El antropoceno representa un cambio radical de perspectiva a la hora de observar al ser humano: el paso de una escala biológica a una geológica. Este giro también conlleva cambios a nivel de relato. Si en el pasado la forma literaria dominante fue la mitología, en la modernidad las narrativas se han centrado en el individuo. Pero esta nueva era requiere de una mirada que amplíe el foco.
Al imaginario de Siberia, horizonte de destierro político y de supervivencia extrema, hay que añadirle en nuestro siglo XXI un nuevo relato. El de los buscadores de mamuts y rinocerontes lanudos. Esos cuerpos mastodónticos han permanecido inaccesibles, congelados durante milenios, pero la subida de la temperatura en el Ártico ha creado, de pronto, una nueva fiebre del oro: la del marfil. Porque estos animales prehistóricos tienen unos colmillos enormes, que valen su peso en rublos. O en yuanes: la industria china de la fabricación de remedios milagrosos se nutre de polvos mágicos que, por arte de alquimia, se extraen de esos esqueletos antediluvianos. Los elefantes vivos están protegidos legalmente, pero en un paisaje monopolizado por el permafrost, ¿quién va a proteger los derechos patrimoniales de los mamuts extintos?
Es solo un ejemplo narrativo de los muchos que brinda el cambio climático. Los osos polares cambian sus hábitos de hibernación y migran, abandonan los ecosistemas que les han sido propios desde siempre. Aparecen virus que han permanecido congelados durante treinta mil años. Empiezan a cambiar las corrientes de aire y las oceánicas. Lo hemos empezado a llamar antropoceno: una nueva etapa de la historia de la Tierra marcada por la actividad industrial del ser humano. Algunos científicos sitúan su inicio en el nacimiento de la agricultura, pero la mayoría se inclina como punto de partida por la revolución industrial. El antropoceno llega después del holoceno, que duró 11.500 años. No es solo una palabra, es un cambio radical de perspectiva. Solo se me ocurre una palabra de alcance similar: Homo sapiens sapiens. Pero «antropoceno» observa al ser humano en una escala mayor: ya no biológica, sino geológica. ¿Somos, a partir de lo que hemos hecho en los últimos dos siglos y medio, igual de minúsculos que éramos hasta ahora? El antropoceno no es más que un grano de arena en la cronología del planeta, pero su intensidad y su importancia están fuera de toda escala. Si no estamos equivocados.
Imaginemos que no lo estamos, que el antropoceno es una realidad, que el cambio climático está alterando brutalmente nuestra realidad, nuestro futuro. Eso significa que los cazadores de mamuts, los osos polares, los virus revividos o las corrientes atmosféricas o marinas forman parte de un incipiente nuevo orden narrativo. Desde un punto de vista cultural, la humanidad ha vivido tal vez dos grandes etapas: la teocéntrica (o animista, mágica, politeísta) y la antropocéntrica (a menudo eurocéntrica, pero con el ser humano como medida de todas las cosas). El antropoceno nos sitúa ante una tercera fase cultural, si realmente el cambio climático está conllevando un giro narrativo.
Durante los milenios en que reinó el pensamiento mágico, la forma literaria por excelencia fue la mitología. Líricos o épicos, el consumo masivo fue de mitos. A partir del humanismo renacentista y de la revolución copernicana, emergió el sujeto como lugar de enunciación y como ámbito de exploración. El petrarquismo se expandió rápidamente, volviendo anacrónica la novela de caballerías, sobre cuyas cenizas construye Cervantes ese artefacto polimorfo llamado «novela moderna». Montaigne se vuelve el tema de su propia obra. Si Roldán o el Cid simbolizan pueblos, Otelo o Hamlet solo se representan a sí mismos. De los Argonautas a Robinson Crusoe, del Monte Olimpo a los Buddenbrook, de la literatura de la gran comunidad a la literatura del individuo o, como máximo, de la familia burguesa: así podríamos resumir, en términos literarios, el paso del mito al logos. Desde mediados del siglo XX, la poesía del yo y la novela de personajes viven crisis periódicas (o experimentan una gran crisis), que han coincidido con la traslación al cine y a la televisión de los grandes relatos con protagonistas y antagonistas, rostros reconocibles, star system. Las narrativas se resisten a abandonar al personaje: lo siguen considerando el último reducto de su esencia moderna. Después de Newton y de Einstein y de Hiroshima y del 11-S y de Google Earth, nos seguimos agarrando a la imagen del Hombre de Vitruvio como a un clavo ardiendo. Pero esa imagen ya no nos representa. En ese mapa las fronteras están definidas. En nuestro mundo, en cambio, pueden ser más poderosos los vínculos interoceánicos que los límites geológicos de las masas continentales.
¿Cómo serán las narrativas del antropoceno? ¿Cómo será la literatura consciente de que el sujeto individual no es más que el nodo de una red? ¿Cómo contaremos el mundo tras ser conscientes de que lo hemos alterado drásticamente? Es imposible leer el futuro, pero sí podemos observar algunas manifestaciones del presente. Dos trilogías posibles de no ficción de los últimos años, por ejemplo, muy distintas pero escritas en paralelo, defienden una misma ambición de relato necesariamente internacional, como si los global studies reclamaran su dimensión en las prácticas creativas. Me refiero a los tres libros de ensayo, crónica y viaje en que el escritor Martín Caparrós ha hablado de las crisis del siglo XXI (Contra el cambio, Unaluna y El Hambre); o los tres que ha dedicado el sociólogo Frédéric Martel a la cultura de nuestra época (Mainstream, Global Gay y Smart). Si pasamos de autorías individuales a autorías complejas, el primer ejemplo que viene a la cabeza es el de las enciclopedias, que fueron redactadas tradicionalmente por equipos de pocas personas; la Wikipedia, en cambio, la escriben varias decenas de miles (cuenta con unos setenta mil editores regulares). La inteligencia colectiva produce la crónica en tiempo real de nuestro presente, al tiempo que va versionando lo que sabemos sobre el pasado.
El otro día, medio en broma medio en serio, publicaba en mi perfil de Facebook un estado sobre las correspondencias entre las principales redes sociales y ciertas emociones y sentimientos que tal vez sean en ellas predominantes. Así, la amistad y las relaciones personales están en el centro de Facebook; los celos o el odio, en el de Twitter; el deseo, en el de Tinder; la ambición, en el de Linkedin; o la admiración o el amor, en el de Instagram. ¿No hemos hasta ahora vinculado siempre esas palabras con los grandes personajes de Shakespeare? ¿Están las redes sociales elaborando los grandes relatos emocionales de nuestro tiempo? Si no paran de crecer y de ramificarse, ¿cómo diablos podremos leerlos?
Sin duda, el problema no es tanto de producción como de lectura. Durante el antropoceno hemos multiplicado exponencialmente tanto los objetos como las conversaciones, tanto la contaminación como el conocimiento. Llamamos big data a ese archivo ingobernable, en constante expansión. E inteligencias artificiales a los únicos lectores que podrán leerlo. Las nuestras serán lecturas necesariamente parciales; pero no por ello menos válidas. Hace exactamente veinte años que Deep Blue ganó a Gary Kaspárov, y no por eso hemos dejado de jugar al ajedrez.
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