El lenguaje y lo real

Las palabras no sólo explican y ordenan la realidad en su dimensión material, también construyen el mundo.

Una obra teatral en la calle. Budapest, 1977

Una obra teatral en la calle. Budapest, 1977 | Fortepan | Dominio público

Vivimos en los tiempos de la posverdad. Pero si algo nos ha enseñado nuestra dificultad cada vez mayor para acceder a los hechos, es el poder de las palabras y los relatos para elaborar la realidad. A través de las ideas de distintos autores, Berta Gómez teje un recorrido por la dimensión material del lenguaje.

Una clase de segundo de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. La profesora escribe en la pizarra «periodismo vs. fake news» y pregunta cuál es la diferencia entre ambas. Responde ella misma ante el sopor generalizado que se ha instalado entre los alumnos que van a clase en el turno de tarde, entre los que me incluyo. Nos explica que el periodismo es contar aquello que se corresponde con la realidad, mientras que las fake news, en una suerte de juego de opuestos, es todo aquello que no se corresponde con esta. No recuerdo que en el momento aquello me produjera un impacto especial, pero sí apunté los términos con mayúsculas en el cuaderno. Después, al estudiar esa asignatura, pensé mucho, o al menos seguro que mucho más de lo que aquella profesora pretendía, en la idea misma de «realidad», que era lo primero que una debería saber para confrontar estos conceptos. Porque, incluso en el caso de que no cuestionemos nuestro acceso epistemológico a la verdad, ¿qué palabras o qué lenguaje son los adecuados para trasladar a otros esa realidad de forma veraz? ¿Cambia la realidad si cambia el discurso con el que nos referimos a ella? ¿Dónde quedan las novelas o los relatos fantasiosos? ¿Acaso pueden participar del reino de lo real y lo verdadero?

Soy consciente de haber enrevesado una afirmación cuyo cometido era, precisamente, simplificar la explicación y, con espíritu de pragmatismo profesional, no hacernos pensar demasiado. Pero las anécdotas, los recuerdos, aun difusos, pueden ser el comienzo de preguntas rumiantes, de ideas clarividentes. Salvador Oliva expone que Gabriel Ferrater, con el que coincidió dando clases en la Universidad Autónoma de Barcelona, solía advertir a sus alumnos: «No hay pensamiento sin lenguaje. Y quien no esté de acuerdo, que lo diga». Como apostilla Oliva, si la frase resulta tan contundente, rotunda, es porque es imposible no darle la razón a Ferrater.

La relación entre realidad y lenguaje, explorada desde diferentes disciplinas intelectuales y artísticas, nos conforma como sujetos narrativos (¿qué otra cosa es sino aquello que llamamos identidad?) y ordena lo que hemos dado en llamar realidad: nombra lo que vemos, las relaciones, las sensaciones y los sentimientos que estas provocan y, desde luego, también nos habilita para pensar en aquello mediante lo que pensamos: conceptos, categorías, palabras.

En la historia de la filosofía ha sido habitual pensar en el lenguaje y en los significados lingüísticos como una realidad abstracta que estaba fuera del mundo. Basta con irnos a Platón y su mundo de las ideas: la idea de silla, su esencia misma, estaría más allá de nuestro universo, lejos de las sillas reales en las que nos sentamos y con las que nos tropezamos. Desde hace años, esta visión, en todas sus versiones –más o menos difuminadas–, ha sido puesta en crisis por otra forma de afrontar el lenguaje que asume su dimensión social y, por lo tanto, el carácter contingente del significado. Frente al esencialismo, aparece una visión construccionista que entiende que el lenguaje no difiere sensiblemente de una acción, y que depende más de nuestro modo de vida que de una esencia inmutable y universal. Dicho de otro modo, ahora sabemos que son las palabras las que pueden hacernos tropezar, sentarnos o alzarnos para explicar lo que pensamos, somos e intuimos.

Quizá quien mejor lo explica es Ursula K. Le Guin, cuando dice que «las palabras hacen cosas, cambian cosas». También, por supuesto, a través de la ficción, de la novela. En uno de sus textos más icónicos, como recordaban Ian Watson y Laura Huerga en una charla en 2019, la escritora explicaba de forma irónica el miedo que los estadounidenses tienen a los dragones, a pesar de su desaprobación moral furibunda contra la fantasía. Una desaprobación que, sin embargo, olvida que la imaginación y la fantasía son reales, aunque no sean factuales; olvida, pues, que los dragones existen.

En una línea semejante, Andreu Jaume explica en su curso sobre romanticismo en el Institut d’Humanitats que la aparición de la novela moderna, que puede situarse en El Quijote de Cervantes, democratiza la imaginación, ofrece una enorme riqueza de emociones con las que poder contarnos y la construcción de una interioridad humana (tan real o irreal como los dragones). Con El Quijote la gente empezó a leerse a sí misma, cuenta Andreu Jaume. Es decir, a tener un relato que bebía de los libros, ya fueran leídos o escuchados. Por eso, con la novela se produce una escisión del mito, de la religión: la literatura deja de servir únicamente para contar la vida de reyes, héroes o aristócratas y se fija entonces en las personas y en sus problemas morales. O lo que sería lo mismo: en sus elecciones.

Como escribe Iris Murdoch en La salvación por las palabras: «No hay que figurarse el mundo como si fuera un ente exento separado de los signos con los que lo designamos, caracterizamos o damos forma». El lenguaje ordena la realidad y nos ordena a nosotras dentro de ese orden. «Relatar –dice Murdoch– es una manera de pensar, un modo fundamental de darse la conciencia. Somos todos contadores de historias y las historias que nos contamos son sobre la gente y se las contamos a la gente, pero también a nosotros mismos; y esto, a su vez, nos devuelve un sentido de la propia identidad». En este sentido y retomando la idea inicial, la distinción entre contar aquello que se corresponde con la realidad y aquello que no, no funcionaría como dos ideas que se contraponen, sino como una elección consciente.

Para Walter Benjamin, todo documento de cultura era un documento de barbarie, pero podríamos invertir esta afirmación y decir que todo documento de barbarie es un documento de cultura: la barbarie tiene también, y en muchos casos de forma inminente, una dimensión lingüística, genera unos imaginarios, unas expectativas, un horizonte de posibilidades que nos habilitan como agentes capaces de actuar o como nihilistas impotentes.

Por eso, a día de hoy, del mismo modo que las realidades que nombramos no son las mismas a las que se refería Cervantes, también el lenguaje evoluciona y se transforma. Como cuenta Martha Palacio Avendaño al hablar sobre Gloria Anzaldúa, debemos encontrar palabras para nombrar experiencias que aún no han sido escuchadas, que no han sido oídas y para las cuales, incluso para quienes las sufren, aún carecemos de palabras. Será esta una tarea fundamental de los feminismos, desde Judith Butler y su concepto de performatividad hasta Rebecca Solnit, que nos señaló la cotidianidad del mansplaining. Fenómenos lingüísticos que, por supuesto, conviven con su respuesta reaccionaria. Alice Marwick advertía ya en 2017 por qué la extrema derecha –con un discurso que mezcla antirracismo, misoginia, ironía sensacionalista y teorías conspirativas– está muy cómoda con las nuevas tecnologías, las redes sociales y sus algoritmos: le ha permitido retener minutos, horas, días de atención repitiendo mantras, inventando un lenguaje para una nueva verdad «contra lo woke».

En mi cabeza surge una nueva pregunta que podría haber estado también al comienzo: ¿quién nos ofrece ese lenguaje? ¿De quién aprendemos las palabras? Llego entonces a Vanessa Springora y su experiencia, de sobra conocida: cuando tenía solo trece años, Springora se encuentra con el prestigioso y carismático escritor Gabriel Matzneff, treinta y seis años mayor que ella. La relación que se establece entonces puede ser definida de muchas maneras. Para él y para su entorno, aquello era amor, pasión y entrega. A ojos de hoy y de la propia Springora, que describe treinta años después esta relación en su libro El consentimiento, lo que vivieron fue una historia de perversión y abusos. Un abuso que se refleja en cómo él intervino en su mirada sobre el mundo, en el lenguaje que estaba adquiriendo para nombrarse a sí misma y sus sentimientos. Todas o casi todas las palabras para definir el amor se las enseñó él: le mostró su forma y después sus significados. ¿Eran aquello mentiras? Springora, que tuvo que encontrar otro lenguaje para sí misma, cree que sí.

En definitiva, si atendemos a la dimensión material, transformadora y eminentemente moral del lenguaje, las palabras podrán condenarnos, pero también, como dice Iris Murdoch, podrán salvarnos.

Este artículo recoge varias conferencias y cursos que forman parte de los archivos del CCCB y del Institut d’Humanitat. Podéis encontrar la lista de reproducción en Spotify y en Youtube.

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