Ni el videojuego, ni cómic, ni las teleseries, ni Google. La auténtica revolución narrativa, en términos de generalización de una nueva forma de lectura, fue previa a la expansión de Internet. La llevó a cabo Windows. Es decir, el sistema de traducción que conocemos como interfaz gráfica. El entorno gráfico traduce, actúa como intermediario, entre el código y el uso. El usuario no tiene que saber dar órdenes a la computadora en su idioma, porque éste ha sido traducido en iconos e imágenes. En los años 80 Apple, IBM y Microsoft desarrollan diversas interfaces gráficas. Aunque la primera en tener gran aceptación fue WordPerfect, desarrollada por Corel Corporation en 1982, la que tuvo más éxito fue Windows, de Microsoft, creada en 1985. El cambio de siglo ha estado totalmente determinado por esa nueva forma de leer. Hasta entonces, pese a los muchos sistemas de lectura que coexistían desde antaño, en Occidente predominaba la lectura textual, de arriba abajo, de izquierda a derecha. Convivía, entre otras formas de lectura espacio-temporales, con las gráficas (cuadros, fotografías, mapas, planos, viñetas) y con el zapping (el mando a distancia apareció en 1956, pero hasta los años 90 no se extendieron los “programas zapping”, es decir, los meta-programas de televisión, basados en el ensamblaje de fragmentos de otros programas).
Pero Windows y sus equivalentes cambiaron nuestra forma de leer, en diversas maneras: las ventanas nos obligan a la simultaneidad, a la velocidad, a la traducción entre lenguajes, a la apertura y al cierre, al link. Lo más parecido que existía en el ámbito del arte antes de los 80 eran los collages post-cubistas y las láminas de Aby Warburg, quien –como Borges o como Godard– nos enseñó a leer el futuro, gracias a lo que Georges Didi-Huberman ha llamado “una máquina de lectura” que trata de desentrañar el complejo sistema de relaciones en las que el hombre se encuentra comprometido (Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, 2011). Pero las diferencias son evidentes. Sobre todo tienen que ver con el dinamismo y con el estatismo. Windows, y su evolución en los exploradores, es un sistema de lectura terriblemente dinámico. Y físicamente interactivo. Lectoescritura que recorre, incesante, el circuito que une los ojos, el cerebro y las manos.
Como ha escrito Reinaldo Laddaga en Espectáculos de realidad (2007), en nuestros días “la letra escrita no está nunca enteramente aislada de la imagen (de la imagen en movimiento) y del sonido, sino siempre ya inserta en cadenas que se extienden a lo largo de varios canales”. El ensayista argentino insiste en que el lector contemporáneo ya no es capaz de discernir las fronteras que separan –teóricamente– los textos. Es decir: ¿Dónde termina el texto que estoy ahora mismo escribiendo? ¿En el cursor que parpadea? ¿En los grandes espacios en blanco que he dejado y que más tarde rellenaré? ¿En los márgenes tabulados? ¿En el marco del documento o en el marco de la pantalla? ¿Forma la barra de herramientas parte de este texto? La lógica dicta que no, pero constantemente el ratón me hace ir de estas líneas a las opciones de formato, de búsqueda, de revisión. La máquina de escribir imponía una sucesión espacial: línea por línea. Y una concentración mecánica: la fuerza de los dedos, la constatación de que la letra se había impreso, de que no faltaba tinta. El ordenador, en cambio, permite la escritura a intervalos, la reconstrucción, la corrección automática, el copiar y pegar; y –sobre todo– la conexión perpetua a vasos comunicantes, que ya no pueden ser interpretados únicamente como fuentes de documentación, porque se caracterizan por la interacción, por una escritura casi superpuesta a la lectura. En su ensayo Escrituras past (2011), Juan José Mendoza propone desde el mero título una fórmula para acercarse a esas nuevas hibridaciones: la mezcla del pastiche y del copy&paste. A renglón seguido propone varias etiquetas para las escrituras literarias de nuestra época: spam, en loop, scanner, sampler. Lo cierto es que, aunque el esfuerzo teórico de clasificación es sin duda necesario, nuestro cerebro combina constantemente esas cuatro opciones. De modo que la lectoescritura constante a que nos obliga la conexión constante supone una sucesión, siempre entremezclada, de contaminaciones, errores, aciertos, versiones, vueltas en círculo, escaneados, rutas de búsqueda, modificaciones: sampleos.
Con 25 años de vida y al menos 15 de presencia total y global, la penetración en otras plataformas de comunicación de ese sistema de lectura en ventanas ha sido masiva. Pienso en los telediarios, donde aparecen simultáneamente el presentador y el corresponsal; o el periodista y la imagen satélite. Pienso en la importancia de los mapas (a menudo prestados de Google) o de las infografías en la prensa contemporánea. Pienso en esta viñeta a doble página de
Neonomicon, de
Alan Moore; o en cómo los cómics han absorbido los formatos y las ventanas de la televisión y de la computadora.
Pienso en novelas que parecen discos duros de ordenador en que se van abriendo documentos, como
J-Pod (2006), de Douglas Coupland, o
Las teorías salvajes (2008), de Pola Oloixarac. O pienso en la película
The pillow book (1996), de Peter Greenaway, la primera película de la historia que incorporó la narración mediante ventanas; después de ella, el recurso se ha vuelto totalmente habitual, sobre todo en las películas de acción, pero no sólo en ellas.
La serie
24 basaba parte de su frenético ritmo narrativo justamente en la compartimentación de la pantalla, en la apertura y el cierre constante de ventanas. Pero lo cierto es que el fenómeno de las series norteamericanas del siglo XXI ignora, en líneas generales, el modelo Windows. Quiero decir con esto que las series son de algún modo anti-naturales. Pensemos en algunas de las canónicas:
The Wire, Mad Men, Breaking Bad, Deadwood, Treme. No sólo no responden al ritmo del zapping y defienden la unidad del plano, sino que además son lentas, incluso muy lentas, sobre todo comparadas con la velocidad del videoclip, del clipmetraje, del tweet, del estado de Facebook, de cualquier blog o diario, con sus links. En ese sentido, su éxito es un misterio, aunque la duración de cada capítulo sea mucho menor que el de un largometraje, lo cierto es que al contrario que éste te obliga a cierto grado de fidelidad, de modo que resulta sumamente extensa. En ella no hay nada nuevo que no sea histórico (es decir: la Historia es una generadora constante de novedades y, por tanto, cualquier producto histórico generará constantemente novedad), es decir, narrativamente lo que hace es sobre todo normalizar recursos que encontramos en la literatura, en el cine, en la publicidad, en el cómic, como el comienzo in media res, el flash-back, el flash-forward, el contrapunto, la tragicomedia, la dislocación, el símbolo, el monólogo o la voz en off. Todo ello sometido a la lógica y, sobre todo, a la extensión del folletín. Una extensión que es totalmente incompatible con el siglo XXI. ¿Quién dispone de 80 ó 100 horas para dedicárselas a las ocho o diez temporadas de una serie? La respuesta es tan paradójica como sencilla: todos nosotros.
Quizá la pregunta, por tanto, no sería tanto cómo se encuentra Windows y sus equivalentes en las series de televisión, sino cómo ha afectado Windows y sus equivalentes a nuestros cerebros y por qué estos, ahora, han asumido con normalidad la lectura de series de televisión. Sin saber gran cosa de neurología, yo diría que la clave está en la elipsis. La apertura y cierre de ventanas, la navegación por los exploradores, han estimulado en nosotros la capacidad de reconstruir vacíos, de tender puentes sobre grandes lagunas de información ausente. Al mismo tiempo, nos ha enseñado a leer de forma cada vez más compleja, tanto en lo micro (lo simbólico, los gestos) como en lo macro (las líneas argumentales, las alusiones a lo real). Las series son elípticas y son complejas. Somos capaces de ver varias al mismo tiempo y de no perdernos en los laberintos referenciales y dramáticos que plantea cada una de ellas. Varios críticos televisivos coincidieron en señalar como un defecto el exceso de líneas argumentales en
Boardwalk Empire. Pero con el tiempo hemos comprobado que simplemente rompía un límite, trazaba una nueva frontera. Somos capaces de seguir las derivas de muchísimos personajes. Porque lo que nos interesa no es una serie en concreto, si no el meta-fenómeno, la serialidad, y nuestro cerebro es capaz de reconstruir las elipisis entre escenas, capítulos y series enteras, y de seguir cientos de tramas paralelas. Nunca el ser humano había sido capaz de semejante esfuerzo intelectual.
Al mismo tiempo, las series encajan a la perfección en ese gran sistema de lectura de ventanas que se cierran y se abren, porque las descargamos o compramos en una página, las compartimos y comentamos en otras, las analizamos o recuperamos en otras. Y todas estas a su vez compartimentadas. Como miles de teselas de un gran mosaico, el que configuramos con la suma de nuestras miles de lecturas. Didi-Huberman insiste en la idea de que cierto tipo de atlas implica “renunciar a cualquier unidad visual y a cualquier inmovilización temporal: espacios y tiempos heterogéneos no cesan de encontrarse, confrontarse, cruzarse o amalgamarse”. Pura heterotopía. ¿No es eso lo que ocurre mientras estoy escribiendo este texto? ¿No está mi computadora haciendo copias automáticas de seguridad, cuya hora exacta quedará en cada caso registrada? ¿No es cada una de esas copias un estrato de la historia de este texto? ¿Cuántos emails habrán llegado a mi bandeja desde la última vez que maximicé el administrador? ¿No se está reactualizando incesantemente Internet, ese universo de tiempos y espacios rotos, mientras tengo ahí abajo, minimizado, mi navegador? La mesa o el mural de Warburg nos ayudan a pensar la pantalla compartimentada, que ha migrado del ordenador al televisor, al teléfono móvil, a la tableta. Se ha vuelto tan familiar como el tapete verde del juego del solitario. Naipes pixelados que, según una simbología antigua, serían huellas aún no pisadas que conducen al futuro.
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