Algo se ha roto en el entorno digital. El fin de la ciberutopía y la desaparición del movimiento de cultura libre nos han dejado un escenario donde grandes monopolios privados controlan infraestructuras decisivas para nuestra economía y vida social. César Rendueles ahonda en esta caída en el prólogo de Atascados en la plataforma de Geert Lovink, que publicamos por cortesía de Bellaterra Edicions.
Conocí a Geert Lovink en un encuentro sobre cultura libre en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, apenas unos meses antes del crash financiero de 2008. Había leído su primer libro traducido al español: Fibra oscura, un ensayo que hacía una defensa de las potencialidades críticas de la cultura libre en Internet desde una perspectiva antiutópica poco habitual en aquellos años. Recuerdo muy bien algo que dijo en su conferencia y que, desde entonces, he citado y parafraseado a menudo: «No todo el mundo vive la posibilidad de modificar los drivers de su impresora como una conquista emancipadora». La cultura libre, nos explicó Lovink, debería ser algo más ambicioso, emocionante y políticamente complejo que el free software y el acceso abierto en sus versiones más romas y tecnocráticas.
Es difícil hacerse una idea hoy de la centralidad discursiva que tenían entonces los debates tecnológicos entre la izquierda política. Los movimientos sociales antagonistas querían ver en la cultura libre una vía de colaboración no mercantil innovadora y comunicativamente más sexy que el cooperativismo tradicional. Echando la vista atrás resulta un poco sonrojante, pero no era raro que se idealizara la figura del hacker como una especie de aggiornamento del revolucionario profesional leninista. La izquierda tecnoutópica también tenía su versión socialdemócrata y conciliadora. En un acto electoral de 2009, con la Gran Recesión ya arreciando, el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero aseguró que lo que necesitaba nuestro país eran «menos ladrillos y más ordenadores». Desde la perspectiva de la segunda década de nuestro siglo –con millones de personas atrapadas en el timo piramidal de la criptoburbuja–, cuesta entender que sea una sustitución tan evidentemente ventajosa de la dictadura inmobiliaria que padece España desde hace décadas.
Sería injusto achacar a las fuerzas progresistas alguna clase de ingenuidad tecnológica endémica de ese entorno ideológico. El tecnoutopismo formaba parte del Zeitgeist heredado de la época salvaje de la globalización neoliberal. Y la alternativa tampoco resultaba muy apetecible: un puñado de intelectuales europeos melancólicos, si se me permite el pleonasmo, que creían que el destino de la civilización estaba inextricablemente ligado a sus polvorientas Olivetti. La realidad es que el capitalismo desregulado postkeynesiano estableció desde el minuto cero una profunda afinidad con el modelo hegemónico de comunicación digital. La contrarrevolución neoliberal y el proyecto de un sistema digital de comunicaciones desinstitucionalizado, privado y mercantilizable se retroalimentaron mutuamente. Las tecnologías emergentes ayudaron a justificar el desmantelamiento de los sistemas de control financiero de la postguerra y, en general, los neoliberales consideraron que la construcción de una red de comunicación global era una base material importante para su proyecto político. Pero, además, entendieron que la tecnología digital proporcionaba algo de lo que el capitalismo había carecido hasta entonces: un modelo de sociedad y una cultura propia, una proyección cordial y no monetarizada de los mercados globales sobre los vínculos sociales cotidianos.
Desde entonces y durante al menos cuatro décadas, el vértigo de la precariedad vital asociado a la financiarización y la flexibilidad laboral quedó contenido por las promesas de crecimiento económico, las expectativas postmaterialistas de ampliación de la subjetividad expresiva y, cada vez más, el avance de las tecnologías digitales. Era un mundo nuevo lleno de peligros, sí, pero también de oportunidades emocionantes de desarrollo y reinvención individual y conectividad global. Cuando el proyecto neoliberal comenzó a implosionar arrastró consigo, en primer lugar, la fantasía de una precariedad de rostro humano: las falsas promesas de una ruptura positiva de las cadenas fordistas que aumentaría exponencialmente las posibilidades de autorrealización personal a través de la búsqueda creativa de estilos de vida excitantes se fueron al traste. Al menos durante algunos años, las tecnologías digitales se convirtieron en el último bote salvavidas de un régimen social en descomposición, acumulando altísimas expectativas de protección y reconciliación. La tecnología digital fue imaginada como la solución a la Gran Recesión, los problemas laborales, la crisis ecológica, los dilemas educativos, los retos culturales, la intolerancia, el autoritarismo y todo lo demás. Literalmente resulta complicado pensar en un solo ámbito de la vida colectiva o personal en el que alguien no haya considerado que unos cuantos gadgets de aspecto futurista y una conexión de banda ancha iban a impulsar un salto cualitativo positivo.
Desde entonces, la apuesta por el solucionismo tecnológico se ha ido primero deshilachando para luego invertirse y dar pie a un estado de ánimo colectivo crecientemente fúnebre e incluso distópico. Nadie duda de la centralidad de las empresas tecnológicas en el capitalismo global pero esa posición de privilegio no parece estar dulcificando el proyecto neoliberal ni ofreciendo una alternativa a su degradación. Más bien al contrario, tiende a exacerbar las prácticas de precarización laboral, concentración monopolista y financiarización. La «sociedad red», la gran esperanza de democratización e igualdad durante las décadas pasadas, se ha revelado finalmente como el medioambiente idóneo para que prosperen algunos de los mayores oligopolios de la historia, megacorporaciones digitales que ningún gobierno está en condiciones de controlar. De igual modo, cada vez está más generalizada la imagen de las redes sociales no como un terreno promisorio de inteligencia incrementada y participación sino como una selva de agresividad, extremismo neonazi, vigilancia panóptica y fake news.
En nuestros parlamentos y medios de comunicación, las figuras políticas fuertes y neoconservadoras se legitiman como una alternativa al fracaso de la sociabilidad cosmopolita en un mundo percibido como conflictivo y amenazante. Las renuncias en términos de libertad o tolerancia son el precio a pagar a cambio de la promesa de protección frente a un cúmulo indeterminado pero aterrador de peligros globales. Las tecnologías postutópicas –los social media dominantes, la IA y el Big Data corporativos– son la versión digital de ese autoritarismo postneoliberal. La plataforma nos exige, como la derecha radical, renuncias a nuestros derechos civiles y laborales, al control de nuestra privacidad o a la soberanía democrática. Nos ofrece, a cambio, una promesa de calculabilidad y orden en un mundo de incertidumbres aterradoras. Una promesa, con toda certeza, tan falsa como la de los políticos de extrema derecha que apelan al narcisismo herido de sus votantes, pero depurada de atavismos y adherencias neofascistas mediante el lenguaje del ciberfetichismo.
La crisis de la Covid-19 aceleró esta relación de subordinación resignada con los sistemas de comunicación digitales postutópicos. En apenas unas semanas, se exigió a las administraciones públicas y a toda clase de empresas que desarrollaran buena parte de sus actividades en la red. Facebook, Instagram y WhatsApp (todas dependientes de la misma compañía) reemplazaron muchos de los espacios de socialización tradicionales. Netflix y Spotify sustituyeron a nuestras salas de cine y de conciertos. Las oficinas y reuniones se distribuyeron por cientos de miles de hogares conectados por una tupida red de apps privadas. Fue un experimento social oscuro y ambiguo que, en cierto sentido, mostró las limitaciones del proyecto de digitalización generalizada. Hace falta algo tan brutal y violento como una pandemia para que se hagan realidad las fantasías internetcentristas y se produzca una colonización tecnológica profunda de nuestra vida cotidiana. A menudo, las versiones digitales de la educación o de distintas expresiones artísticas, por no hablar de las relaciones familiares, se mostraron como simulacros pobres, a años luz de las promesas de realidad aumentada. En cualquier caso, la pandemia nos enseñó con una lente de aumento y de forma generalizada la realidad tecnológica en la que ya vivíamos: descubrimos que, para continuar con nuestra vida social y nuestra actividad profesional, para acceder al ocio, a la cultura o a la educación era imprescindible aceptar las condiciones impuestas por grandes corporaciones tecnológicas. El núcleo de la sociedad digital realmente existente se nos mostró sin tapujos: un entramado monopolista que permite a inmensas empresas privadas controlar infraestructuras fundamentales tanto de la actividad productiva como de nuestra vida en común y que nos ofrece a cambio una sucesión interminable de tenebrosas videoconferencias y relaciones tóxicas en las redes sociales.
Tal vez lo más llamativo es lo poco sorprendente que fue todo aquello, lo familiar y coherente que nos resultó esa situación de indefensión colectiva y dependencia digital extrema. La razón, al menos en parte, es la casi completa desaparición del movimiento de cultura libre, que ha naturalizado nuestra percepción de la tecnología como una caja negra económica y política. El movimiento pendular desde el tecnoutopismo eufórico al catastrofismo digital hobbesiano se llevó por delante el copyleft, la colaboración digital, el antagonismo mediático, la guerrilla de la comunicación… Por supuesto siguen existiendo muchísimas personas en todo el mundo que colaboran en las redes, que liberan su trabajo, organizan hacklabs y luchan contra los cercamientos digitales pero, lamentablemente, su presencia programática en el espacio público es prácticamente anecdótica. No es exactamente una victoria de las fuerzas que buscaban la privatización de los comunes digitales sino algo peor. Una derrota, al menos, es comprensible, puede ser dolorosa, pero tiene sentido. Más bien es como si hubiéramos aceptado la necesidad de una planificación centralizada como alternativa a los fallos del mercado y, a continuación, hubiéramos encargado a BlackRock esa tarea.
Este libro nos enfrenta lúcida y a veces despiadadamente al impasse en el que estamos atrapados. La teoría de los medios digitales es un ambiente reflexivo dominado por la cultura del hype: como niños con TDA, nos abalanzamos sobre el último juguete tecnológico sin mirar atrás hasta que, a los pocos meses (semanas, a veces), aparece un nuevo foco de atención. En cambio, a lo largo de ya muchos años Geert Lovink ha conseguido desarrollar algo extremadamente valioso e improbable: una memoria crítica (y, más difícil aún, autocrítica) continua y de largo recorrido sobre Internet y los social media. Esa es la energía intelectual que convierte Atascados en la plataforma en un diagnóstico profundo de la sensación de callejón sin salida que tenemos no con esta o aquella tecnología –Second Life o MySpace– sino con el proyecto mismo de un espacio de socialización en red.
Algo se ha roto en el entorno digital, algo relacionado con la relación entre nuestras expectativas –lo que esperamos obtener de las redes– y lo que sentimos que nos piden a cambio. El precio se ha vuelto demasiado alto para muchas personas. Seguimos participando en las redes porque, como aprendimos durante la pandemia, percibimos que no hay un afuera al que escapar. La alternativa parece ser la parálisis, otra forma de atasco. Este libro nos da claves para entender eso que nos pasa y, así, tener la oportunidad de reconstruir una cultura crítica mejorada que evite algunos de los caminos cegados que recorrimos en el pasado.
Las transiciones históricas son fenómenos complejos, que surgen de la confluencia –mediada por una mezcla de virtud y fortuna– de factores independientes y heterogéneos. Atascados en la plataforma, además de un diagnóstico muy sutil de la crisis tecnopolítica contemporánea, ofrece una aproximación imaginativa y emocionante a algunos de los hilos con los que tendremos que tejer un mundo digital digno de ser vivido: desde la infraestructura física de Internet a la institucionalidad de las redes pasando por el control público, la participación ciudadana, el deseo de los usuarios y la movilización colectiva. Son pistas para convertir Internet y las redes sociales, tomando prestada la expresión de Eric Klineneberg, en infraestructuras sociales, en palacios del pueblo.
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