La caminata: laboratorio del pensamiento

Lo sabíamos desde hacía siglos, pero ahora lo ha demostrado la ciencia y parece ser todavía más verdad. Caminar estimula la creatividad y el pensamiento.

Dos hombres caminando hacia Los Ángeles, 1937

Dos hombres caminando hacia Los Ángeles, 1937 | Dorothea Lange, Library of Congress | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Caminar estimula la creatividad y el pensamiento. Aunque el mito del momento eureka por antonomasia, la manzana sobre la cabeza de Newton, sea estático, lo más probable es que la lenta sedimentación de reflexiones e ideas que conduce a la idea definitiva tuviera lugar en la mente del científico, parlamentario, inventor y alquimista inglés, hijo de campesinos, durante sus traslados. De hecho, muchos de sus experimentos sobre la luz y la electricidad los realizó en movimiento ‒a menudo a la carrera. Si los sistemas científicos de Darwin o Humboldt no se entienden sin sus viajes nerviosos por el mundo, como recuerda Frédéric Gros en Andar, una filosofía (Taurus, 2014), tampoco se pueden comprender los sistemas filosóficos de Nietzsche, Kant o Rousseau sin sus paseos cotidianos.

Las ideas son redes. Nos lo han recordado en los últimos años autores tan distintos como el divulgador tecnológico Steven Jonhson (Las buenas ideas, Turner, 2011) o el pensador de la ciencia Jorge Wagensberg (Teoría de la creatividad, Tusquets, 2017).  Son redes dinámicas. Redes neuronales. El movimiento de los vínculos, la expansión, la retroalimentación entre los nodos o la circulación bioeléctrica tienen su correlato en la divagación que es inseparable del vagar, la digresión que lleva a la analogía (enlace poético), la alternancia entre la observación de la realidad presente y los recuerdos que se van sucediendo al ritmo de nuestros pasos, que es el de nuestro corazón. El correlato no solo es simbólico, sino también de causa efecto: al andar generamos más sinapsis que cuando estamos quietos.

Encontramos todavía hoy ejemplos del caminar como pensamiento mágico. Tanto en la crónica como en la ficción. Tanto en Caminar sobre hielo (Gallo Nero, 2015), de Werner Herzog, el diario de una larga caminata para conjurar la posible muerte de una amiga hospitalizada, como en Toda una vida (Lumen, 2010), de David Grossman, la protagonista se echa al camino porque no quiere estar en casa el día que llegue un soldado para decirle que su hijo ha muerto en el frente. Pero, en realidad, a lo largo del siglo XX, la visión romántica del paseo o de la caminata fue cediendo espacio a su versión deportiva, racional, sociológica y política.

Francesco Careri, el autor de ese volumen de referencia sobre andar y pensar que es Walkscapes (Gustavo Gili, 2005),  sostiene en su nuevo libro (la antología de artículos Pasear, detenerse, publicada por Gustavo Gili) que el paseo urbano debe seguir investigando en las zonas periféricas e indefinidas de la urbe, puertas de acceso a «una ciudad paralela con unas dinámicas y unas estructuras propias, con una identidad formal propia, inquieta y palpitante de pluralidades, dotada de redes de relaciones, de habitantes, de lugares, de monumentos, y que deberá entenderse antes de ser saturada o, en el mejor de los casos, recalificada». Siguiendo la lógica del surrealismo y del situacionismo, Stalker/Osservatorio Nomade cartografía las zonas vagas de las metrópolis contemporáneas buscando en ellas estrategias para cambiar el sentido de lo público y de lo privado, del campo y la urbe, de los ciudadanos y los refugiados.
En el centenario de Robert Walser y el bicentenario de Thoreau de este año 2017, el caminar no solamente reivindica su condición nada romántica de laboratorio creativo e intelectual, sino que también nos recuerda su naturaleza ideológica. Desde las peregrinaciones de los santos y santones antiguos hasta las protestas individuales y colectivas de la actualidad, en forma de itinerario o marcha, la historia política de la humanidad se puede leer en términos de movimiento. Tanto Rebecca Solnit (en Wanderlust, Capitán Swing, 2016) como Matthew Beaumont (en Night Walking, Verso Books, 2015) piensan el viaje sobre todo como un cuerpo en movimiento, que con sus pasos ‒diurnos o nocturnos, masculinos o femeninos‒ se rebela contra un sistema.

Pero lo cierto es que las caminatas ya no son solo físicas y mentales, sino también virtuales. Nuestro teléfono móvil lleva la cuenta de cada uno de nuestros pasos. Es muy sencillo convertirlos en un mapa digital. No solo eso: nuestra navegación cotidiana por internet se parece mucho a una sucesión de paseos con bifurcaciones y desvíos y hallazgos y tantas pérdidas. En un futuro podremos reconstruir todos y cada uno de nuestros movimientos físicos (registrados en formatos GPS) e interiores (registrados por los buscadores y las redes sociales), pero será más interesante mapear la circulación de las comunidades. Careri evoca en Pasear, detenerse una experiencia colectiva en Bogotá, bajo la guía de Hernando Gómez, quien invita a «hacer el amor con la ciudad» en sus rutas de noche. Dice: «Su caminata es política, un acto público; conoce la ciudad con todas sus contradicciones, sabe en qué pliegues anidan, dónde se hacen patentes, dónde se vuelven evidentes». El paseo nocturno, por lo tanto, se asemeja al proceso de revelado fotográfico. Lo que está en negativo irá surgiendo lentamente, volviéndose luz. Lo que está prohibido, que es peligroso si vas solo, que está oculto, es neutralizado por la acción colectiva: «es un acto democrático de reapropiación del espacio público, en cierto modo un acto revolucionario». Cuando Careri cuenta a los que caminan son 160 personas. Pero los teléfonos móviles corren la voz y llegan a ser más de doscientas personas, paseando juntas, pensando juntas, una masa crítica física y virtual, en movimiento.

Tal vez sea esa la gran metamorfosis histórica del caminar: cada vez menos romántico, menos individual; cada vez más pensando juntos, reformulando en grupo, buscando en red.

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