Inmersos en una cultura hipervisual, parece que hemos perdido la capacidad de escuchar los lugares que habitamos. Para reivindicar esta sintonía sonora con los paisajes, hacemos un recorrido por diversos ejemplos que nos muestran maneras de relacionarnos con el mundo que nos rodea a través del sonido.
«La resonancia es el latido del espacio-tiempo a través y alrededor de un cuerpo. No es solo una vibración que me atañe, sino también una oscilación del mundo hacia mí y de mí hacia el mundo por medio de la cual ambos acontecemos.»
Jean-Luc Nancy, Resonancia del sentido
Karst es el título de la instalación que el diseñador de sonido y artista multimedia Lugh O’Neill ha creado en el marco de la residencia «S+T+ARTS Repairing the present», convocada por el CCCB, el festival Sónar y la UPC. Uno de los retos que se proponían a través de esta convocatoria era dar respuesta a la pregunta: «¿Cómo podemos crear una ciudad más armoniosa?». La instalación de O’Neill es una narración audiovisual inmersiva sobre las capas de memoria y los diversos tipos de sustratos culturales que resuenan en diversos lugares de la ciudad de Barcelona. El material sonoro producido y grabado en cada una de estas localizaciones es el resultado de una interacción acústica entre la voz o el sonido del instrumento de cada intérprete y la resonancia propia del lugar escogido en cada caso.
Tomando su inspiración de algunas de las formas de habla y de canto que se emplean en todo el mundo para describir y cartografiar distintos lugares y entornos geográficos, la pieza de O’Neill pretende señalar la «amnesia ecológica» que resulta de la pérdida de este tipo de prácticas. Si bien la cultura contemporánea y las nuevas formas de tecnología parecen «capacitarnos para registrar (visualmente) muchas más cosas que nunca antes», explica O’Neill, «la pérdida del contexto y el conocimiento de los lugares que habitamos los hace mucho más planos y nuestra relación con ellos se ha vuelto mucho más vacía». Por ello, «la re-sensibilización por medio de las culturas sonoras como forma de habitar nuestro entorno urbano y natural es crucial para crear una nueva conciencia ecológica».
La referencia del título de la instalación a una tipología geológica («Karst» es la denominación que reciben aquellos paisajes resultantes de la erosión química de la roca) refuerza la comprensión situada de la noción de lugar y la aproximación sonora de carácter materialista que propone el proyecto. Un sonido, igual que un paisaje, nunca es plano sino que siempre se despliega tridimensionalmente en el espacio, activándolo y transformándose simultáneamente a través de él. Por otro lado, un lugar o un paisaje nunca son reducibles a su geometría o a sus características físicas; su experiencia siempre involucra la subjetividad de la persona que los habita o los transita. Tal como escribe Dylan Trigg en su libro The Memory of Place: A Phenomenology of the Uncanny (Ohio University Press, 2012), «estar-en-el-mundo significa estar situado (…). Siempre estamos aquí, y es desde este aquí que nuestra experiencia tiene lugar (…). Nuestra orientación y nuestra experiencia en el lugar nunca tienen un carácter verdaderamente epistémico sino fundamentalmente afectivo».
Cartografías sonoras
O’Neill cita los textos del escritor y cartógrafo británico Tim Robinson (1935-2020) como una de las principales fuentes de inspiración para su instalación. En sus diversos libros dedicados a las islas Aran, Robinson ofrece un magnífico ejemplo de esta comprensión situada y afectiva del lugar. Tal como sugiere Pippa Jane Marland, los mapas de las islas que Robinson empezó a crear a principios de los años setenta pueden entenderse como un ejercicio de «psico-archipielagografía», es decir, una exploración del archipiélago basada en las sensaciones, las experiencias y las percepciones subjetivas del autor a la manera de la psicogeografía situacionista. «Mientras camino por la tierra», escribe Robinson, «soy la pluma sobre el papel; mientras dibujo este mapa, mi pluma soy yo mismo caminando por la tierra. Mi objetivo era cortocircuitar las polaridades de objetividad y subjetividad y tratar de mantenerme fiel a la realidad».
La escucha atenta y paciente de los distintos tipos de sonidos presentes en el territorio fue una parte clave del trabajo de cartografiado de las islas Aran al que Robinson dedicó buena parte de su vida. La apreciación sonora del idioma gaélico (y en particular de aquellas palabras locales que servían para describir e identificar ciertos lugares de las islas), así como la escucha del canto de los pájaros autóctonos o del sonido producido por el viento y otros fenómenos meteorológicos, fueron esenciales para llevar a cabo esta aproximación intersubjetiva y afectiva al territorio. Los mapas realizados por Robinson no son, por tanto, simples representaciones bidimensionales (planas) del archipiélago sino «mapas profundos» (deepmaps, tal como los llama Eamonn Wall) que atesoran las resonancias y la memoria oral del lugar.
Un año después de la aparición de Stones of Aran: Pilgrimage (1986), el primer libro que Robinson dedicó a Inishmore, la mayor de las islas del archipiélago de Aran, el novelista y escritor de viajes Bruce Chatwin (1940-1989) publicó The Songlines (1987), traducido al castellano como Los trazos de la canción (2007). En las páginas de este libro, Chatwin se adentra en la comprensión sonora del paisaje de los pueblos aborígenes australianos y afirma que en esta cultura (la más antigua de la tierra) la canción antecede al lenguaje y se halla en su origen. En la mitología aborigen australiana, el «Altjeringa» («El Sueño» o «Época de Ensueño») es una forma de «érase una vez» sagrado; «un tiempo que se encuentra más allá del tiempo» y que, tal como lo describe Fred Alan Wolf en su libro The Dreaming Universe citando la película de Peter Weir The Last Wave, es «más real que la realidad misma». La conexión entre esta dimensión paralela ancestral y el mundo presente se articula precisamente a través del sonido y el canto.
Según esta (sono)cosmología aborigen, los diversos elementos que constituyen un paisaje (cuevas, laderas, rocas o arroyos) son vestigios de ese pasado mítico que pervive oculto bajo la superficie de este mundo a la espera de ser invocado. A través de la acción de cantar(los) los atributos de un lugar determinado llegan a ser y aquel que los canta es con ellos. Esta forma simultánea de habitar y producir el paisaje a través del sonido (de «hacer camino al cantar» podría decirse) ha dado lugar a multitud de songlines, es decir, canciones «situadas» que nombran e identifican el territorio a la vez que le imprimen el ritmo de los pasos que lo atraviesan. Estas «cartografías de la simultaneidad» o «polifonías sónico-geológicas», tal como las ha llamado Carmen Pardo en su artículo para la publicación Cartografías de la escucha, están desapareciendo rápidamente a causa de las alteraciones que el avance de la modernización produce en el territorio (tanto geológico como sonoro) desde hace más de dos siglos.
Es importante tener en cuenta, además, que esta cartografía oral y dinámica solo es posible cuando se recorre el territorio a pie, de modo que el desplazamiento con vehículos a motor (o con caballos, que no se introdujeron en Australia hasta finales del siglo XVIII) es incompatible con esta forma de recorrer, designar y activar de manera simultánea el territorio. Nacidas en el seno de una cultura nómada, estas canciones geosituadas pierden todo su sentido en el contexto de una sociedad de carácter sedentario. «El hombre que canta», escribe Carmen Pardo, «es el que se deja habitar por una presencia sonora que le conduce a otra parte, allí donde dicta la canción. El hombre que canta debe primero escuchar su interior, hallar esas huellas soñadas, reconocer su memoria sonora. El hombre que se asienta no canta; toma posesión de un espacio, lo habita y, desde allí, observa. Cuando el hombre se hace sedentario deja de cantar».
Otro caso de (sono)cosmología, ampliamente documentado por el etnomusicólogo, antropólogo y lingüista estadounidense Steven Feld, es el de los kaluli, uno de los clanes del pueblo bosavi que habita en la selva de Papúa Nueva Guinea. Durante su trabajo de campo, recopilado en el libro Sound and Sentiment: Birds, Weeping, Poetics, and Song in Kaluli Expression (1982), Feld identificó la estrecha relación que existe entre la musicalidad de la expresión sonora kaluli y los sonidos de la selva. Como en el caso de los pueblos aborígenes australianos, la articulación entre la ecología de este entorno y la expresión sonora de sus habitantes es de carácter mítico y se sustenta sobre la creencia en una presencia oculta de origen ancestral. Los kaluli creen, por ejemplo, que los pájaros son los espíritus de sus muertos y que su canto es un recordatorio constante de «una ausencia que se hace presente en el sonido y en el movimiento».
En investigaciones subsiguientes, Feld continuó estudiando en profundidad los mapas de topónimos en las canciones bosavi y cómo su interpretación vocal sirve como articulación de «la relación poética y ecológica de este pueblo con los sonidos y significados propios de la selva». Para describir esta forma de comprensión y designación sonora del entorno, Feld propuso el concepto de «acustemología». Con este término, escribe Feld, «quiero sugerir una unión de la acústica con la epistemología, e investigar la primacía del sonido como una modalidad de conocimiento y de existencia en el mundo (…) Entiendo por acustemología la investigación de las relaciones reflexivas e históricas entre oír y hablar, entre escuchar y producir sonidos. (…) La escucha y el habla se encuentran en una relación de profunda reciprocidad, en un diálogo encarnado entre la producción de sonidos y las resonancias internas y externas que surgen de la historización de la experiencia».
Paisajes sordos
Sin embargo, tal como señala el filósofo Jordi Pigem en su artículo «Escuchar las voces del mundo», incluido en el dossier Paisajes sonoros del Observatorio del Paisaje, llevamos siglos contemplando los paisajes con «una mirada escrutadora» que busca extraer de ellos el máximo de recursos posible y explotarlos en nuestro beneficio. «Hemos rastreado los paisajes», escribe Pigem, «pero no los escuchábamos. La mirada que no escucha es una mirada dominadora. No escuchábamos porque pensábamos que los paisajes no tenían nada que decir». Una vez se pierde la sintonía sonora con el paisaje, «es fácil que sobrevenga la destrucción del espacio físico. Se ha dicho que en gran medida Australia perdió buena parte de sus especies vegetales y animales después de la colonización porque los británicos no tenían palabras para entender esos paisajes».
En su artículo «Against Soundscape», Tim Ingold sugiere que el propio concepto de «paisaje sonoro» (acuñado por el urbanista Michael Southworth y popularizado después por Raymond Murray Schafer) es excesivamente deudor del paradigma visual y de esa mirada escrutadora que señala Pigem. «Una escucha atenta», escribe Ingold, «implica todo lo contrario a un emplazamiento (…) Con su barrido, el sonido arrastra consigo al oyente, haciendo que este tenga que rendirse a su movimiento. El emplazamiento en un lugar es, en resumen, una forma de sordera». En unos términos similares, Carmen Pardo señala que el concepto de paisaje sonoro implica una «escucha contemplativa» y sugiere que, en su lugar, la geografía sonora puede ser un modo de recuperar el carácter primordialmente nómada del oído.
La puesta en práctica de ejercicios sonogeográficos y geosituados similares a los de los pueblos aborígenes australianos o a los de los kaluli en Papúa Nueva Guinea puede servirnos para contrarrestar esta comprensión sorda del paisaje y del lugar que parece ser endémica de la contemporaneidad. Aplicados a cualquier forma de aproximación (epistemológica, estética, histórica..) o contexto (urbano, natural…), este tipo de ejercicios nos pueden ayudar a recuperarnos, aunque solo sea un poco, de la amnesia geográfica, ecológica e histórica que alienta nuestra actual cultura hipervisual. Cortocircuitando las «polaridades entre objetividad y subjetividad» (Robinson) y promoviendo una aproximación intersubjetiva y afectiva a los lugares que habitamos, las prácticas sonogeográficas devuelven al oído su carácter nómada y nos permiten, así, volver a habitar «presencias sonoras que nos conducen a otras partes» (Pardo).
Las formas de conocimiento y vinculación con el lugar que se desprenden de una exploración sonogeográfica refuerzan y favorecen las «resonancias internas y externas que surgen de la historización de la experiencia» (Feld). A través de una escucha que no es simplemente estática sino participativa, afectiva y memorística, nuestros oídos nos invitan a reescribir el lugar y a ponernos en resonancia con él mediante el uso del canto o de cualquier otro modo de expresión vocal o sonora. Al fin y al cabo, tal como señala Jean-Luc Nancy en la cita que encabeza estas líneas, la resonancia no es solo un fenómeno particular del sonido sino «el latido del espacio-tiempo a través y alrededor de un cuerpo. No es solo una vibración que me alcanza, sino una oscilación del mundo hacia mí y de mí hacia el mundo por la que ambos tenemos lugar».
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