Inteligencias artificiales, imágenes irracionales

El impacto de las inteligencias artificiales nos invita a reflexionar sobre las propias creaciones visuales de los humanos.

Clase de pintura en la escuela. Pennsylvania, 1937

Clase de pintura en la escuela. Pennsylvania, 1937 | Library of Congress | Dominip público

La IA ha irrumpido con fuerza en el terreno de la creatividad. Más allá del debate sobre su capacidad artística, este nuevo escenario pone de relieve un posible colapso de la imaginación humana: la homogeneidad con que replica la máquina no deja de ser un reflejo de nuestros modos de producir imágenes.

La controversia global en torno al potencial de las inteligencias artificiales para suplir la creatividad humana estalló el año pasado. Es significativo que el revuelo tuviese que ver con las imágenes. Las IA ya se habían abierto paso en la economía, en lo jurídico, en la traducción, en el periodismo, en la medicina, en el transporte y en otras esferas esenciales de nuestra actividad, lo que había dado lugar a debates en ámbitos especializados. La aparición de imágenes sintéticas de calidad provocó en cambio un seísmo cultural que suscita dos consideraciones.

La primera atañe al pánico reaccionario ancestral que despiertan las imágenes que escapan al control crítico y social, en tanto manifestaciones de una Otredad, de lo extraño, que los individuos y los colectivos han de reprimir para perpetuar sus consensos sobre la realidad. En ¿Qué quieren las imágenes?,  W. J. T. Mitchell, considera que frente al ánimo iconoclasta que tanto ayer como hoy está dispuesto a validar las imágenes sólo si funcionan como meros reflejos, estas presentan la facultad desconcertante de funcionar una y otra vez como rostros que devuelven la mirada al espectador. Tienen voluntad, agencia y deseo, presentan una capacidad sorprendente para generar dinámicas autónomas con inteligencia e intencionalidad.

Las reflexiones de Mitchell permiten inferir de inmediato que las imágenes generadas por redes neuronales como DALL·E 2, Midjourney o Stable Diffusion, a partir de las indicaciones más o menos detalladas proporcionadas por un operador humano, tienen un potencial considerable para subvertir los órdenes establecidos de la representación. De hecho, uno de los aspectos, a nuestro parecer, más sugerentes de las imágenes sintéticas es que la imperfección que todavía delatan y la inescrutable lectura algorítmica de imágenes ya existentes que realizan están originando una estética inquietante, weird, crítica a su manera, que se echa en falta en el panorama plástico, gráfico y audiovisual contemporáneo.

De aquí se deduce una segunda consideración, vinculada a la homogeneidad creciente de las imágenes generadas por seres humanos; imágenes que ya no tienen el propósito de expresar con plena libertad nada sobre nosotros mismos y nuestra relación con cuanto nos rodea, sobre nuestros imaginarios y deseos, sino que ansían la comunicación con los demás a modo de lengua franca postfotográfica, con lo que ello acarrea en términos de autocensura. Es el motivo de que la facilidad para producir y manipular imágenes no haya traído consigo la diversidad esperable en el ecosistema visual, sino una reiteración asfixiante y referencial de motivos y estilos que hace pensar en un colapso de la imaginación.

Ya hemos planteado en otros formatos cómo Instagram, TikTok y otras aplicaciones han puesto sobradamente de manifiesto ese colapso, pero al mismo no son ni mucho menos ajenas expresiones artísticas como el cine y el cómic, tanto da si a nivel mainstream o de autor. Basta frecuentar festivales y salones para apreciar hasta qué punto la voracidad en la producción y el consumo de imágenes y el severo panóptico en que se desarrolla ha desembocado en el infierno de lo igual.

Una imagen generada por inteligencia artificial a partir del mensaje "Una foto de un robot dibujando a mano, arte digital"

Una imagen generada por inteligencia artificial a partir del mensaje «Una foto de un robot dibujando a mano, arte digital» | Wikimedia commons | Dominio público

La consecuencia, como ha escrito María Santana, es que «cuanto más se desprecian lo imaginario y el deseo, más se fantasmagorizan las cosas y los cuerpos (…) Nuestro reto pasa por adentrarnos en la alteridad, por dejarnos interrogar e incomodar por el Otro». Algo que a fecha de hoy están en disposición de posibilitar con más garantía de éxito las inteligencias artificiales que los seres humanos. Es probable que la alarma desatada entre los artistas visuales tenga que ver en el fondo con la conciencia súbita de que su trabajo es sencillo de emular por las IA porque en sí mismo ya era un ejercicio de adaptación al complejo industrial-cultural.

Los usuarios de Internet parecen muy conscientes de esa ceguera de los artistas ante los aspectos más sombríos de la realidad, los que ellos padecen en un mundo de rasgos cada vez más inestables y pesadillescos. La demanda de imágenes sintéticas de terror por parte de los internautas es abrumadora y ya ha derivado en los inevitables creepypastas, amén de nutrir las alucinadas ilustraciones de Jaesen Moreaux o los experimentos weird con el cómic del británico Dave McKean y de la portuguesa Ana Matilde Sousa.

Estos y otros muchos creadores se están dando la oportunidad de dialogar con las inteligencias artificiales –lo que, por cierto, deben hacer con frecuencia a espaldas de sus pares para evitar linchamientos–, conscientes de que, más allá de las disputas lógicas en torno a derechos de autor y de explotación del trabajo ajeno, se hallan ante un paradigma revolucionario que vale la pena explorar. Por una parte, las IA constituyen herramientas formidables para expandir la conciencia del artista y la de su época, más aún, para deconstruirlas a través de lo irracional algorítmico; en palabras de Jorge Carrión a propósito del acto de escribir, «si los surrealistas coincidieron con el espiritismo en que el escritor asume el rol de médium e invoca sus fantasmas, miedos, recuerdos y deseos inconscientes (…) nos encontramos en una transición parecida: la escritura producida por aprendizaje automático y otras formas de inteligencia artificial está imprimiendo una vibración particular a nuestros tiempos».

Y, por otro lado, las IA han ofrecido una ocasión única a los artistas (auto)exigentes para preguntarse por el sentido de sus obras en una economía audiovisual caracterizada por la retroalimentación y la fugacidad; por el antagonismo entre originalidad, homenaje y plagio que, paradójicamente, se había relativizado en los últimos años; y por el impacto último de su abandono a herramientas infográficas que han afectado a la idiosincrasia de sus trazos.

Creemos que los artistas plásticos y visuales están abocados, como afirma Brian Jackson, a una crisis existencial, dado que su labor ya no tiene lugar en una sociedad incapaz de contemplar las cosas o de recrearlas con sofisticación, sino en una donde se dan todas las circunstancias favorables para que esa mirada sofisticada eclosione. Jackson concluye –y compartimos su diagnóstico– que una posible solución radica en una hibridación entre la conciencia del ser humano y la inconsciencia de la máquina que proyecte la crisis creadora del primero hacia horizontes inéditos para las imágenes.

Nos olvidamos, al fin y al cabo, de que un artista digno de tal nombre camina siempre sumido en la duda, el interrogante, la experimentación; se halla embarcado –y aquí volvemos a María Santana– en «el descubrimiento y la aventura de la creación». Si no es así, sus obras serán poco más que lugares comunes, reflujos del espíritu de su época. Precisamente los defectos que se achacan a las inteligencias artificiales.

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