No siempre es fácil repasar el legado cultural de las mujeres de la antigüedad. Con frecuencia, la cadena de transmisión se interrumpe y este conocimiento queda relegado a las investigaciones especializadas. Hildegarda de Bingen, Herrada de Hohenbourg o Christine de Pizan son algunos ejemplos de esta herencia que hay que rescatar y transmitir.
El filósofo alemán Ernst Cassirer pensaba que las grandes obras de creación lo son realmente cuando contienen en sí mismas la capacidad de inspirar a generaciones posteriores. El artefacto cultural es el puente por medio del cual dos sujetos creadores establecen una conexión y un diálogo transhistórico. Así, un libro, una obra de arte, una composición musical o cualquier fenómeno que conforme un legado cultural siempre está vivo porque transmite una fuerza creativa y la proyecta hacia el futuro.
Los escritos, las ideas y el imaginario de las pensadoras de todos los tiempos, especialmente aquellas que perviven en la memoria colectiva, parecen participar de la mencionada cadena de la inspiración. Junto con la búsqueda de mujeres pioneras y referentes en todos los ámbitos -que continúan siendo un motor significativo de ánimo para las mujeres del presente-, se pone también de manifiesto la voluntad de conocer y de profundizar en la herencia de nuestras antepasadas.
La primera reacción al descubrir las improntas filosóficas, espirituales y creativas de las mujeres antiguas consiste habitualmente en una sensación agridulce de sorpresa y admiración, de engaño y decepción. Surge al contrastar la narración hegemónica con las investigaciones especializadas. Cada nueva generación tiene que hacer frente a este estado transitorio de perplejidad a causa, entre otros motivos, de las carencias del sistema educativo. Así, se produce el retorno constante a un punto cuasicero que impide a las mujeres ahorrarse el choque inicial de considerarse válidas en todos los sentidos.
Otra cuestión a tratar antes de hablar de las autoras es la fascinación que despierta la mística en el mundo occidental actual. En plena saturación de la sociedad de consumo –basada principalmente en la adquisición de objetos-, el capitalismo está transfigurando el materialismo en una realidad de naturaleza esencialmente diferente: la información (las «no cosas», en términos de Byung-Chul Han) y el metaverso o realidad virtual. Lejos de erradicarse a causa de la devaluación y pérdida del objeto, el capitalismo acelera exponencialmente su producción. Muchos productos digitales tienen un coste de elaboración mínimo y pueden comercializarse infinitas veces, ampliando de manera significativa el margen de beneficio. Al fin y al cabo, la materia es pesada y los datos se mueven más rápidamente.
¿Cuál es el sentido y el papel del misticismo en este contexto? La mística ha ido resurgiendo a lo largo de toda la historia occidental, pero esto no impide preguntarse por qué ahora nos puede interesar un saber como este. La respuesta a la cuestión es enormemente compleja y, al mismo tiempo, también muy simple. Dado que la desmaterialización o virtualización de la realidad es un proceso de abstracción de lo real abierto a las innumerables potencialidades del ser, si los humanos continúan recurriendo a la mística es porque la entienden como una raíz en su interior que los dirige hacia la verdad. Esta es una de las definiciones de la consciencia mística que aporta Evelyn Underhill, reconocida estudiosa de la mística cristiana.
Nos introduciremos ahora en los universos filosóficos, espirituales y creativos de algunas autoras europeas de los siglos XII-XV para indagar qué tienen todavía que decirnos estas «queridas viejas» (tomo la expresión del título de la magnífica performance de María Gimeno) a las mujeres del presente.
Probablemente, la pensadora medieval más importante es la magistra renana Hildegarda de Bingen (1098-1179), autora de un extenso y maravilloso corpus, visionaria, profeta, exégeta, predicadora, teóloga, filósofa, botánica, poeta y compositora. Las ilustraciones de sus manuscritos muestran una gran originalidad y belleza por medio de una iconografía innovadora. Sus piezas musicales, de resonancias bizantinas, la sitúan en la historia como la compositora de autoría conocida más prolífica de la Edad Media, tal y como afirma la musicóloga Margot Fassler. Es una de las pensadoras medievales más estudiadas y más traducidas a diversas lenguas modernas; un dato, sin duda, revelador.
Los libros médicos Physica y Cause et cure, que recogen por escrito la tradición oral de la medicina benedictina, y la música de Hildegarda son dos canales mediáticos en la recepción del su legado. Para mí, su «imaginación científica» –como la designó Edward Grant– nos llega intensamente porque Hildegarda emplea su intuición e imaginación (dos facultades de la mente esenciales para la ciencia) para dar sentido a determinadas funcionalidades del universo. Además, señala que los humanos debemos intentar conocer a fondo la naturaleza para poder captar la «utilidad» de cada ser que la conforma a fin de cuidar y mantener sanos nuestro cuerpo y nuestra alma.
A partir de la lectura de libros que estarían a su alcance (y que desconocemos, ya que no los menciona) y de su propia reflexión visionaria, describió en detalle la constitución y el funcionamiento del cosmos. Concibe el universo como una creación divina, y en él el ser humano se ubica «como en un cruce», representación simbólica de la toma de decisiones. Según Hildegarda, el homo no es exactamente libre de escoger, sino que su misión es encontrar la decisión correcta para encaminar su alma hacia el camino de la salvación.
En este contexto filosófico, el hecho de que una mujer escriba homo («ser humano», no «hombre») pone de manifiesto una dignificación de la condición femenina. No es anecdótico, ya que Hildegarda muestra poderosas figuras femeninas en numerosos pasajes de su obra. Por ejemplo, «fuerza ígnea» y «la vida invisible que todo lo sostiene» son expresiones que emplea para hablar de la Caridad, que identifica con el Espíritu Santo. Esta Persona de la Trinidad expresa, para Hildegarda, la dimensión femenina de la divinidad, creadora y mantenedora de la vida.
La abadesa Herrada de Hohenbourg (ca. 1125-ca. 1195), canonesa agustina, editó el Hortus deliciarum o Jardín de las delicias. Conocido como «el tesoro de Alsacia», el manuscrito incluía una miríada de textos, ilustraciones miniadas y canciones con notación musical. De este códice, perdido en 1870 en el incendio de la biblioteca del Temple-Neuf de Estrasburgo en la guerra franco-prusiana, solo se conservan algunos fragmentos e imágenes. A pesar de ser un pálido reflejo del Hortus original, el facsímil nos permite conocer las características de este encantador tratado teológico y enciclopédico del siglo XII, así como del cenobio donde se elaboró.
A causa de su emplazamiento en una zona aislada en lo alto de la cordillera de los Vosgos, en la abadía de Hohenbourg la presencia masculina era escasa, quedando la vida en comunidad y la pedagogía a cargo de las mujeres. Herrada apenas hace referencia a la inspiración divina y presenta intereses más escolares que el resto de sus coetáneas. Algunos de los aspectos singulares del Hortus son su mención explícita de la filosofía y las artes liberales, así como de fondos escolásticos y de autores paganos de la tradición clásica tales como Pitágoras, Sócrates, Platón o Aristóteles, entre otros. Cuando estudiamos el Hortus caen algunos de los tópicos más arraigados sobre los cenobios medievales femeninos, aún muy desconocidos.
Al reflexionar sobre el alma y su capacidad para la política, el filósofo griego Platón consideraba que tanto los hombres como las mujeres en los que predominase la dimensión racional del alma serían válidos para la tarea. Aun así, su planteamiento quedaba muy lejos de la equidad tal y como la entendemos hoy, pero también de la valiente propuesta de Christine de Pizan (1363-1431), una brillante pensadora francesa de origen italiano que imaginó una ciudad diseñada, construida, habitada y gobernada por mujeres: La ciudad de las damas (1405).
En un sueño, con la ayuda de la Damas Razón, Rectitud y Justicia, Christine levanta esta ciudad por medio de un diálogo argumentado y de ejemplos de mujeres referentes. Desde las páginas iniciales de La Cité advertimos que no pocas reivindicaciones de las mujeres continúan vigentes en algún lugar del mundo. Además, Christine señala la urgencia de servirse de políticas fundamentales para alcanzar la paz social: la mediación y la jurisprudencia. Este libro nos interpela desde la sororidad o hermandad entre mujeres y la autoridad femenina. Si bien actualmente las estructuras a menudo tiene más poder que las personas que las ocupan, en la repercusión que adquiere el acceso de las mujeres a lugares de poder, De Pizan nos guiña el ojo.
La autoridad y la autonomía de las mujeres son tópicos en vigor. Prueba de ello es que uno de los debates candentes, el del consentimiento, analiza de qué manera se construye el «no» de las mujeres. La violencia de género se aborda también desde una perspectiva histórica incluso en el mainstream. Rosalía se basa en un texto occitano anónimo del siglo XII, Flamenca, para hablar de las relaciones tóxicas en su álbum El mal querer (2018). Christine de Pizan trata las experiencias de las mujeres cuando pueden vivir plenamente sus deseos y desarrollar al máximo sus capacidades, como lo hacen también muchas coaches en las redes sociales.
El presente mantiene un diálogo vivo con el pasado. Al recuperar el legado cultural de las mujeres, se descosen las costuras de la narrativa dominante y aparecen otras historias dentro de la historia. Las de las mujeres europeas son algunas, pero todavía quedan innumerables tramas por buscar, escribir y transmitir.
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