A pesar de los avances científicos, todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay misterios que no dejan de asombrarnos cuando proyectamos la mirada sobre ellos. Son profundidades que hacen patentes nuestra pequeñez y desconocimiento ante el mundo en que vivimos. Que nos recuerdan cuál es nuestro lugar en el universo y son una cura de humildad.
La palabra sapiens significa ‘sabio’ en latín. El que este calificativo pueda aplicarse de verdad a los humanos está aún por decidir.
Jeremy Narby, El misterio último
El ego constituye una curiosa construcción [1] mental en la que convergen los aportes de diversas disciplinas psicológicas, manifestándose como un concepto voluble que cada individuo moldea según su experiencia. De tal modo que su mesura o desmesura forman parte del tenso paisaje de nuestra convivencia en sociedades multiculturales cada vez más complejas. Bajo esta máscara que llamamos «ego», existen otras regiones que resulta más difícil gestionar, porque se requieren virtudes poco frecuentes en un mundo intensamente competitivo, adicto a la hiperconexión digital y a la aceleración tecnológica. Pero allí donde miremos, priorizando la emergencia climática, los desafíos son elocuentes: estamos inmersos en «nuevas profundidades» conscientes e inconscientes que están alterando drásticamente nuestra visión del mundo, la vida y el universo. Veamos algunos de los principales focos de atención, guiados por la exploración de territorios para los que todavía no hay mapas definitivos.
Un punto azul pálido
El 14 de febrero de 1990, a seis mil millones de kilómetros de la Tierra, la sonda espacial Voyager 1 realizó una fotografía de nuestro planeta que con el tiempo se ha convertido en una referencia ineludible para la escuela de humildad que necesitamos en todos los ámbitos de la existencia. Carl Sagan, el gran científico y divulgador estadounidense, dedicó a esta imagen un texto que sintetiza como pocos nuestro lugar en el universo conocido, y forma parte de ese gran aprendizaje de humildad que todas las disciplinas científicas deberían incluir como ética esencial, tal como sostiene el propio método científico. Aunque existen teorías que son ampliamente respaldadas por la evidencia analítica y la experimentación, con un alto grado de consenso, ninguna teoría científica puede considerarse como definitiva o absoluta.
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Y sin embargo, en ese punto azul pálido ha transcurrido todo lo que la desaforada historia humana nos enseña sobre el afán sin límites, la soberbia antropocéntrica y los equívocos de nuestros antiguos paradigmas. Cada paso que hemos dado en el descubrimiento del cielo ha sido una cura de humildad, una nueva conciencia sobre la inconcebible magnitud del espacio sideral, con todas sus incontables estrellas, planetas, galaxias, constelaciones y agujeros negros, así como la materia y energía oscuras. Todo lo que no sabemos, todo lo que ignoramos, pese a que ya sepamos lo suficiente como para reformular una vez más nuestro lugar en el cosmos.
Esta nueva profundidad multidimensional es muy reciente. Un instante en términos de tiempo profundo.[2] El giro copernicano debería haber erosionado nuestros proverbiales antropocentrismo y antropomorfismo, pero en la tercera década del siglo XXI no quedarían excusas para admitir que, como planeta y como especie, no somos el centro de nada, excepto quizá de nuestro propio destino.
Asumir estas evidencias no implica negar nuestra búsqueda milenaria de una sabiduría perenne, ni la necesidad de desentrañar los grandes secretos de la vida y del mundo. Al contrario, es la esencia del conocimiento científico, filosófico y poético, tal como ha sido concebido por sus mejores exponentes. Su carácter falible garantiza una cordura epistemológica (y ontológica), frente a los fundamentalismos y fanatismos que alimentan las ideologías del odio, la exclusión y la guerra.
La fotografía del Voyager 1 nos presenta, además, una intensa paradoja. Por un lado, nos resitúa drásticamente en el marco de las escalas cósmicas recordándonos nuestra pequeñez. Pero al mismo tiempo es un estímulo para expandir el asombro ante todo lo que una mota de polvo puede ocultar. La desmesurada magnitud del universo visible se contrapone con la gran danza invisible que la física cuántica nos revela sobre los componentes esenciales de la materia.
Enigmas de lo visible y lo invisible entrelazados en una nueva dimensión de la profundidad.
Mundos abisales
Su cuerpo está cubierto de escamas translúcidas con extrañas deformaciones, como si hubiese sido moldeado por fuerzas misteriosas. Sus grandes ojos amarillos brillan en la oscuridad. El efecto es hipnótico y perturbador. Su boca está llena de dientes afilados y desiguales. Posee una serie de apéndices luminosos que emiten una luz azulada y fantasmal. Soporta una presión hasta cien veces mayor que en la superficie. Los científicos lo han bautizado como Melanocetus Johnsonnii, o pez abisal negro o pez brujo. Fue portada de la revista Time en julio de 1995. Bien podría concebirse como una criatura alienígena.
Sin embargo, este pequeño «monstruo» es solo uno de los cientos de especies que habitan las profundidades oceánicas: ese vasto territorio, desconocido en su mayor parte, que alcanza en la Fosa de las Marianas una profundidad máxima de 10.984 metros. En los abismos marinos viven calamares gigantes, escualos jurásicos, peces vampiro, cangrejos yeti, camarones mantis, arañas translúcidas, pulpos elefante, medusas de inconcebible belleza, todos ellos adaptados a unas condiciones extremas de presión y de ausencia de luz.
La fauna y la flora abisal han sido estudiadas desde hace décadas en exploraciones pioneras, como las de Auguste Piccard (1960) –con hazañas todavía no superadas–, u otras más recientes, como Five Deeps (2019), un relevamiento de las principales fosas marinas en los cinco océanos. Un proyecto cuyos objetivos más loables están orientados a la investigación rigurosa de la piel marina más profunda, esa zona de intensa oscuridad de la que dependen más cosas de las que imaginamos. Son los ecosistemas abisales que sustentan las espirales de la biodiversidad ascendente, influyendo en las corrientes oceánicas que juegan un papel decisivo en la aceleración o atenuación del cambio climático.
La extraña llamada del mundo abisal alimentó la ciencia y el arte de finales del siglo XX, pero ahora disponemos de un ingente número de publicaciones científicas, artículos de divulgación, documentales, podcast, series televisivas, ficciones especulativas, cómics e hilos de Twitter (X) que replican lo que las profundidades oceánicas nos están revelando en un momento crucial para la supervivencia de la vida en un planeta que también podría llamarse Agua.
Podemos descubrir los fascinantes dibujos de Ernest Haeckel, uno de los padres de la ecología, o dejar que nuestra imaginación se nutra con las ilustraciones de artistas como Wayne Barlowe o Ryohei Hase; podemos insistir en el carácter visionario de Julio Verne, leer Starfish de Peter Watts o ingresar en la misteriosa área X creada por Jeff VanderMeer. Y también podemos regresar a las criaturas ominosas de H.P. Lovecraft, una referencia ineludible de la literatura fantástica más inquietante. Pero quizá todos los esfuerzos realizados para representar dioses o entidades como Cthulhu, Dagon, los Deep Ones o los Elder Things no alcancen para imaginar lo que yace en el fondo de los océanos. Todo lo que mora en ese umbral.
La obsesión por la forma de los monstruos que habitan nuestro inconsciente es al mismo tiempo un reflejo de nuestros miedos más ocultos y una puerta para reinterpretar y reinventar nuestra relación con Gaia y con las inteligencias colectivas como el enjambre, la colonia y la colmena.[3] En la novela de Frank Schätzing El quinto día, el abismo pelágico se convierte en un gran organismo «autoconsciente», advirtiendo a la humanidad de su inmenso poder para acabar con la sistemática explotación y contaminación de los océanos. Y también dejando una fisura donde la humildad ante lo desconocido sea una guía esperanzada, empática y perseverante. Después de todo, existe un consenso unánime a la hora de aceptar que lo que conocemos de los fondos marinos es tan solo una pequeña parte de lo que nos queda por conocer.
El inconsciente profundo
Creamos sondas que viajan más allá del sistema solar, sofisticados batiscafos para explorar los mundos abisales, y también disponemos de herramientas para continuar iluminando las zonas más oscuras de nuestra psique. Profundidades interconectadas, la última de las cuales nos enfrenta a una dimensión de nuestra conciencia e inconsciencia que reclama una especial atención. En esta escuela de humildad psiconáutica, la obra de Carl Gustav Jung [4] puede convertirse en un faro privilegiado.
Como es bien sabido, Jung tuvo varias discrepancias con Sigmund Freud, su mentor y colega en el estudio de la psicología profunda. Si Freud pensaba que la energía psíquica estaba principalmente orientada hacia la sexualidad, Jung amplió el concepto de libido para incluir también una fuerza erótica decisiva en el crecimiento personal espiritual. Ese Eros trascendente lo llevo a concebir un inconsciente colectivo que contiene patrones y símbolos universales compartidos por toda la humanidad. Nuestros sueños no solo serían, como proponía Freud, expresiones de deseos reprimidos, sino también mensajes simbólicos del inconsciente que revelan los aspectos más profundos de la psique, y cuya experiencia e interpretación nos guían en el proceso de individuación, orientado a aceptar las intensas fuerzas opuestas que nos habitan y a intentar reconciliarlas para trazar un mapa más completo del alma humana.
Al psicólogo suizo debemos también la idea de sincronicidad: una coincidencia significativa de acontecimientos que no están causalmente relacionados pero que pueden resultar «pruebas» con un significado simbólico o psicológico determinante. Según Jung, «lo inesperado y lo inaudito son propios de este mundo». El absurdo o el sentido que la vida humana pueda tener depende de una exploración cada vez más profunda de nuestra singularidad y nuestra ignorancia. La humildad psiconáutica de Jung es una referencia contundente para continuar adentrándonos en los enigmas de la existencia. Y lo es tanto para vislumbrar respuestas a preguntas eternas como para asombrarnos de un viaje milenario hacia los estadios más evolucionados de la conciencia. He allí una profundidad que se vincula estrechamente con las profundidades mencionadas anteriormente, y que debería seguir cultivándose para admitir, como el propio Jung, que no podemos formarnos un juicio definitivo porque el misterio de la vida y del universo y el fenómeno humano son todavía demasiado grandes.
[1] La palabra ego (o yo) proviene del latín y es una «construcción cognitiva» que la humanidad ha elaborado a través de los siglos hasta llegar a los enfoques modernos de la psiquiatría, el psicoanálisis y las neurociencias. La entrada de Wikipedia supone una primera aproximación, pero obviamente no agota todas las concepciones y discusiones de las disciplinas mencionadas.
[2] Existen diferentes puertas de entrada para la comprensión del concepto de «tiempo profundo». Esta es una de ellas. Cabe recordar que comenzar a entender nuestra conversión en una fuerza geológica capaz de alterar sustancialmente la biosfera lleva implícito escalas temporales con las que nos resulta difícil relacionarnos. El Antropoceno es precisamente esa era en la que tomamos conciencia, entre otras cosas, de los diferentes tiempos que se despliegan en el mundo mineral, vegetal y animal.
[3] El estudio de las inteligencias colectivas en el reino animal y vegetal ha suscitado diversos enfoques y clasificaciones que, en algunos casos, pueden tener límites difusos. Se habla de inteligencias colectivas jerárquicas o centralizadas, como la colmena, y de estructuras colectivas no jerárquicas, caracterizadas por la colaboración y cooperación entre sus miembros, como los cardúmenes de peces, las bandadas de aves, las colonias de bacterias o los propios bosques y selvas. Es evidente que el aprendizaje que podamos obtener de estos sistemas puede influir en la manera en que nos organicemos social y políticamente.
[4] Carl Gustav Jung (1875-1961) es uno de los grandes amplificadores de la conciencia y la imaginación humanas. Su vasta producción, que incluye obras publicadas post mortem como El libro rojo (2009), es una extraordinaria exploración de la psique humana que puede completarse con el relato de su vida que Jung emprendió a los ochenta y un años con la ayuda de su colega y amiga Aniela Jaffé. Véase Carl Gustav Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos (Editorial Planeta, 1964, 2022).
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