FOMO: la cultura desde el miedo

El temor a perdernos algo ha espoleado la necesidad de consumir productos, vacaciones, arte o acontecimientos culturales.

Un niño mirando por la ventana del vagón de metro. Nueva York, 1949

Un niño mirando por la ventana del vagón de metro. Nueva York, 1949 | Angelo Rizzuto, Library of Congress | Dominio público

El FOMO ha modificado la manera en la que nos relacionamos con la cultura. Así pues, parece que devoremos libros, películas, conciertos, no tanto por el disfrute que nos procuran sino para no quedarnos excluidos de la conversación social.

Seguramente, el peor momento para abrir Instagram es la madrugada de un sábado. Tal vez te has quedado en casa porque sabes que tienes horas de sueño acumulado. Por pereza. Porque has salido un rato y hacia la medianoche has decidido que vale más la pena aprovechar el domingo. Porque tienes que hacer lavadoras, la cocina, facturas. Te apetecía una noche de sofá y palomitas. Porque todo está muy caro. Porque no es una buena época. Porque estás enamorado o porque lo acabas de dejar. O porque te ha dado la gana. Sea como fuere, son las dos la mañana y mientras navegas por todas las redes que tienes a tu alcance sientes una angustia traidora. Por alguna razón, las vidas de los otros brillan más a través de la pantalla. Brillan lo suficiente, al menos, para que comiences a desconfiar de tu criterio. Ha sido un error no comprar las entradas para aquel concierto. Tu archienemigo del antiguo Twitter ha ido al estreno del momento, y ya ha escrito una crítica, y la cena de tu amigo finalmente ha acabado en el bar que querías conocer. Cuando vayas, ya no será igual. Lo peor de no estar es que los otros estén primero. Tienes pánico, miedo de perdértelo, aunque no sabes bien el qué.

El término FOMO o «miedo a perderse algo» hace años que circula por las redes. Coloquialmente podríamos traducirlo como una expresión de entusiasmo con una chispa de envidia amable: «¡Qué fomo las fotos del festival!». Aun así, algunos psicólogos la han patologizado como una forma más de adicción al teléfono móvil, otra cara de la angustia social y la insatisfacción provocadas por las redes. Su origen tiene una intención más práctica de lo que nos pensamos. El acrónimo Fear Of Missing Out lo popularizó en el año 2004 el autor Patrick J. McGinnis, y aunque hoy en día lo asociamos a la psicología de un mundo frívolo y pixelado, un mundo donde escribimos LOL, publicamos selfies y damos likes, el término FOMO se publicó por primera vez en la Harvard Business School. De hecho, años antes de ser bautizado por McGinnis, el especialista en estrategia de marketing Dan Herman escribía las primeras investigaciones. Y si en los primeros artículos virales sobre el tema se acentuaba su naturaleza como una angustia social, con el paso de los años se ha hecho cada vez más evidente su relación con el mundo comercial. El miedo a perderse algo despierta un hambre para devorar. Para consumir.

Si el FOMO ha sido útil para vendernos paquetes de vacaciones, ¿qué pasa cuando invade el mundo de la cultura? Durante los últimos años, este miedo ha poseído poco a poco cada espacio de nuestra vida, volviéndolo, inevitablemente, un producto a consumir. Las amistades, el trabajo, nuestro televisor e incluso nuestra nevera están condicionados por este miedo a no vivir bien, a no tener información suficiente para actuar, pero, sobre todo, a no poder disfrutar de la experiencia como los otros y explicarlo por todas partes. Explicarlo se ha convertido en una parte esencial de este disfrute. A medida que internet ha dejado de ser una ventana para convertirse en el canal de una conversación constante, la percepción de todo lo que nos perdemos se vuelve cada vez más clara, y se materializa cuando no tenemos nada que decir en las redes. La solución que se nos plantea es evidente: consumir. Cada película, cada restaurante o cada exposición es susceptible de convertirse en post en las redes, y es nuestra oportunidad de participar en la conversación. La división se establece entre los que pueden explicar cosas y los que no. Es un asunto mucho más personal que la envidia. El pánico de quedar excluido influye en nuestras noches de sábado, pero también en nuestras compras, en el ocio y en el entretenimiento, y, evidentemente, en el arte.

Este miedo nos lleva incluso a cambiar la manera de interactuar con nuestro entorno. Lo que antes podía ser de mala educación en un concierto, sacar el teléfono móvil para grabar la actuación, hoy es la norma. Miles de brazos se alzan hacia el cielo para conseguir capturar un pedazo de la estrella. Aunque más que pedazo deberíamos decir trofeo, y es que esta pulsión no nace de las ganas de preservar, como podrían entenderse las fotografías de los álbumes familiares. Siempre ha existido un acto conmemorativo en la acción de fotografiar, un gesto presente en cumpleaños, encuentros y fiestas. De pequeños, la fotografía era la guinda del pastel en cualquier celebración, la confirmación de que había sido una velada feliz. Sacar la cámara de fotos, juntar al grupo y hacerlo sonreír no solo conseguía la foto deseada, el recuerdo, sino que materializaba el deseo de tener uno de esa ocasión concreta. El gesto de fotografiar convertía la imagen también en un hecho social. Con la digitalización y las redes, este gesto se ha vuelto menos exclusivo, pero no se desvirtúa, se transforma. Un selfi con los amigos no solo muestra la amistad al mundo entero, sino que se convierte en un gesto de afecto en el momento de hacerlo. Asimismo, cuando grabamos un concierto, no pensamos en el recuerdo, sino en expresar una gran alegría de alguna manera. Estos vídeos y estas fotografías seguramente no se revisarán más allá de la acción que requiere publicarlas en las redes. Se trata de un gesto que se sitúa entre el gozo de aplaudir y pintar las paredes con un «yo he estado aquí, no me lo he perdido».

De hecho, es curioso ver cómo algunos artistas han sabido identificar el momento y se han aprovechado. Como Beyoncé con el Renaissance Tour o Rosalía. Durante la gira Motomami, TikTok fue bombardeado con vídeos de esta, y algunos momentos como el baile del Bizcochito se convirtieron en meme viral. Desde que el tour arrancó en Almería, se volvió prácticamente imposible no enterarse de todo lo que pasaría en el concierto. Desde la entrada de la cantante al momento de desmaquillarse y hasta el fin de fiesta con la canción entonces sin publicar, Despechá. ¿Qué interés podía tener un espectáculo sin sorpresa? La cantante lo sabía perfectamente: evidentemente. Viralizando la gira desde el principio no se cargaba las expectativas, sino que convertía el concierto en una experiencia participativa, consumible. Si el público ha visto trescientos vídeos de Rosalía masticando chicle sobre el escenario, necesita estar en el concierto para verla masticar chicle sobre el escenario. Necesita comprar la experiencia que ha vivido algún otro en sus redes sociales. Eso, o morir de FOMO anticipado.

Ahora, la pulsión por consumir y reaccionar, incentivada por un internet que constantemente nos exige cosas que decir, también ha cambiado la manera en que nos enfrentamos a la cultura. Durante los últimos meses hemos asistido a un renacer del cine a base de fenómenos de taquilla impulsados sobre todo por las reacciones en redes: memes, montajes en TikTok o comentarios que van del odio al amor sobre Saltburn, Pobres criaturas o Challengers, los ejemplos más recientes. Las ganas de entender la broma online han sido suficientes para ir al cine. En paralelo a todo esto, aplicaciones de puntuación y registro como Goodreads o Letterboxd alcanzaban picos de popularidad. Existe un riesgo, no obstante, en reducir la crítica a reacción. A un gesto. El pódcast Critics at Large de The New Yorker relaciona este fenómeno con una crisis de la crítica profesional, con consecuencias tan nefastas como la pérdida de espacios dedicados a la cultura en los medios más allá de la prescripción, algo que, por desgracia, vemos también en nuestro país. El FOMO puede generar movilización e interés por la cultura, pero recordemos que desde su nacimiento tiene una naturaleza comercial. El cambio de percepción del hecho cultural como objeto, hecho para ser entendido y conservado, que pasa a ser una experiencia para consumir y reaccionar, una excusa para mantenernos en la conversación, está más relacionado con el miedo que con la socialización. Es posible que el propio miedo a perdernos algo nos condene a perdernos lo que es importante.

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  • Jordi Vernis | 19 julio 2024

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