Judith Schalansky: «Nuestro planeta es también una isla en el universo conocido»

Nos adentramos en el mundo de una escritora de obras inclasificables que hacen volar nuestra imaginación.

Libros como Atlas de islas remotas o Inventario de algunas cosas perdidas han convertido a Judith Schalansky en un nombre singular en la literatura. Con motivo de su visita al CCCB conversamos con ella sobre su obra, que nos invita a viajar por un universo en el que se entrecruzan los géneros, la realidad y la ficción.

Los ecos de la escritura de Judith Schalansky son innumerables. En su obra reverberan Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Safo, Raymond Roussel, Natalie Clifford Barney, Marcel Schwob, W. G. Sebald, J. M. Coetzee, Iain Sinclair…; mapas ignorados, manuscritos prohibidos, informes anónimos, códices medievales, cartas de esperanza y desesperación. Depende de cada lector, de la forma en que nos dejamos nutrir por libros vertebrados por la exactitud, la multiplicidad y la consistencia. Artefactos escritos y diseñados para luchar contra el olvido, conscientes de que la escritura no tiene el poder de devolvernos lo que ya no existe, pero sí nos permite experimentarlo.

Schalansky ha logrado una anhelada voz propia que al mismo tiempo se despliega en una voz plural como el universo. La escritora explora laberintos ancestrales y senderos que se bifurcan; oscila entre lo sublime y lo siniestro, pero escapa a los espejismos dualistas. Cada obra creada por esta joven autora alemana es un regalo enigmático. En Atlas de islas remotas (2009) descubrimos cincuenta relatos inspirados por acontecimientos históricos e informes científicos que Schalansky convierte en viajes inauditos a través del tiempo y el espacio en un planeta que también podría llamarse Océano. El cuello de la jirafa (2011), su segundo libro, es, entre otras posibles lecturas, una cáustica reflexión sobre la influencia y la desvirtuación de la teoría darwinista. Y en Inventario de algunas cosas perdidas (2018), su último título, publicado en catalán y castellano, Schalansky despliega una potencia expresiva que la consagra como una autora imprescindible para seguir intuyendo los proteicos caminos de la literatura que viene.

El experimento Schalansky ilumina a lectoras y lectores hiperactivos, estimulando uno de los dones más extraordinarios de la condición humana: esa capacidad inagotable que llamamos «imaginación», la que nunca llegó al poder pero que se erige como esencial en la creación de un anima mundi, un alma del mundo al que ninguna guerra, plaga o catástrofe pueda extinguir.

El viaje del Atlas comienza en la Biblioteca Estatal de Berlín, caminando alrededor de un globo terráqueo, imaginando lugares remotos y paradisíacos que ocultan los tan temidos infiernos y también lo que siempre puede renacer. ¿Cuál fue la primera isla que descubriste en tu vida?

Probablemente, la primera isla de mi vida es la Greifswalder Oie. Es una isla pequeña, minúscula, situada enfrente de la isla de Usedom. La isla de Usedom es el lugar de origen de mi madre y donde también vivieron toda la vida mis abuelos. Cuando era pequeña, a menudo iba a la orilla del mar Báltico y veía aquel faro a lo lejos. Era un lugar que representaba el anhelo. Naturalmente, tenía relación con el hecho de que era un lugar inaccesible, porque la Greifswalder Oie estaba en la zona prohibida. Allá estaba la frontera y solo se podía nadar hasta las boyas. En este sentido, esta imagen de la isla en el horizonte con el faro siempre ha tenido algo prometedor, incluso cuando era pequeña.

En El afán sin límites, Hope Jahren nos recuerda la existencia de un mar vasto e insondable llamado Pantalasa y un océano de limo verde que denominamos Tetis. Las islas de tu Atlas están situadas de acuerdo con la actual división de los océanos, pero algunas historias parecen habitadas por un espíritu primordial para recordarnos que este planeta también podría llamarse Océano…

Por supuesto. De hecho, no sin motivo se lo llama el «planeta azul». O en inglés, «The Blue Marble», que es más bonito. La «canica». Y este concepto de «canica» me remite a aquella visión perturbadora de los astronautas de lo que no se había visto nunca desde otro lugar, el descubrimiento de la mirada atrás. De repente, vieron ese pequeño planeta, increíblemente menguante, azul y rodeado de nubes blancas. Creo que, hasta hoy, aquella visión del planeta… hace que todos tengamos la sensación de que somos muy frágiles y fugaces. No solo nosotros, como habitantes del planeta, sino el planeta mismo. Creo que, no sin motivo, el redescubrimiento de este planeta como planeta azul ha sido decisivo para el movimiento, para la protección de la naturaleza. Al fin y al cabo, también es una isla. Y, en este sentido, es una excepción increíble en el universo conocido.

En el Atlas mencionas la isla de Takuu en Nueva Guinea, con 560 habitantes, y culminas el texto advirtiendo que se hundirá en un mes o en un año… ¿Cuál de las islas del Atlas ya se ha hundido o ha desaparecido?

Y resulta que este último año he hecho una revisión del Atlas. Lo he mirado todo detenidamente. He revisado las cifras de población. He investigado qué ha pasado entretanto y he redactado una nueva edición, con cinco islas nuevas. Y, naturalmente, he tenido que reescribir la historia de Takuu, porque, de hecho, Takuu no se ha hundido. Me parece muy fascinante, porque creo que aún estamos en proceso de encontrar una narrativa para explicar los enormes cambios en el medio ambiente y la destrucción del medio ambiente que sufrimos. No deberíamos olvidar que la imagen de una isla hundida está muy codificada culturalmente y resulta muy atractiva. Bien, pues resulta que en la década del 2000, la narrativa imperante para explicar la crisis climática que se dibujaba era: todas estas islas del Pacífico se hundirán y tenemos que salvar estas islas para salvarnos nosotros. Todo esto, como tantas cosas en la vida, es mucho más complicado. De hecho, lo que pasa en Takuu es que los vientos son menos fiables. Por lo tanto, las prácticas pesqueras tradicionales ya no se pueden aprovechar como antes y ahora la población depende más de los contratos con otros. Pero aquella gente ha experimentado constantemente la llegada del turismo de catástrofes y también de investigadores, que, naturalmente… que querían conseguir una imagen del hundimiento inminente, y, en última instancia, del diluvio que habían presagiado o que habían pronosticado. Creo que el antropoceno nos enseña que las cosas son mucho más complicadas. He reescrito esta historia, que, en el fondo, nos enseña que la humanidad, incluso en esta época de amenaza, desarrolla nuevas ideas. De hecho, ya están haciendo esfuerzos para aferrarse a aquel lugar, más allá de esta narrativa según la cual todo se hundirá. Son nuestras narrativas. Es el punto de vista occidental.

El cuello de la jirafa, tu segundo libro, puede interpretarse como una reflexión singular y cáustica de la teoría darwinista. Tanto en su versión tópica, donde impera la ley del más fuerte, como en la necesidad de una educación también presente en Darwin y en Kropotkin que sugiere una selección natural nacida de la cooperación y el apoyo mutuo entre las especies, incluida la especie humana. Inge Lohmark, el personaje central de tu novela, me recordó a Elizabeth Costello de J. M. Coetzee…

Coincido con Borges, que decía que cada escritor crea a sus precursores. Creo que, curiosamente, también te pueden inspirar libros que no has leído. Son parentescos subterráneos que cada uno puede crear, como los hongos que extienden sus redes de micelios. En todo caso, me interesa mucho. Y creo que, en este libro, en gran medida se trata de ver con qué narrativa nos explicamos la diversidad biológica. Y, en cuanto a la ley del más fuerte de Darwin, al menos en el ámbito de habla alemana, es un desafortunado error de traducción. Aquí se ve lo importantes que son las traducciones. Porque resulta que «the fittest» no es «el más fuerte», sino el que se adapta mejor. Y cuando observamos la naturaleza y vemos toda la belleza opulenta que se ha engendrado, eso nos enseña que el ornamento o la belleza también es algo que, en parte, puede encajar y sobrevivir.

En el prólogo de Inventario de algunas cosas perdidas dices que el mundo se ha convertido en un inmenso archivo de sí mismo, en un documento que ofrece un registro casi infinito, donde nuestras taxonomías son un intento de poner orden en el formidable caos de la evolución y la biodiversidad. Todo deja su huella. ¿Es el Inventario una continuación amplificada del trabajo comenzado en el Atlas?

Sí, de hecho, el Atlas, con las historias de las islas, también me acompañó mucho, porque es un libro muy traducido y con una amplia recepción. Originalmente, quería escribir un segundo volumen sobre islas fantasma, hasta que me di cuenta de que las islas inexistentes, inventadas, son mucho menos interesantes que las reales. Lo he visto constantemente en mis investigaciones: que, a fin de cuentas, la realidad es lo más perturbador y original, y que nuestra imaginación difícilmente está a la altura. Hice que la isla de Tuanaki fuera la protagonista de esta historia porque existió y se hundió. De nuevo, tenía la posibilidad de reflexionar sobre el problema de cómo escribimos sobre estas islas, qué perspectiva tenemos, en el sentido de que hay papeles diferenciados de forma muy clara: los llamados «indígenas» y nosotros, las descubridoras y los descubridores, que las observamos desde fuera y hacemos nuestra proyección. Fue una aventura escribirlo, porque, de nuevo, lo escribí en la biblioteca e intenté que la biblioteca, como escenario real de la aventura, ejerciera su influencia.

Cada texto del Inventario sugiere diversas ramificaciones, pero en algunos, como El Tigre del Caspio o El Unicornio de Guericke, exploras el linaje de los monstruos reales y fantásticos. El primero a través del ligre, una criatura que parece fantástica pero es real, y en el segundo mediante una inquietante parábola sobre la propia naturaleza de los bestiarios… ¿Debemos amar a nuestros monstruos?

Me parece una buena idea. Puede que, para amarlos… Quizá antes de amarlos, tenemos que reconocerlos. Creo que el reconocimiento quizá es más importante que el amor y que no los hemos de ver como algo que tenemos que reprimir. A fin de cuentas… De hecho, tenemos que entenderlos como parte del gran organismo que constituye este mundo, este planeta.

Es tremendamente difícil imaginarse que todos estamos conectados los unos con los otros y que, en definitiva, necesitamos a los monstruos. No deberíamos olvidarlo. Los necesitamos para no sentirnos como monstruos. En este sentido, quizá se trata de enfrentarnos a la parte monstruosa de la existencia humana, del ser humano, y de integrarla… en lugar de proyectarla en las llamadas «bestias», que no son bestias, claro, como los depredadores. El depredador más grande somos nosotros. El problema es que entonces enseguida nos sentimos culpables y nos parece demasiado horrible, lo cual es comprensible. Pero no es la solución. En este sentido, creo que hay que reconocer estas partes, en sentido psicoanalítico. Quizá también llorarlas y ver cómo lidiamos con esta ambivalencia: el hecho de que seamos capaces de crear tanta belleza y también de percibirla, y que, a la vez, tengamos que quitar valor a las cosas para poderlas destruir sin tener remordimientos.

Del flâneur baudeleriano pasando por la deriva situacionista hasta las obras de W. G. Sebald o Iain Sinclair, existe una tendencia literaria que conecta experiencia vital, paisaje y topos. Para algunos críticos podría definirse como psicogeografia. ¿Te has sentido influida por esta genealogía?

No me he propuesto hacer psicogeografía ni he leído sobre el tema, pero, ahora que lo menciona, puedo reconocer esa afinidad. Sí que es cierto que, para mí, los espacios son decisivos, que, a partir de los espacios, intento desarrollar mi literatura. De hecho, creo que en los espacios hay capas de pasado que aún están presentes. Y este tipo de relación me interesa aún más como espacio narrativo que las relaciones privadas entre las personas, que llegan luego. Es decir, al principio, me resulta decisivo considerar dónde tiene lugar la historia, por qué espacio me muevo y cómo hago que ese espacio resuene, cómo hago que explique algo.

En tus libros existe una fascinante mezcla de erudición, precisión y experimentación. Además de escritora eres diseñadora, y una lectora omnívora. ¿Puedes describir tu metodología de trabajo? ¿Qué sucede en el laboratorio de Judith Schalansky?

El laboratorio Schalansky se encuentra en la Biblioteca Estatal de Berlín, donde tengo la suerte de poder reservar una franja horaria, como tenemos que hacer todos ahora, durante la que puedo sentarme ante un escritorio vacío, porque el escritorio que tengo en casa ya no se distingue bajo las capas biológicas de papeles, proyectos empezados, manuscritos, etcétera. Estoy… Ahora mismo, me sigo ocupando de la arqueología. Resulta que he descubierto que cada libro que he escrito contiene el núcleo del libro siguiente. En algún lugar, hay una referencia oculta que tengo que hacer legible. Desde que lo he descubierto, miro mis libros de otra manera e intento averiguar dónde está el siguiente libro. Parece que el siguiente libro será una novela corta de amor. Después de este libro tan denso, tenía que hacer algo ligero. Y ya sabemos que lo más ligero, naturalmente, también es lo más difícil. En cierta manera, también me ocupo de la historiografía, porque me interesa mucho hasta qué punto… en una relación amorosa, en el fondo, se escriben historias y cómo nos marca enormemente qué forma de historia de amor queremos vivir. La narración me sigue interesando. Y, por supuesto, el hecho de que el amor tiene que ver con la propiedad, con la sumisión, con la reescritura. Y la gran pregunta es cuál es la verdad, también la verdad de un amor.

William Kwong Yu Yeung, del observatorio astronómico Desert Eagle en Estados Unidos, descubrió un asteroide al que ha bautizado con tu nombre. ¿Qué piensas de este honor tan peculiar?

Para mí, es importantísimo recalcar que no se me hubiera ocurrido mencionarlo nunca, aunque estoy tremendamente orgullosa, claro. Lo incluyó la editorial catalana en mi biografía. Creo que en la alemana no lo habría permitido, porque me parece muy presuntuoso. De hecho, me enteré a posteriori. Un astrónomo aficionado que ha descubierto muchos asteroides, como le gustó tanto el libro Atlas de islas remotas, le puso ese nombre. A mí me pareció totalmente irónico, porque en ese libro afirmo que un atlas pertenece al género poético y que es muy humano dejar nuestros nombres y huellas en todas partes y pensar… Quizá se tendría que considerar a los navegantes poetas fracasados que no consiguieron escribir un poema y así pasar a la posteridad. Y, por lo tanto, eligieron otra cosa: hacerse a la mar y plantar una bandera en algún lugar, ese ritual fálico, y decir: «Te bautizo con mi nombre». Ya sabemos cómo eran esas historias en realidad. A menudo, esos sitios ya tenían nombre, porque había otros habitantes. En cuanto al asteroide, no estoy tan segura, pero ¿quién sabe? Quizá hay una especie de… una especie de forma de vida o una especie de materia digna de una denominación que allí hace mucho que tiene nombre. Son nuestros nombres. Para el asteroide no tiene importancia. Y eso explica cómo todo… cómo toda esta empresa es como un espejo en el que solo vemos nuestro afán de protagonismo. Y en este caso, también el mío, porque, cuando me enteré, pensé: «Ahora ya me puedo morir».

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