El fenómeno Lab: De la larga marcha a un ágil sprint

¿Estamos a las puertas de una nueva edad de oro del experimentalismo o hemos alcanzado la cima de los labs?

La sección de alpinismo de los Lovat Scouts escalando el glaciar de Athabasca, en las Montañas Rocosas, 1944.

La sección de alpinismo de los Lovat Scouts escalando el glaciar de Athabasca, en las Montañas Rocosas, 1944. Font: Library and Archives Canada

Teorías, ideas y pruebas: ¿estamos a las puertas de una edad de oro del experimentalismo o hemos alcanzado la cima de los labs? El artículo Age of Social Public Labs forma parte de la colección dedicada a los LABS que publica Long+Short, patrocinada por Nesta UK. Traducimos aquí un fragmento.

Hace casi cien años, en 1916, Wilbur C. Philips, el primer «inventor social» estadounidense, tal y como lo describe el fundador de la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas de Estados Unidos, publicó un plan para crear un Laboratorio Social Nacional. Se trataba de una propuesta radical que utilizaba la participación cívica como motor de los servicios públicos, con la intención de hacer por la sanidad infantil lo que la Escuela Laboratorio de John Dewey había hecho por la educación. Dieciséis ciudades respondieron a la oferta de 90.000 dólares por un experimento de tres años (25 millones de dólares en dinero actual, una cuantía cuatro veces mayor a la del Bloomberg Challenge de este año). Cincinnati salió vencedora y creó un «living lab», con una plantilla de ocho trabajadores, que cubría treinta y una manzanas de la ciudad.

En 1920, la iniciativa había ayudado a crear un elaborado sistema de sanidad pública, un siglo antes del Obamacare e incluso treinta años antes de que se estableciera el Servicio Nacional de Salud (NHS) en el Reino Unido. Aunque resultó ser un éxito sin paliativos, el lab acabó por cerrar a consecuencia de la situación política. La afiliación temprana de Philips al Partido Socialista de Eugene Debs, el nerviosismo desatado por la revolución bolchevique, la amenaza al apoyo electoral del alcalde y la oposición burocrática dentro del Departamento de Salud de Cincinnati contribuyeron en conjunto a que el Ayuntamiento recortara los programas de subvención tras la fase de prueba de concepto.

Recordarnos que la labificación de la vida diaria no es en absoluto nueva es un correctivo útil para nuestra miopía moderna. Para entender plenamente el fenómeno de los labs, hace falta verlo a través de una perspectiva histórica de gran angular.

Si tenemos en cuenta que dos tercios de los labs actuales han surgido en los últimos cinco años, la idea de crear labs dedicados al cambio social parece haberse metamorfoseado, a la estela de la crisis económica, de método a movimiento y de metáfora a meme. Los psilabs (para los no iniciados: laboratorios de innovación pública y social) trabajan bajo la premisa de aplicar los principios de laboratorios científicos —experimentación, prueba y medición— a problemas sociales. En función de a quién se le pregunte, esto puede abarcar desde iniciativas de tipo lab como el Behavioural Insights Team (cuya propiedad comparten Nesta, el gobierno y la administración de la propia organización) y el Education Endowment Foundation, que llevan a cabo vigorosos experimentos, hasta planteamientos menos basados en datos, como los de Region 27 (en Francia) o Mindlab (en Dinamarca), que, al tener un enfoque más orientado al diseño, podrían parecerle una abominación a cualquiera con una formación de ciencias puras. A pesar del gran abanico de métodos, fue sin duda en 2014 cuando los #psilabs —etiqueta bajo la que se agrupan en Twitter— cobraron cierto protagonismo. En el transcurso de un año nos dieron un manifiesto (The SocialLabsRevolution), un par de manuales (Labcraft e i-teams) y, en mayo, un encuentro global (en el MaRS de Toronto).

social lab

Teclee el término «social lab» en Google N-Gram y verá que su uso alcanzó dos picos en el siglo XX: uno durante la Depresión y otro durante la crisis del petróleo de los años setenta. No es difícil ver el atractivo de los labs que prometen elaborar un prototipo del futuro cuando las instituciones actuales están fracasando —y cuando su propio fracaso les proporciona a los labs (y a sus parientes cercanos, el think tank y la startup) un amplio acervo genético de talento dentro del actual ejército de reserva de trabajadores sobrecualificados. Ahora que hemos llegado al último tramo de nuestra propia generación perdida, quizá sea prudente preguntarnos: ¿estamos a las puertas de una nueva edad de oro del experimentalismo o hemos alcanzado la cima de los labs?

La alentadora historia del «social lab» de Philips, que estuvo a punto de cuajar en Cincinnati, nos recuerda que los labs —por mucho que estén concebidos como una isla de innovación— nunca existen en el vacío. En nuestros días, los social labs son, en cierto modo, la continuación del cambio por medios alternativos en áreas en las que otros esfuerzos transformadores se han estancado. Para la generación anterior, la reacción a esta crisis fue una «larga marcha por las instituciones»: mitad reforma interna del sistema, mitad presión externa mediante la creación de nuevos movimientos sociales. Cambiar esta estrategia (que, por definición, es a largo plazo) por los ciclos reiterativos de dos semanas de cambio social resulta seductor a un nivel superficial —particularmente en una era de graficación instantánea.

Pero entender el lab no como una nueva caja de herramientas, sino como el catalizador de cambio de nuestro tiempo, podría llevar su utilidad hasta un punto de quiebra. Desestimados por no ser más que otra moda, los labs podrían fácilmente correr la misma suerte que el design thinking, que en menos de una década pasó de ser el Santo Grial en cuanto a resolución de problemas a ser considerado un experimento fallido por Bruce Nussbaum, el que en su día había sido uno de sus mayores defensores. El tecno-optimismo naíf de algunos evangelistas de los labs es fácil de satirizar. En la novela de Dave Eggers El círculo, uno de los empleados de un lab gigantesco, que se asemeja ligeramente a las catedrales creativas que pronto sacarán a la luz Facebook o Apple, cree que intentar hacer un juego con los sin techo sería una buena idea. En este caso, por lo menos, era para solucionar el problema. En el relato corto Petard, un mordaz himno al Massachusetts Institute of Technology (MIT) escrito por Cory Doctorow, a los «monos caóticos» adictos a la cafeína del lab de R&D se les ocurre desahuciar a gente en una prueba controlada aleatoria.

Para sobrevivir y prosperar, los social labs tienen que ser menos lab y más social: se trata de ayudar a la gente a encontrar sus propias soluciones en situaciones particulares, más que de descubrir leyes universales que adaptar y reproducir. Necesitamos más labs. Pero también necesitamos un ecosistema mixto de espacios de innovación —el estudio transdisciplinar, el experimento utópico, el banco de pruebas para ingenieros, la colonia de artistas— en el que se mezcle la ciencia y tecnología con el arte y oficio de lo (aparentemente) improbable. Sin olvidar nunca que, a fin de cuentas, la política seguirá siendo lo que determine los límites de lo posible.


Artículo original en The long and short.

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