El cyborg espiritual

Ante el dominio ideológico de la ciencia reduccionista y el dominio sociocultural de sus avances tecnológicos, ¿qué queda del humanismo?

Modelos Tvedt

Modelos Tvedt | Narve Skarpmoen, Nasjonalbiblioteket | Dominio público

La tecnología y la máquina han tomado un papel central en la cultura occidental. Aun así, este proceso de separación de la naturaleza inquieta a una gran cantidad de gente. Pero quizá solo entendiendo lo que tenemos de máquina podamos volver a cultivar aquello humano. Publicamos, por cortesía de Caja Negra Editora, un avance del nuevo libro de Erik Davis, TecGnosis. Mito, magia y misticismo en la era de la información, que se publicará a principios de junio.

Si la historia humana es el relato de una criatura que muda de simio a ángel –o, como quería Nietzsche, de bestia a Superhombre–, entonces pareciera ser que en determinado momento debemos convertirnos en máquinas. Este destino está en la raíz de nuestra evolución histórica reciente. Pues, mientras los motores de la civilización nos alejaban más y más de la impredecible y a menudo maliciosa danza de la naturaleza, fuimos renunciando a esa imaginación animista que alguna vez nos mantuvo inmersos en una red viviente de fuerzas materiales e inteligencias rectoras. Comenzamos a soñar con trascender los viejos dioses, con controlar nuestras «almas animales», con construir un paraíso urbano en una Tierra dominada. Nos volvimos modernos. Si bien la tecnología no fue de ningún modo la única forma en que los humanos expresaron o inculcaron su experiencia de separarse de la naturaleza, ciertamente devino la forma occidental de hacerlo. Podría decirse incluso que el Occidente moderno hizo un pacto con las máquinas, esos ensamblajes sistemáticos de piezas funcionales y potencialidades que por definición carecen de todo espíritu vital, de un alma fundada en el orden metafísico de las cosas. Y así, en la actualidad, ahora que hemos tecnologizado nuestro entorno y aislado al yo dentro de una mentalidad científica, ya no buscamos en la naturaleza un eco de nuestro estado. Ahora reconocemos nuestros reflejos, incluso nuestros espíritus, en los movimientos y en los designios de las máquinas.

Esta relación imaginal entre el hombre y la máquina se veía venir desde hacía tiempo. El terreno fue allanado por los cosmólogos mecanicistas de la antigua Grecia y se apoderó de la imaginación cuando chatarreros como Herón empezaron a construir esos fantasiosos protorrobots que llamamos autómatas: dioses, muñecas y pájaros mecánicos que fascinaban a los pueblos antiguos y medievales tanto como fascinan hoy a los niños en Disneylandia. Los elaborados relojes que decoraban las iglesias medievales a menudo estaban equipados con figuras mecánicas que representaban a pecadores, santos, parcas y bestias, todos ellos imitando nuestra evolución en el tiempo. La noción de un cosmos mecanicista, que estos relojes contribuyeron a engendrar, finalmente nos dejó a las puertas de la filosofía de Descartes, quien estableció la revolucionaria idea de que los cuerpos no estaban animados por espíritus de ningún tipo. La diferencia entre un ser vivo y un cadáver no era otra cosa que la diferencia entre un reloj con cuerda y un autómata gastado. La Iglesia católica reconoció la amenaza a la religión que la nueva filosofía mecanicista de Descartes representaba, pero quedó satisfecha con la solución dualista del filósofo: simplemente separar la res cogitans –el reino de la mente– de la res extensa –el mundo espacial de los cuerpos y los objetos– e insistir en que nunca debían reunirse.

El poder enormemente productivo de la filosofía cartesiana garantizó que este mecanicismo frío hasta los huesos llegara a dominar la cosmovisión occidental, al punto de erigir un endeble muro para proteger al sujeto pensante que hoy se ha derrumbado. Los científicos cognitivos, los psicofarmacólogos y los genetistas se aventuran ahora en la jungla de la mente humana, mapeando cada paso que dan. Las más preciadas imágenes y experiencias del yo están siendo colonizadas por lenguajes científicos autoritativos que amenazan con reducir nuestras mentes y personalidades a mecanismos complejos, máquinas de Rube Goldberg compuestas de códigos genéticos, hábitos de mamífero y burbujeantes tinas de neuroquímicos. La psicología moderna apenas puede mantener con vida sus viejas historias; como opinaba la revista Time, incluso el complejo de Edipo, ese gran drama de la personalidad humana, ha sido reducido a una cuestión de moléculas.

A medida que vamos conociendo más sobre las tuercas y tornillos de la vida humana, inevitablemente empezamos a sospechar que nuestras acciones, pensamientos y experiencias, en apariencia tan espontáneos y libres, están programados en nuestros cuerpos-mentes con la implacabilidad de un mecanismo de relojería. Mientras hablaba ante la comisión parlamentaria financiadora del Proyecto Genoma Humano –programa que secuenció el código genético humano en su totalidad–, el premio nobel James Watson dijo: «Solíamos pensar que nuestro destino estaba en las estrellas. Ahora sabemos que nuestro destino está, en gran medida, en nuestros genes».[1] Como si tal determinismo genético no fuera suficiente, los sociólogos y psicólogos también han acumulado abundante evidencia que da cuenta de los patrones profundamente automáticos de gran parte de nuestra vida social y cultural, que no derivan solo de nuestros instintos animales, sino también de las instituciones, los dramas familiares y los condicionamientos culturales. Puede que el sentido común no sea tan común después de todo; nuestra comprensión de aquello que constituye la realidad normal tal vez simplemente represente el poder de lo que el psicólogo Charles Tart llama el «trance del consenso».

Con el relativo declive de los regímenes políticos abiertamente autoritarios, ahora nos creemos más «libres», pero el poder del trance del consenso puede que de hecho esté aumentando en nuestra época altamente interconectada e hipermediada. Como demostró la ambivalente gestión científica de la fábrica taylorista, el capitalismo tiene un largo y exuberante historial de abrazarse a cualesquiera tecnologías y marcos institucionales que le permitan insertar a los seres humanos en ingentes y eficientes megamáquinas de producción y consumo. Se supone que la economía «postindustrial» sin fronteras ha dejado atrás esos mecanismos de control desalmados, pero en realidad la megamáquina simplemente se ha fragmentado y ha mutado. Mientras deja sus primitivas líneas de montaje en manos de países en desarrollo o talleres clandestinos, ella «espiritualiza» sus rutinas en las redes cibernéticas inmateriales de la mano de obra informacional o en los sofisticados juegos de marketing acordes a una sociedad basada en el consumo compulsivo. El pequeño vagabundo de Charlie Chaplin, atrapado en los engranajes de Tiempos modernos, se ha vuelto virtual, convirtiéndose a la vez en el trabajador en red que compra desde casa y en el gruñón de la fábrica clandestina de electrónica cuyos tipeos en el teclado y pausas para ir al baño están cronometrados hasta el último nanosegundo.

Como Marshall McLuhan señaló a principios de los años setenta, «todos somos robots cuando nos involucramos acríticamente con nuestras tecnologías».[2] Hoy existen muchas más tecnologías con las cuales involucrarnos, muchos más bucles cibernéticos que nos exigen conectarnos y encendernos. Con el constante dominio ideológico de la ciencia reduccionista y el dominio sociocultural de sus engendros tecnológicos, la otrora gloriosa isla del humanismo se está desintegrando en un mar de silicio. Nos hallamos atrapados en un banco de arena de cyborgs, entre las viejas y humeantes historias de hogueras y las nuevas redes de programación y control. Mientras perdemos nuestra fe en el libre albedrío o en la coherencia de la personalidad, lo que entrevemos en el espejo del baño es un androide, con sus ojos negros de nihilismo: ese vacío sin sentido que Nietzsche describió hace más de un siglo como el talón de Aquiles de la civilización moderna.

No hace falta decir que la pérdida del alma motora inquieta a una gran cantidad de gente. La mayor parte de la actividad espiritual, new age y religiosa de nuestros días está comprometida en uno u otro nivel con la destrucción o bien con la sustitución del imaginario reduccionista y mecanicista. Los cristianos fundamentalistas y los animistas nativos de Norteamérica atacan por igual la teoría darwiniana de la selección natural, en tanto que los acupunturistas y los sanadores holísticos recuperan la fuerza mágica del vitalismo. Los psicólogos del arquetipo intentan restablecer las imágenes atemporales del alma, mientras que los místicos ecologistas exigen un «reencantamiento del planeta» y un rechazo del mundo de los centros comerciales y las zonas multimedia virtuales. Hasta los humanistas liberales escarban en busca de valores, de«políticas del sentido» que puedan resistir el constante avasallamiento del pensamiento tecnológico.

Pero ¿podemos volver atrás el reloj, especialmente hacia los tiempos en los que aún no había relojes? Tal vez la imagen del hombre como una máquina sea más promisoria de lo que sus detractores admiten, sobre todo si se impide que esta domine por completo nuestra visión. En efecto, para un cierto linaje de buscadores contemporáneos, la vieja meta del despertar no se alcanza mediante un repliegue en el romanticismo, en la ortodoxia religiosa o en encantamientos mágicos. En lugar de negar los aspectos mecánicos o automáticos del ser humano, estos dirigen la búsqueda psicoespiritual a través de la imagen de la máquina, usando el mecanismo, por así decir, para activar su propia alarma despertador. Parafraseando al místico sufí Inayat Khan: una de las facetas de nuestro ser es como una máquina y la otra es como un ingeniero. En este sentido, el primer paso hacia el despertar es reconocer cuán aletargados y automatizados estamos; tales desapasionadas y reductivas observaciones nos ayudan a disipar las ilusiones y a revelar posibilidades genuinas, y nos permiten así, paradójicamente, cultivar algunos de los aspectos más profundamente humanos de la existencia. Por lo tanto, la máquina empieza a funcionar como un espejo interactivo, como un Otro ambiguo en el cual nos reconocemos y sobre el fondo del cual nos medimos a nosotros mismos. Este es el camino del cyborg espiritual, uno cuyos circuitos zumbantes y cuyas distintas configuraciones de comandos reflejan tanto los peligros como la promesa de la tecgnosis.


[1] «The Frontiers of Medicine», Time, vol. 148, nº 14 (otoño de 1996), p. 29.

[2] Marshall McLuhan y Quentin Fiore, La guerra y la paz en la aldea global, Buenos Aires, La Marca, 2017.

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  • Maximiliano Gonnet | 31 mayo 2023

  • Administrador | 07 junio 2023

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