
Autorretrato. Barcelona, 1972 | Joan Fontcuberta | Por cortesía del artista
Alrededor del cambio de milenio, la cineasta Agnès Varda y el fotógrafo Joan Fontcuberta dilucidaron el momento de transición que supuso el abandono del formato analógico. Cada uno desde su ámbito y por separado, exploraron las implicaciones creativas, lúdicas y experimentales de la revolución digital.
A lo largo de 1983, la televisión francesa emitió un programa creado por Agnès Varda en el que la cineasta y diversos invitados comentaban una fotografía distinta cada día. En Une minute pour une image se analizaron 170 instantáneas, entre las cuales estaba Autoretrat (Presagio de mutilación), de Joan Fontcuberta. La imagen, que se incluye en la exposición «Agnès Varda. Fotografiar, filmar, reciclar», muestra una mano extendiéndose hacia una figura, a modo de saludo. De manera sorpresiva, el lugar en el que se quiere encajar es en la boca de un besugo, que espera con la dentadura abierta, amenazante. De ella dice Varda que le recuerda al surrealismo, porque se encuentra «más allá de la extraordinaria precisión de la realidad».
A principios de los 80, Varda era una cineasta experimentada con más de veinticinco años de carrera. Fontcuberta había tomado la instantánea en 1972, con diecisiete años, y, aunque era una figura activa en la creciente escena fotográfica estatal, aún no había desarrollado sus proyectos artísticos más significativos. Era un Joan PreFontcuberta, por usar la expresión de Javier Arnaldo en el prólogo de Imágenes Germinales 1972-1987, que reúne sus obras de la época.
Hasta donde se conoce, los caminos de Varda y Fontcuberta no volvieron a cruzarse, ni tan siquiera de una manera efímera, como en Une minute pour une image. Aun así, el trabajo que desarrollaron por separado dos décadas después presenta confluencias filosóficas sugerentes, todas ellas en torno a los cambios que generó la eclosión de la imagen digital.
Los dos lados de la cámara
Se suele asociar a Agnès Varda con la Nouvelle Vague, pero su trayectoria se extiende más allá de este movimiento cinematográfico, abarcando una veintena de largometrajes realizados durante más de seis décadas. Si bien los temas principales de sus películas son la subjetividad femenina y aquello que ocurre en los márgenes de la sociedad, en la última etapa de su carrera se mostró más autobiográfica e íntima, periodo que inició con Los espigadores y la espigadora (2000), un documental de temática social que tiene distintas capas de lectura.
Los espigadores… explora el concepto de la recolección en la Francia contemporánea, un tema que interesó a Varda al observar cómo algunas personas recogían alimentos desechados en un mercado dominical. En el film, habla con hombres y mujeres muy distintos, algunos recogen patatas en el campo, otros buscan trastos viejos en la ciudad, algunos lo hacen por necesidad, otros por elección. Les entrevista de manera frontal, sin aparecer en pantalla, pero también se coloca delante del objetivo para protagonizar diversos interludios en los que la vemos en la intimidad de su casa o en el coche, posando ante la cámara o enfocando sus manos, revelando su punto de vista. En estos paréntesis, desarrolla unas digresiones que se convierten en las partes más memorables de la película. Tal y como analiza el investigador Miguel Ángel Lomillos, las personas con las que Varda habla aparecen de manera puntual, «llegan, ocupan su espacio y se van. Es la cineasta la única que reaparece en todo el relato, la verdadera protagonista, el único sujeto del film que muestra su yo íntimo. Toda la lógica económica y simbólica del film viene traspasada por la subjetividad de la cineasta».
Aquello que propicia esta marcada subjetividad, y uno de los elementos que define el estilo de la película, es el uso de una pequeña cámara de vídeo digital, que Varda aprende a utilizar casi al mismo tiempo que rueda, revelando los entresijos de la técnica al espectador. El aparato, anticuado desde la perspectiva actual, ofrecía en el año 2000 una de las primeras posibilidades de rodaje en formato digital. Gracias al uso que la cineasta hace de ella, tanto desde el punto de vista técnico como por su tono personal, Los espigadores… se convierte en el reflejo del momento de cambio que experimentaban tanto el cine como la fotografía: la transición de la imagen analógica a la digital.
Fotografía y verdad
Cuando Agnès Varda comentó la fotografía de Joan Fontcuberta en televisión, el trabajo del artista catalán entraba en una etapa de madurez. Si en sus obras de juventud jugaba con las posibilidades creativas del trucaje, a mediados de los ochenta inició la que todavía hoy es su principal línea de trabajo, la que ahonda en los límites de la fotografía para reflejar la realidad.
Haciendo uso de una ironía muy refinada y característica, los proyectos de Fontcuberta emplean las imágenes para construir relatos alternativos que se presentan como auténticos. Es el caso de Fauna, Sputnik o Deconstructing Osama; series en las que juega con las apariencias para recordar al espectador la necesidad de cuestionar sus propias presunciones y desconfiar de las narrativas imperantes. Una postura que también defiende en su abundante trabajo como teórico, en obras como El beso de Judas: Fotografía y verdad o La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía.
Si bien su obra como crítico y teórico es inseparable de su producción artística, en sus ensayos Fontcuberta amplía el foco a una gran variedad de aspectos relacionados con la cultura visual en la era digital, que van desde palomas fotógrafas y drones a la frenología y la inteligencia artificial. Como no podía ser de otro modo, su trabajo también aborda las implicaciones de smartphones y redes sociales en la representación del yo. En este sentido, el trabajo de Fontcuberta se cruza definitivamente con Los espigadores… de Varda, el documental con el que la cineasta belga anticipó en primera persona, casi una década antes de la expansión del teléfono inteligente, uno de los aspectos que Fontcuberta aborda en sus análisis: el uso de la imagen digital con una voluntad autoexploratoria y lúdica.

Agnès Varda en el rodaje del film Les Glaneurs et la Glaneuse | Foto: Didier Doussin | ©1999 ciné-tamaris
Intimidad digital
En uno de los interludios de Los espigadores…, Varda rueda el detalle de unas postales de Rembrandt que ha traído de un viaje a Japón. En un momento dado, su mano cubre los retratos y la propia cineasta se sorprende de lo que revela el detalle de su piel, arrugada por la edad: «Me parece extraordinario. Me da la impresión de ser un animal. Peor aún, soy un animal que no conozco». En el documental Varda, espigando a una espigadora (Isabel María, 2014), la directora belga explica que esa escena sucedió de manera no premeditada: «Fue una sorpresa, todo por tener la cámara en la mano. Nunca pensé en filmar mi mano, es la cámara la que iba sola».
Cualquier persona que disponga de un teléfono móvil conoce de sobra el potencial introspectivo de la imagen digital. La posibilidad de fotografiar y comprobar el resultado de manera inmediata, sin ningún coste, facilita el ensayo y error, y la oportunidad de verse reflejado en la pequeña pantalla propicia la auscultación de uno mismo. Tal y como explica Fontcuberta en La furia de las imágenes, en los dispositivos digitales «la exploración de la realidad no se efectúa con el ojo pegado al visor de la cámara (…). Ya no hay proximidad, ahora la realidad aparece en un proyección fuera del cuerpo, distinta a la percepción directa, en una imagen que ocupa una pequeña pantalla digital».
Las posibilidades de esta separación se hacen patentes en otra escena de Los espigadores…, cuando Varda usa la cámara digital para explorar sus canas: «Mis cabellos y mi mano me dicen que pronto llegará el fin», se lamenta. Analizando estas imágenes, Miguel Ángel Lomillos escribe: «Hay algo extrañamente intuitivo y espontáneo en esta secuencia, un cierto estupor por el propio cuerpo, como si la cineasta estuviese asombrada de lo que la cámara le da a ver a ella misma».
Esta idea de la cámara como espejo ha sido estudiada por Fontcuberta en algunos de sus ensayos, recordándonos que se trata de un símil que nació con la propia fotografía, cuando solo existía este referente para encontrar un objeto capaz de reflejar una imagen a la perfección. Si la cámara es un espejo, ¿significa esto que la fotografía, y, más aún, la fotografía digital, potencian el narcisismo? Según el artista, esto no es necesariamente cierto. Pese a que formatos como el selfi interponen el sujeto al objeto, la sociedad siempre ha sido ególatra, «la diferencia estriba, tal vez, en que hoy disponemos de los medios para manifestar esa vanidad».
Experimento y diversión
Además de usar la cámara digital para el autoconocimiento, Varda se acerca al nuevo medio con ganas de probar, de divertirse, de experimentar. En una de las secuencias iniciales de la película, juguetea con los efectos que el dispositivo ofrece de serie, desdoblando su imagen, distorsionándola, mostrando al espectador su propio proceso de exploración. En esa misma secuencia, se retrata a sí misma tumbada en un sofá tapando y destapando el objetivo, mostrándose y escondiéndose a su antojo. La directora manipula el aparato como lo haría cualquiera, y, pese a que el resultado es trivial, despierta la empatía del espectador, que en cierto modo se siente partícipe del juego.
Este espíritu lúdico se cuela mediante pinceladas en distintos momentos de la película. En uno de ellos, trata de capturar los camiones de la autopista rodeándolos con los dedos índice y pulgar. «¿Para retener que las cosas pasen?», se pregunta, «no, para jugar». En otra secuencia muestra cómo olvidó apagar la cámara en uno de sus desplazamientos, lo que provocó que grabase el suelo durante varios minutos. En el montaje final se la oye hablar con otras personas mientras la tapa del objetivo se balancea, colgando de un hilo, algo que incluye sin ningún complejo, celebrando «el baile de la tapa» que tuvo la suerte de registrar.
Este enfoque casual y despreocupado podría interpretarse como una desfachatez, una falta de profesionalidad, pero en realidad es una reivindicación de la sencillez por parte de alguien que no tiene nada que demostrar. Varda actúa como una amateur en el sentido original de la palabra, como alguien que ama lo que hace. Algo que también tiene que ver con su aproximación al medio digital, ya que, como escribe Fontcuberta, las nuevas tecnologías nos convierten a todos en aficionados de una cosa u otra: «El amateur ha sido estigmatizado como alguien que desarrolla una actividad sin competencia ni rigor», afirma, pero «un amateur es alguien que obra sin más recompensa que la mera satisfacción personal, el placer del descubrimiento, el entretenimiento o el éxtasis narcisista».
A través del espejo
En el documental Varda, espigando a una espigadora, la cineasta reconoce que «el peligro de las cámaras digitales es que se filma todo el tiempo, que tenemos ganas de filmarlo todo». Observa cómo estos dispositivos propician una sobreabundancia de imágenes que no podría existir sin la versatilidad que ofrece el formato. El tema del exceso visual también ha sido tratado por Joan Fontcuberta en distintos ensayos; señala que «la abundancia inabarcable de datos indiscriminados no resuelve nuestra necesidad de información». En un mundo en el que sobran imágenes, la fotografía ha perdido el sentido, por lo que el artista recomienda optar por dos estrategias: la promoción de una ecología de la imagen, es decir, una contención en la producción de nuevas imágenes; y la búsqueda de las «imágenes que faltan», las que nadie enseña o las que se ocultan a la sociedad.
Rodada en pleno cambio de ciclo de lo analógico a lo digital, Los espigadores… podría considerarse el epítome de la segunda estrategia. Varda produce nuevas imágenes, pero aborda una realidad, la de los espigadores y el desperdicio alimentario, que, pese a ser manifiestamente visible, pasa desapercibida. Y aunque, como hemos visto, el documental tiene mucho de autorretrato e investigación personal, está lejos de la cultura selfi. Varda usa la cámara digital para centrarse en los demás: «El autorretrato es un espejo, pero en realidad yo lo giro hacia quienes me acompañan», explica en el documental de Isabel María, «el espejo es para mostrar a los otros. Es decir, es un autorretrato, pero sobre todo de los otros, mucho más que de mí misma».
Rrose Present | 18 octubre 2024
Hola Ferran,
M’ha semblat molt bo i interessant l’article. Però he trobat una absència important. Crec que hagués estat just haver citat a Maya Deren i el seu manifest «Amateur Versus Professional» en qual defensa l’amater. És ella la primera que rehibindica aquest concepte «els que fan les coses amb amor» en la producció cinematogràfica.
Així l’article t’hagués quedat rodó del tot.
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