Inteligencia ciudadana en la metrópolis de los datos

¿Cómo se prefiguran esas ciudades inteligentes y de qué modo, en su seno, serán afectadas las instituciones culturales y el ejercicio ciudadano?

Blade Runner (1982)

Blade Runner (1982).

Mientras por estos días en Barcelona se desarrolla la Smart City Expo, cabe hacernos algunas preguntas respecto a cómo se prefiguran esas ciudades inteligentes y de qué modo, en su seno, serán afectadas las instituciones culturales y el ejercicio ciudadano. Nuevas oportunidades y desafíos.

De repente una de las obras clásicas de las artes mediales se convierte en una metáfora oportuna. En La ciudad legible (Legible city, 1989), de Jeffrey Shaw, el visitante puede montar una bicicleta estática y navegar las calles de una ciudad de palabras, una simulación 3D que se construye de sentidos. Una ciudad de datos. Veintitrés años después, la esencia de la tan mentada «Smart city» tiene bastante que ver con el escenario de Shaw.

Para empezar, en las metrópolis contemporáneas asistimos a un cambio que por obvio no deja de ser fundamental. La información ya no habrá que ir a buscarla a uno de sus templos pasados ni tampoco absorberla a través de los medios de comunicación. Los datos fluyen por entramados cerrados y abiertos, así en el cielo como en la tierra. Los datos provenientes de redes de sensores, conexiones M2M ( Machine to machine), contribuidos por los usuarios a través de redes sociales y crowdsourcing bajarán desde la nube para aumentar el espacio físico urbano. Si bien el gran desafío continúa siendo cómo convertir todos esos datos en información con sentido y útil, lo cierto es que los datos y los dispositivos que los sensan y hacen circular, ya existen y están conectados.

Cada vez más empresas de diseño de experiencias de usuario se vuelcan al desarrollo de interfaces físicas o mobile apps que integran los datos con la vida urbana. Urbanscale, de Adam Greenfield es un buen ejemplo de ello con su servicio UrbanFlow para aumentar las pantallas de la ciudad (en las estaciones de transporte, las calles, etc.) con información «diseñada y situada» para que los ciudadanos encuentren lo que buscan, planifiquen recorridos, y hasta participen de la vida cívica.

Sin ir más lejos, en Barcelona, la empresa WorldSensing ha instalado sensores que recogen información sobre el tráfico para, a través de una mobile app, ayudar a los conductores a encontrar un sitio donde aparcar. En una dirección similar, el proyecto europeo iCity, liderado por la Ciudad Condal, busca abrir las infraestructuras urbanas para que agentes interesados puedan aumentarlas con datos abiertos y ofrecer servicios de interés público que mejoren la vida en la ciudad. Un parquímetro que brinda información sobre la calidad del aire en su ubicación, una app que avisa si la piscina pública o el parque ya están abarrotados de gente, una máquina expendedora de tickets de transporte que además de venderte la T10 te sugiere participar en una consulta popular.

Apocalípticos e integrados, utopía y distopía. Como siempre, las visiones sobre el futuro están marcadas por ideas fuertemente contrapuestas. Hay quienes consideran que uno de los grandes riesgos de la Smart City es el ascenso de la sociedad Orwelliana, donde la tecnología en manos de monopolios y gobiernos autoritarios sólo será aprovechada para monitorear y observar a los ciudadanos. Seguridad y privacidad continúan siendo una frontera complicada. Por otro lado, las visiones más optimistas entienden que la tecnología y los datos abren puertas hacia la transparencia, la participación ciudadana y la emancipación de sectores de la ciudadanía que estaban excluidos. También abogan por la ciudad sostenible donde es la propia comunidad la que, teniendo en cuenta los datos abiertos (open data), reduce su consumo energético o asume comportamientos más responsables. El proyecto “The tidy street”, en Brighton, es un gran ejemplo de iniciativa ciudadana para el control del consumo de electricidad.




Por eso, el meme smart city debe ir mucho más allá de las propuestas para la optimización de recursos y la eficiencia Hi-tech. Mientras corporaciones como IBM ofrecen a los ayuntamientos soluciones del tipo » smart city in a box» que implican grandes inversiones en tecnología a pesar de que no existen evidencias contundentes de que aquello que funciona en una ciudad puede ser exitosamente trasplantado a otra, las investigaciones sugieren que no habrá ciudad inteligente si no se pone al ciudadano en el centro de la ecuación.

Esta año, el Institute for the Future y la Fundación Rockefeller dieron a conocer el informe » Un planeta de laboratorios cívicos» donde se sugiere que para que las ciudades sean realmente inteligentes los datos deben servir para generar inclusión y desarrollo. No basta con las soluciones top-down, de arriba hacia abajo, propuestas por las grandes empresas tecnológicas. Según el reporte, en la ciudad actual existe una fuerza pujante y de oposición conformada por empresarios, hackers, hacktivistas y ciudadanos que persiguen una visión diferente de la urbe futura. Su terreno de juego son los datos convertidos en información para fomentar la concreción de ciudades más democráticas, más inclusivas y resilientes.

Estos urbanistas do-it-yourself (DIY) adoptan tecnologías de código abierto y estrategias de cooperación para que las innovaciones sean desde y para la ciudadanía, aumentando el compromiso social y asegurando que la hazaña tecnológica esté alineada con los intereses cívicos. En esta línea, proyectos como Smart Citizen (un kit de sensores para medir datos ambientales y conectarlos en red vía Cosm), del FabLab de Barcelona o DCDCity, incubado en el MediaLab Prado, abonan la smart city desde la acera alternativa: código abierto, filosofía hazlo tú mismo, y participación ciudadana. ¿Qué rol juegan aquí las escuelas y los centros culturales? ¿De qué manera se integran estos proyectos a la agenda cultural y la currícula educativa? ¿Cómo se educarán los smart citizens?

Es probable que, en el futuro, las ciudades exitosas deban integrar ambos modelos. Las soluciones ideales combinan las plataformas tecnológicas a gran escala con las grandes innovaciones impulsadas por los ciudadanos. Hasta cierto punto, esta integración ya está en marcha, pero las administraciones públicas necesitan darle forma en el marco de una agenda de apertura, transparencia e inclusión.

Las ciudades son como organismos vivos cuyos espíritus superan ampliamente el entramado tecnológico y la infraestructura. Son las comunidades humanas las que construyen y sostienen un ADN particular urbano, y son estas particularidades, incluso a veces caprichosas y hasta inexplicables, las que deben ser tenidas en cuenta en el diseño de innovación para la ciudad.

Cabe también imaginar qué nuevas infraestructuras redibujarán el paisaje de las ciudades posmodernas, conectadas hasta la médula, digiriendo en tiempo real las informaciones que la habitan, desde el tráfico en las calles hasta los likes en Facebook, la contaminación en el aire, las fallas de Cercanías y las calles rotas reportadas vía FixMyStreet.

Cómo será ese nuevo flaneur hiperconectado, acaso cuestionado ya su derecho a perderse en la ciudad o a descubrir rincones inesperados mientras se busca una farmacia abierta. Quizá sea un posible rol de las instituciones culturales el de pensar nuevas experiencias urbanas que enriquezcan el espacio físico con cierta poesía, devuelvan una cuota de serendipia al recorrido callejero, nos ayuden a resignificar los datos o a reencontrarnos en un espacio furtivo. Una anécdota curiosa ilustra las aguafuertes de este zeitgeist: rumbo al aeropuerto, el taxista me confesó irónico: «Los taxistas nuevos ya ni conocen la ciudad. Van por dónde les lleva el GPS. ¿Sabes cómo le llamo yo a este cacharro? Guía-Para-Stúpidos».

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  • Betina | 19 noviembre 2012

  • Cesar | 20 noviembre 2012

  • Juan Pablo Garcia | 21 noviembre 2012

  • #BogotáDigital | 21 noviembre 2012

  • Mara Balestrini | 21 noviembre 2012

  • Juan Pablo Garcia | 21 noviembre 2012

  • Eduardo | 22 noviembre 2012

  • Ande Gregson | 12 julio 2016

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