El sentido cuántico IV: ¿Por qué?

La física cuántica cuestiona varias de las concepciones intuitivas que construimos tras la interacción diaria con el mundo físico para darle sentido. Una de las más profundas es la causalidad, ya que la cuántica demuestra que puede existir un suceso sin ninguna causa.

Un científico de CSIRO examina un bloque de hormigón en la División de Investigación de Edificación CSIRO de Melbourne

Un científico de CSIRO examina un bloque de hormigón en la División de Investigación de Edificación CSIRO de Melbourne | CSIRO | CC BY 3.0

El porqué nos transforma de procesadores de hechos a buscadores de causas, a explicadores del mundo. ¿Pero podemos concebir un suceso sin causa, puramente aleatorio? El test de Bell demuestra que el resultado de la medida sobre una partícula cuántica emerge en el momento de la medida, es decir, que antes de la medida la realidad no está definida. Así, cuando se trata de física cuántica, la cadena de porqués tiene un origen aleatorio, y para orientarnos en esta incertidumbre necesitamos un nuevo sentido.

Otoño. Con la cuarta estación del año llega la última entrega de «El sentido cuántico». El invierno pasado, al recibir el año nuevo, propusimos afilar el sentido del humor en busca de un nuevo sentido y prepararnos para entender la física cuántica como uno se dispone a leer un libro de Chesterton: sabiendo que un orden rico y desconcertante va a salir de la nada para quedarse para siempre. En la primavera, con el vigor de la savia y la sangre, nos aventuramos a retorcer el sentido en círculos viciosos y paradojas. Con la madurez del verano, ya recobrada la simpatía por lo claro y lo manejable, invitamos a replantear los fenómenos cuánticos en términos del concepto de información, esclareciendo el sentido de manera significativa. En otoño toca el recogimiento, la reflexión y la bajada a las profundidades.

Si imaginamos las palabras como estanques de agua subterránea, con sus fuentes frescas de las que bebemos y sus ríos freáticos que las comunican, a distintas profundidades del estanque «sentido» nadan peces ­–algunos antiguos, pesados y lentos, otros más pequeños, rápidos y ágiles– que se pasean también por los estanques «percepción», «observador», «realidad», «norma», «dirección»,  «flujo», «porqué». De todos ellos, creo que se puede decir que el más fundamental, el de aguas profundas más tranquilas, es el estanque «porqué».

El «porqué», la relación entre la causa y el efecto, parece ser (aunque todo es discutible) que está enraizada en nuestros procesos mentales desde tiempos muy antiguos.

Uno puede preguntarse qué capacidad de nuestro cerebro es la responsable de que podamos pensar en términos causales. El historiador Yuval Harari dice (aunque todo es discutible) que es nuestra capacidad de imaginar, de visualizar en la mente lo que no está frente a nuestros ojos. Podemos convertir un hecho en un efecto porque podemos situarlo mentalmente cerca de otro hecho, y podemos relacionarlos mediante una conexión causal.

Uno puede preguntarse también si necesariamente hemos de entender el mundo en términos causales. El científico de la computación Judea Pearl ha dedicado gran parte de su carrera y sus libros –especialmente el último, The Book of Why. The New Science of Cause and Effect– a defender el papel de la causalidad (A es la causa de B) frente al más general de la correlación (la presencia de A está fuertemente correlacionada con la presencia de B) como elemento clave en la misión de entender o explicar, especialmente en su trabajo en el ámbito de la inteligencia artificial.

Judea Pearl. The Mathematics of Causal Inference: with Reflections on Machine Learning | Microsoft Research

El libro de Pearl comienza con una anécdota, entre analítica y poética, en la que explica que ya de adulto, en una de sus muchas relecturas del libro del Génesis, se fijó en un detalle que hasta entonces le había pasado inadvertido: Dios, al descubrir que Adán y Eva habían comido de la fruta prohibida, les preguntó a cada uno por separado qué habían hecho, y ambos respondieron que habían comido del fruto prohibido porque Eva y la serpiente, respectivamente, se lo habían ofrecido. Es decir, Dios preguntó «qué» y ellos respondieron «porqué». Pearl convierte este detalle en oro puro. Primero le sirve para identificarlo como una diferenciación entre hechos y razones. Las historias, las explicaciones, los relatos están formados por razones, no por hechos. Es decir, hay una diferencia entre la manera de entender el mundo como meros procesadores de hechos (establecer correlaciones) y como buscadores de causas. Y aquí es donde viene la poesía: se necesita un fruto nuevo, un empujón, una intervención de fuera, para pasar de los hechos a las razones. Es lo que Pearl llama la escalera de la causalidad. Lo que nos transforma de procesadores de hechos a buscadores de causas, a explicadores del mundo. Imagino que este punto también es debatible, pero es innegable que la idea es tan bonita como inspiradora.

Esta faceta nuestra de buscadores de causas no nos convierte en identificadores de una causa única, de una cadena de sucesos; se trata de ser capaces de extraer información cada vez más compleja para poder afinar cada vez más la composición relativa del conjunto de cosas que favorecen la aparición de cierto suceso. No se trata pues de sacar conclusiones sobre el verdadero funcionamiento del mundo. Es experimentalmente inasumible, en la mayoría de los casos, demostrar o descartar con rigor absoluto que cierto suceso A sea la causa de otro suceso B.

Nosotros, los sapiens, los que lucimos la capacidad de imaginar y la usamos para extraer relaciones invisibles del entorno, relaciones que nos han servido para convertirnos en la especie con la ciencia y tecnología más avanzada, ¿podemos concebir también un suceso que no tenga ninguna causa, un suceso puramente aleatorio? Podríamos responder que sí: de hecho, de entre todas las cosas imaginables, hemos creado los juegos de azar. Pero cuando lo analizamos detenidamente, el azar en estos juegos no se basa en la ausencia de causas, sino en la ausencia de control sobre todas las condiciones que determinan que pase una cosa concreta entre muchas posibilidades.

La declaración «existe un suceso que no tiene ninguna causa» parece también imposible de demostrar experimentalmente. Siempre se puede objetar que esa causa existe, pero que no se ha identificado todavía. Sin embargo, existe un experimento que demuestra que cierto tipo de fenómenos son puramente aleatorios. Este experimento es el test de Bell, y el tipo de fenómenos que describe son las medidas de las propiedades de las partículas cuánticas.

Bell’s Theorem: Drama in four acts | ICFOnians

El físico John Bell diseñó este experimento en 1964 para zanjar una discusión que parecía interminable: la de los partidarios de la interpretación de Bohr de la física cuántica, que defendían que el azar estaba en el corazón de los procesos fundamentales de la naturaleza, y la de los partidarios del «Dios no juega a los dados» de Einstein, que proponían la búsqueda de teorías basadas en ciertas variables ocultas como responsables de este comportamiento  aparentemente aleatorio.

¡Pero la búsqueda de las variables ocultas podía durar para siempre! ¡La disputa filosófica sobre el azar podía no tener fin! El fracaso a la hora de encontrar las variables ocultas podía deberse a que simplemente estaban ocultas. ¿Cómo se puede demostrar que algo no existe? ¡Es lógicamente imposible!

El ingeniosísimo método propuesto por Bell permite diseñar experimentos que demuestran que los resultados de las medidas sobre una partícula cuántica emergen justo en el momento de la medida. Demuestra que no es posible que estuviera determinado, antes de comenzar el experimento, por ningún conjunto de valores para las supuestas variables ocultas. Es decir, demuestra que los resultados de la medida son puramente aleatorios.

Además de zanjar la discusión Einstein-Bohr y de contribuir a esclarecer la naturaleza de la mecánica cuántica, el test de Bell es la base de una nueva clase de tecnologías cuánticas, en particular de la criptografía cuántica, la seguridad de cuyos protocolos se basa en la aleatoriedad certificada por este experimento.

Si no hay «porqué», si aceptamos que los resultados de la medida son aleatorios, tenemos que aceptar que antes de medir, antes de la acción del observador, la realidad no está definida. De modo que más allá de la física y la tecnología, el test de Bell tiene profundas implicaciones filosóficas sobre lo que entendemos como realidad y la relación entre observador y realidad.

Ya que existe un experimento que demuestra que los peces de «porqué» tienen dificultades para acceder al estanque de «cuántica» y sin embargo se pasean tranquilamente por «sentido», el test de Bell es también la demostración definitiva de que para entender la física cuántica se necesita un nuevo «sentido».

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  • Jesús | 04 septiembre 2019

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