como equipamientos gestionados por ciudadanos para promover el pensamiento crítico y la autoorganización social. Una nueva gestión ciudadana que reclama una cesión de soberanía de lo público hacia lo común; a partir de la confianza y la potestad ciudadana para la gestión de asuntos comunes, tales como equipamientos, infraestructuras, proyectos formativos, etc. Estos espacios reclaman una nueva figura social fuera del paraguas estatal, una institución de los asuntos comunes que pone en el centro la reproducción de una vida digna para y desde la comunidad.
El valor de la comunidad
Las comunidades subjetivas (formadas por una intersubjetividad compartida) se reproducen en tanto que son capaces de gestionar uno o varios recursos comunes frente a un poder hegemónico que genera escasez. La gestión comunitaria de estos recursos (tangibles o intangibles) no va en detrimento de la capacidad de generar renta. Sin embargo, la lógica de una nueva institucionalidad nos lleva a situar estos proyectos económicos lejos de la extracción de renta monopolística y la maximización de beneficios de una corporación.
Existe una nueva economía comunitaria que, centrada en un recurso común, es capaz de crear modelos sostenibles generando al mismo tiempo retornos sobre su comunidad. Como explica en este artículo Marga Padilla, se trata de «ver cómo la existencia de procomunes globales compatibles con la actividad económica (léase software libre) son muy buenos para una redistribución de los conocimientos y de la renta, ya que permiten poner en marcha proyectos muy locales, en este caso de barrio, que se aprovechan del conocimiento global generado mediante cooperación, al tiempo que lo nutren y le dan valor (en este caso, masa crítica de usuarios activos).»
Proyectos como Softwarealpeso, una tienda de apoyo integral al software libre situada en el mercado de San Fernando (barrio de Lavapiés, Madrid), representan un modelo de economía comunitaria que aboga por diseñar para la comunidad frente al diseño para el mercado, apostando por facilitar la reutilización y el reciclaje, el uso de piezas estándares que faciliten el reemplazamiento y la apertura del código que permite aprender a hacerlo uno mismo.
Guifi.net supone un proyecto paradigmático de la gestión comunitaria sobre un recurso tan importante como el de las redes de telecomunicaciones. Esta iniciativa comenzó a gestarse en el año 2004 en la comarca de Osona (Cataluña) a causa de la falta de voluntad de las compañías de telecomunicaciones para abastecer de conexión a pequeñas poblaciones debido a la escasa rentabilidad que ello les otorgaba.
A raíz de esta dejación corporativa y gubernamental, empezó a tejerse en poblaciones como Gurb, Calldetenes, Santa Eugènia de Berga o Vic una nueva red ciudadana abierta que ha desembocado en la red de telecomunicaciones libre, abierta y neutral más importante a nivel internacional. Mayoritariamente inalámbrica, guifi.net cuenta con más de 31.701 nodos, de los cuales más de 20.332 están operativos hoy en día.
Cultura paralela
«La cultura es algo ordinario en toda sociedad y en todas y cada una de las mentalidades» (Raymond Williams). Una comunidad se torna subjetiva a través también del autorreconocimiento en su cultura ordinaria, común, con la que se identifica y reproduce. Este autorreconocimiento se vio entorpecido a lo largo del siglo xx por la audacia de una industria cultural que supo apropiarse, incorporar y domesticar una parte de esa producción cultural común. Sin embargo, la conciencia de la base ordinaria de la producción cultural origina en ocasiones otros modelos de gestión más comunitaria, fuera de los cauces de la industria.
Si hay un campo cultural donde este reconocimiento ha venido sucediendo en los últimos años es el de la música popular en contextos periféricos. Esta resignificación de su acervo musical ha permitido desarrollar nuevos modelos de gestión de la música fuera de los cauces habituales ofrecidos por la industria musical y de las políticas públicas, reapropiándose de un espacio simbólico propio, común y autónomo.
Contextos musicales como la Champeta (Colombia), el Tecnobrega (Brasil) o el Manele (Rumania) ofrecen modelos socialmente innovadores que surgen del reconocimiento colectivo de una comunidad musical basada en su legado cultural ordinario. Su acervo musical apela a sus condiciones de vida, su lenguaje, su imaginario y sus relaciones, que distan mucho del paradigma relacional del artista-fan. Se trata de una música de contexto, hecha desde y para una comunidad.
Mientras que en el Tecnobrega o en la Champeta, el CD-R reventado de MP3 –junto con la fiesta en vivo– se convirtió en el soporte de consumo habitual en mercados informales de las periferias urbanas de algunas ciudades de Brasil y Colombia, el Manele rumano se diseminaba a través de una multitud de radios piratas comunitarias (creadas por la población gitana para compartir su cultura) situadas en la periferia de Bucarest. La música dejaba de circular por los cauces habituales y la comunidad encontraba su manera de reproducir su cultura sin la censura de la industria ni las cortapisas normativas estatales.
Vínculos comunitarios
La dimensión común de un espacio autónomo, proyecto económico o contexto cultural surge de manera irreversible de los vínculos que nos constituyen socialmente, que forman parte de nuestra realidad, tengamos o no conciencia de los mismos. Una comunidad se torna subjetiva y política en tanto que sus yoes se reconocen entre sí como iguales y deciden reproducir autónomamente a través de la intersubjetividad común frente a un poder antagonista que dificulta su supervivencia. La fraternidad y el compromiso conforman de esta manera la base de «un poder hacer colectivo y tentativo que se reapropie de nuestras capacidades y de nuestras posibilidades de vida»[2].
[1] p. 123 / Un mundo en común, Marina Garcés.
[2] p. 117 / Un mundo en común, Marina Garcés.
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