
Ordenador de la NASA, Washington D.C. | NASA | Dominio público
Internet ha remodelado las relaciones de poder en los ámbitos políticos, económicos y culturales. Acercarnos a la red como régimen nos permite entender mejor sus dinámicas internas que, por otro lado, se dejan sentir más allá de sus fronteras.
Hay innumerables formas de imaginar la política de internet. Un enfoque sociológico habitual es considerar Internet como un campo social, donde las corporaciones, los gobiernos, los activistas y otras partes interesadas compiten por el poder y la influencia. Esta es una óptica útil para interpretar la capacidad de acción y de lucha de estos actores sobre funciones sociales específicas de Internet. Por ejemplo, nos permite contemplar la adquisición de Twitter por parte de Elon Musk como un movimiento para lograr hegemonía sobre la esfera pública, con múltiples oleadas de migraciones de usuarios a plataformas alternativas como Bluesky y Mastodon que son el reflejo de la salida de un espacio digital no fiable motivada por cuestiones ideológicas.
Sin embargo, comprender Internet como un campo social es reducirlo a una esfera limitada de interacción social y, por tanto, pasar por alto sus cimientos materiales. Esto es un grave error, porque estos cimientos materiales estructuran el papel de Internet en la configuración de la gobernanza, las normas y las relaciones de poder en múltiples ámbitos.
Una perspectiva alternativa podría ser imaginar Internet como un régimen. A diferencia de un campo, que está contenido y configurado por sus propias dinámicas internas, un régimen opera como una estructura de gobernanza y control globales, estableciendo las reglas y normas que afectan a múltiples campos de manera simultánea. Como régimen, Internet integra el poder corporativo y estatal con una lógica específica, regulando no solo sus propias operaciones sino influyendo también en la política, en la cultura, en la economía y en la organización espacial a escala global. Es un sistema de soberanías superpuestas, en el que actores como los estados y las corporaciones negocian el control sobre los materiales, la infraestructura, los datos y los usuarios, reflejando luchas territoriales y geopolíticas más amplias.
Abordar Internet como un régimen es mirar más allá de la competición localizada característica de los campos sociales para examinar cómo se configuran y regulan simultáneamente múltiples campos. Una medida como esta recuerda al tratamiento del petróleo que hacía Reza Negarestani en Ciclonopedia: Complicidad con materiales anónimos, su emblemática obra sobre la investigación especulativa. En este libro insólito, el filósofo iraní desentraña las fuerzas subterráneas que configuran las dinámicas geopolíticas, presentando una visión inquietante del petróleo como una entidad tanto material como metafísica que redefine la existencia humana. Como el petróleo en Ciclonopedia, Internet puede entenderse como un agente conspirador de soberanía distribuida: descentralizada, generalizada y casi Lovecraftiana en su indiferencia hacia los sistemas humanos.
Desde esta perspectiva, y de manera crucial, Internet no «pertenece» a una única entidad. En su lugar, desestabiliza las nociones humanas de control y soberanía, infectando el paisaje geopolítico y obligando a las naciones, a las economías y a los ejércitos a participar en su expansión. Como régimen, Internet funciona como mínimo a través de tres dinámicas entrelazadas: la contestación de la hegemonía cultural, la intensificación de la clasificación social y la influencia estructuradora del poder espacial y territorial. Estas dinámicas no son inconexas, sino mutuamente constitutivas, la espiral creciente de una estructura ciclónica susceptible de amplificar la desigualdad y la dominación a escala mundial.
IA, desigualdad y el agravamiento de las crisis de la democracia
Como una inteligencia computacional integrada en este régimen, la inteligencia artificial (IA) es tanto un subproducto como un motor de las dinámicas descritas más arriba, que plantea preocupaciones existenciales sobre la libertad humana, las instituciones democráticas y las implicaciones ontológicas de la capacidad de acción maquínica. A través de los sesgos integrados, la lógica estructural y el alineamiento con imperativos corporativos y estatales, la IA funciona a la vez como un espejo y amplificador de las desigualdades existentes. En el centro del impacto de las inteligencias artificiales en la democracia se encuentran el sesgo algorítmico y la clasificación social. Los sistemas de inteligencia artificial, entrenados con conjuntos de datos históricos y programados con lógicas imperfectas, integran prejuicios sistémicos en sus decisiones automatizadas. Ya sea mediante la calificación crediticia, la vigilancia predictiva o el reconocimiento facial, estas tecnologías reproducen e intensifican las jerarquías existentes, lo que conduce a que las desigualdades sean a la vez escalables y opacas.
En este sentido, lejos de democratizar las oportunidades, la IA está preparada para afianzar la exclusión, debilitando los principios de equidad y representación equitativa fundamentales para los ideales democráticos. Sin embargo, la amenaza no es meramente estructural. La manipulación de la opinión pública a través de la inteligencia artificial, en particular en las redes sociales, convierte los algoritmos en armas para amplificar las ideologías dominantes y suprimir las voces discrepantes. Mediante la configuración del discurso para favorecer los intereses corporativos o estatales, la IA distorsiona el libre intercambio de ideas, exacerba la polarización y debilita los procesos deliberativos que son vitales para la gobernanza democrática.
Estas dinámicas se ven agravadas por la centralización del poder en manos de unos pocos actores dominantes —gigantes tecnológicos y estados autoritarios— que priorizan el beneficio, el control y la eficiencia sobre la transparencia y la responsabilidad. La naturaleza monopolística del desarrollo de la inteligencia artificial garantiza la concentración de beneficios, mientras que los riesgos se externalizan al gran público. Simultáneamente, la vigilancia y el control impulsados por la IA amplían el alcance de los actores estatales y corporativos a las esferas más íntimas de la vida. Presentadas como herramientas de seguridad o comodidad, los sistemas de vigilancia basados en IA supervisan, predicen y manipulan el comportamiento, reduciendo la libertad de expresión, de asociación y la privacidad, piedras angulares todas ellas de cualquier democracia que funcione.
La erosión de la autonomía y el auge de la exclusión digital
Las amenazas que la IA plantea a las libertades humanas son igual de profundas. La erosión de la autonomía es, tal vez, la más insidiosa, porque los sistemas de inteligencia artificial median en todo, desde las elecciones que realizan los consumidores a la formación de parejas y, por extensión, a la reproducción humana. La lógica de la recomendación algorítmica dirige sutilmente comportamientos y constriñe opciones, sustituyendo la capacidad de acción con una simulación comisariada de elección. Junto a esto encontramos la mercantilización generalizada y la explotación de los datos personales, donde los individuos quedan reducidos a depósitos de información, extraídos y monetizados sin un consentimiento real. No se trata de una simple invasión de la privacidad, sino que esta queda destruida a medida que las vidas humanas se fragmentan en conjuntos de datos optimizados para el beneficio corporativo.
Por último, la IA intensifica la exclusión digital, porque ensancha el abismo entre quienes pueden acceder y beneficiarse de estas tecnologías y los que se quedan atrás. La brecha digital, que ya dependía de la clase, de la geografía y de la educación, se convierte en un lugar de marginación estructural que niega nuevas oportunidades a quienes carecen de las capacidades o de los recursos para participar en la economía digital. Para muchos, la exclusión de los sistemas impulsados por la IA se traduce en la exclusión de la vida económica, social y política.
El impacto de la IA, por tanto, no puede reducirse al determinismo tecnológico ni a un mal uso aislado. Refleja y amplifica lógicas más profundas de gobernanza neoliberal, mercantilización y vigilancia, y plantea amenazas existenciales a los ideales de la democracia y a los cimientos de la libertad. Su trayectoria no es inevitable, pero para desafiarlo es necesario enfrentarse a estas lógicas de lleno: reimaginar el desarrollo y la gobernanza de la IA, no como herramientas de dominación sino como sistemas al servicio de la igualdad, la transparencia y la autonomía.
La máquina soberana de la gubernamentalidad algorítmica
Juntos, Internet y la inteligencia artificial cristalizan lo que Mezzadra y Neilson denominan «la máquina soberana de la gubernamentalidad», un mecanismo que de manera simultánea impone límites y gestiona poblaciones. Es un aparato dinámico que fusiona el poder soberano para delinear excepciones y exclusiones con el imperativo gubernamental para el control de la propia vida. No se trata de un proceso ordenado. Es un terreno en expansión, disparejo y profundamente disputado donde el poder opera a través de las infraestructuras del capitalismo digital y donde la resistencia, aunque a menudo fragmentada, persiste.
En el corazón de esta máquina reside la capacidad de la soberanía para imponer límites (fronteras no tanto territoriales como algorítmicas, pero no menos reales que el muro de Donald Trump). Las plataformas impulsadas por IA regulan flujos de visibilidad, acceso e inclusión. Los algoritmos deciden quién aparece en nuestras pantallas y quién queda relegado a la oscuridad, imponiendo exclusiones que parecen naturales pero que no son en absoluto neutrales. La moderación de contenido, la vigilancia predictiva y los sesgos algorítmicos exponen este proceso como una forma de soberanía digital, es decir, una capacidad para declarar quién pertenece, quién es visto y quién es otrificado. En este sentido, la soberanía trata esencialmente de la excepción: el poder de decidir quién queda fuera de las reglas y qué significa esto. Ya sea a través de algoritmos de contratación sesgados, de herramientas de reconocimiento facial que no «ven» a determinadas personas o de regímenes de censura opacos, la IA reproduce una y otra vez límites que se ajustan a las jerarquías sociales existentes. Estas exclusiones, lejos de ser errores accidentales, son fundamentales para el funcionamiento del sistema.
Si la soberanía impone límites sociales, entonces la gubernamentalidad opera dentro de ellos, gestionando poblaciones y procesos vitales de maneras cada vez más granulares, automatizadas y extractivas. En este sentido, la IA no se limita al procesamiento de datos: regula el comportamiento. Cada clic, cada scroll o cada búsqueda se vuelven medibles, predecibles y procesables. Las plataformas implementan este conocimiento para optimizar la atención, orientar elecciones y extraer valor, creando una forma de gobernanza mediante datos que al mismo tiempo configura las subjetividades individuales y disciplina sus actos.
Aquí es donde el biopoder de Foucault se encuentra con las exigencias del capitalismo. Internet, como un espacio tanto de libertad como de vigilancia, hace de la vida misma una materia prima para ser extraída. La proliferación de los sistemas de IA en todo, desde la publicidad a los servicios públicos, facilita la gestión, la segmentación y la mercantilización del comportamiento humano. Aquí, las personas no son meros usuarios o ciudadanos: son puntos de datos, mercancías y, en última instancia, peones cuya actividad genera beneficios sin reconocimiento alguno.
Como una máquina de extracción, Internet y la IA expanden lo que Mezzadra y Neilson llamarían las fronteras del capital. El valor ya no se limita a los lugares de producción tradicionales, sino que se extrae del tejido mismo de la vida cotidiana. Las publicaciones en las redes sociales, los curros en vehículos compartidos, los historiales de búsqueda… Todos ellos se convierten en grano para el molino del capitalismo digital. En este contexto, la soberanía es tanto económica como política: las plataformas actúan a la vez como gestoras de la circulación y como ejecutoras de las jerarquías, desfalcando las ganancias del trabajo mal pagado al tiempo que se aseguran de que los flujos de capital y datos discurren con fluidez entre las fronteras que ellas mismas vigilan.
Sin embargo, la soberanía nunca es absoluta. Al contrario, se negocia constantemente. La resistencia, por fragmentada que esté, desafía continuamente los límites que impone, ya sea por medio de la acción directa, de la intervención estatal o de los movimientos de base. Puede parecer que el régimen de Internet prospera en las desigualdades, pero su mayor debilidad es, precisamente, su asimetría. Al trazar los puntos de estrangulamiento de este régimen —sus monopolios, sus exclusiones algorítmicas y sus vulnerabilidades geopolíticas—, empezamos a entender dónde se concentra el poder y dónde pueden residir las oportunidades para la transformación. Para ilustrar lo anterior, consideremos brevemente una estructura crucial en la máquina soberana de la gubernamentalidad algorítmica: la cadena de suministro de la empresa tecnológica Nvidia.
Puntos de estrangulamiento y vulnerabilidades geopolíticas en la cadena de suministro de Nvidia
Nvidia desempeña un papel crucial en la geopolítica global debido a su dominio en la industria de los semiconductores, sobre todo en la producción de las unidades avanzadas de procesamiento gráfico (GPUs) que son esenciales para la IA, los videojuegos y la automatización. Pese a todo, la cadena de suministro altamente compleja de la compañía pone de manifiesto un sistema económico global plagado de desigualdades, cuellos de botella y tensiones en aumento. En efecto, la cadena de suministro de los semiconductores nos da una idea bastante detallada de quién paga el precio del progreso tecnológico, dónde se concentra el poder y cómo este sistema produce vulnerabilidades estructurales.
Si consideráramos la cadena de suministro de Nvidia como un mapa urbano transnacional —una red de nodos vinculada a flujos de bienes, capital y mano de obra—, los puntos de estrangulamiento serían las callejuelas estrechas en las que la presión aumenta y el movimiento se constriñe. De forma crítica, estos puntos de estrangulamiento no son rasgos accidentales sino estructurales del sistema. Por tanto, atienden a ciertos conjuntos de intereses específicos y excluyen otros.
Lo más destacado de la cadena de suministro de Nvidia es el intenso nivel de interdependencia global que requiere. Desde la extracción de materias primas al diseño, la manufactura y el ensamblaje, los productos de Nvidia se mueven por un paisaje geopolítico enormemente fragmentado. Al igual que otros gigantes tecnológicos, la empresa ha adoptado la producción «justo a tiempo» y la subcontratación, modelos de rendimiento que los accionistas celebran pero que incorporan niveles importantes de precariedad en el propio sistema, como se hizo más que evidente en el momento álgido de la pandemia de Covid-19.
Esta fragilidad no es un accidente. Es un producto de la interdependencia convertida en arma que Beaumier y Cartwright (2023) definen como la capacidad estadounidense para «coaccionar las redes de producción globales» aprovechándose de su control sobre las tecnologías de diseño (principalmente a través de las protecciones de propiedad intelectual), interrumpiendo las cadenas de suministro para contener de manera estratégica el desarrollo tecnológico chino. Para Nvidia, este juego de ajedrez geopolítico crea una incertidumbre económica, ya que mercados como China representan simultáneamente una demanda masiva de consumo y espacios de exclusión bajo las restricciones impuestas por Estados Unidos.
No obstante, el punto de estrangulamiento más conocido de Nvidia es su principal socio fabricante, la Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC). TSMC produce más del 90 por ciento de los chips lógicos más avanzados del mundo. La dependencia de Nvidia en este único nodo es un buen ejemplo de los riesgos asimétricos integrados en las redes de producción globales. La posición de Taiwán entre Estados Unidos y China ha transformado la isla en un territorio muy disputado donde las luchas de poder se libran mediante controles a la exportación, sanciones y políticas industriales nacionalistas. A medida que China intensifica sus esfuerzos para lograr una industria de semiconductores autosuficiente, los controles de exportación contra Huawei y la Ley CHIPS de 2022 reflejan el desplazamiento de la superpotencia occidental en declive hacia el tecnonacionalismo. En efecto, tanto Trump como Biden han tratado de priorizar la seguridad de la industria tecnológica del país en el transcurso de sus presidencias, invirtiendo miles de millones para «repatriar» la producción de semiconductores.
Grietas en el régimen
Internet ha reconfigurado las relaciones de poder en el terreno político, económico y cultural. Como las infraestructuras de extracción y de control, Internet y la inteligencia artificial fusionan la lógica del capital con la gubernamentalidad algorítmica, convirtiendo la vida humana en materia prima con fines de lucro. Desde los sesgos algorítmicos que agravan las desigualdades sociales a la monopolización de la IA por parte de las entidades corporativas y de los estados, estas tecnologías amplifican las jerarquías existentes, al tiempo que afianzan aún más las exclusiones: digital, económica y políticamente.
Aun así, estos sistemas no son invencibles. Sus vulnerabilidades estructurales se aprecian con total claridad en los puntos de estrangulamiento de la cadena de suministro, en los fallos algorítmicos, en las tensiones geopolíticas y en los conflictos laborales. La dependencia de la industria de los chips en una sola empresa (Nvidia) y la dependencia de esta empresa en un único fabricante ilustran a todas luces esta fragilidad. El poder que ostentan los nodos individuales en la cadena de suministro de los semiconductores pone de relieve cómo la interdependencia convertida en arma intensifica las disputas geopolíticas, convirtiendo Internet y la IA en campos de batalla fundamentales en la lucha por la soberanía tecnológica y territorial.
De la producción de redes a las plataformas, de las cadenas de suministro a los sistemas de vigilancia, el régimen de Internet opera de manera desigual, creando fisuras a múltiples niveles. Reconocer estas fisuras —y comprender las lógicas espaciales, infraestructurales y políticas que las sustentan— es crucial para identificar vías de contestación y transformación. Reclamar Internet y la IA no tiene tanto que ver con el desmantelamiento de la propia tecnología que con hacer frente a los sistemas de poder que la configuran, y con la construcción de infraestructuras que no estén arraigadas en la extracción y en el control sino en la equidad, en la autonomía y en la gobernanza democrática.
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