
Línea telefónica. Pennsylvania, 1940 | C. W. Mattison, National Archives | Dominio público
À minha família brasileira, especialmente à minha tia Marlucia.
E também ao Flávio, o Pai de Santo, e ao terreiro que ele cuida.
Frente a las promesas rotas del progreso capitalista, Occidente reconecta con la inercia humana de buscar lo que es sagrado e inefable. Atrapados en la incertidumbre, la sensibilidad ancestral podrá ayudarnos a «reencantar» nuestra experiencia y a sincronizarnos con los ritmos planetarios.
La mutilación positivista de la espiritualidad al final de un mundo
El siglo XX arrancó con la consolidación de las ciencias sociales. En este periodo fundacional, el sociólogo Max Weber explicaba que el nuevo orden social estaba articulado por la racionalización, un proceso que organiza la vida partiendo de la lógica y la eficiencia. Esto iba de la mano de la burocratización que, junto con el positivismo, erosionaba el sentido mágico, religioso y trascendental en la experiencia del mundo. Este (supuesto) desencanto comportaba una pérdida del sentido existencial que aplanaba y volvía más árida la comprensión de la realidad en la sociedad industrial.
Cien años después, las tensiones de la emergencia climática, la crisis de la democracia liberal, las visiones delirantes de los líderes de la industria tecnológica y la transmutación de la vida en un conjunto de activos financieros demuestran que, en Occidente, la limitada capacidad de sentir es incapaz de autorregular un metabolismo productivo que está fuera de sí y que se ha vuelto tóxico para la vida. De hecho, en el prólogo a la edición brasileña de La caída del cielo, del líder yanomami Davi Kopenawa, el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro escribe que «la civilización occidental tiene unas características monstruosas que hacen prever un futuro funesto para el planeta».
La estructura mítica del capitalismo tecnofinanciero
Somos los protagonistas del fin de un estado civilizador (y de un modelo productivo) que parece que quiera morir matando. En esta agonía, el tejido de la modernidad se estira y muestra sus tozudas costuras mitológicas, por donde se escurren desesperadamente unos futuros tecnocientíficos cada vez más exangües. Un ejemplo ilustra meridianamente el escapismo contemporáneo: el ecomodernismo ve en la tecnología y en el libre mercado los motores de un futuro brillante, mientras defiende la creencia de que es posible «desacoplar» el crecimiento económico de su impacto ambiental (que nos ha llevado a la disrupción del equilibrio planetario).
Estas visiones, cada vez más cargadas de ficción, se excitan con la incertidumbre, una condición que hoy se intensifica con las promesas rotas del neoliberalismo, la incapacidad política para responder al ecocidio, la precarización y la volatilidad tecnofinanciera. Todo junto hace que se agrieten los diques que sostienen la ilusión de seguridad, y nos obliga a reencontrarnos con una incertidumbre que el progreso supuestamente había hecho desvanecerse. Lo que era radicalmente desconocido se nos presenta ahora con familiaridad, y hace tambalear las bases racionalistas que analizaba Weber, reencantando la experiencia social. En consecuencia, parece que Occidente reconecta con la inercia humana de buscar lo que es sagrado e inefable.
Cosas que existen en otros mundos
Dentro de esta confrontación forzada con el absoluto desconocido, la capacidad del pueblo yanomami para prestar una cuidadosa atención a la naturaleza mítica de las cosas puede hacernos de maestro. Como explica el filósofo Federico Campagna, nuestros parámetros de lo que es real (nuestros principios metafísicos) generan un cosmos donde algunas cosas existen y otras, no. Así, diversas entidades (espíritus, fantasmas, almas, activos financieros, el éxito individual, partículas subatómicas) permiten la existencia de ciertos mundos en detrimento de otros. Esto determina lo que es posible y razonable y encuadra lo que somos capaces de hacer socialmente. También articula ciertas experiencias sociales del tiempo (por ejemplo, en relación con los flujos globales de capital por encima de los tiempos de la tierra, ajetreados por la agricultura industrial), y consecuentemente enmarca formas de gestionar los recursos y los cuerpos.
En la frondosa riqueza de Brasil existen (en el sentido de que las personas reconocen su existencia) los espíritus. En la Umbanda, la religión sincrética brasileña, los ancestros son centrales. Estas entidades representan a personas que vivieron siglos atrás y que fueron víctimas de diversos tipos de violencia. Los terreiros son las comunidades y espacios sagrados que se configuran a su alrededor. En ellos, los espíritus ancestrales se manifiestan en nuestro plano de la realidad a través de personas capaces de incorporarlos y que transmiten su sabiduría. Todo ello se sostiene gracias a una estructura de la realidad que les da cabida, y también a la red de vínculos comunitarios, tradiciones espirituales, complejos sistemas cosmogónicos transmitidos oralmente y un conocimiento encarnado que solo se puede obtener a través de la experiencia.
Espiritualidad ilustrada
Por fortuna, nuestra cosmovisión también cuenta con intérpretes de lo inefable que pueden acompañarnos en la recuperación de un tejido sensible capaz de abrirse, con humildad y atención, hacia lo que se nos ha catalogado como irracional. Precisamente, qué es racional o irracional se define por la (in)capacidad de dejar existir o no ciertas cosas en nuestra sociedad. En este sentido, Campagna nos invita a transformar las bases (metafísicas) con las que constituimos lo que es real para permitir que nazca una cosmogonía (relativa al nacimiento de un universo) diferente.
Al hilo de esta propuesta, la filósofa María Zambrano nos anima a acercarnos a lo que es divino como un canal hacia la transcendencia, es decir, a ir más allá, precisamente, de lo que creemos de manera limitada que constituye nuestro mundo. La razón poética, explica, es útil para traspasar los límites de lo que es representable y escrutar los misterios de la experiencia en relación con lo que es eterno y sagrado. Esto, como sabemos, no nos resulta fácil a los que estamos instalados en la aridez de la existencia moderna.
En un momento histórico en el que el malestar de extiende de formas tan perversas, la filosofía de Simone Weil nos acerca al misticismo como una manera de prestar atención al sufrimiento y una vía de conexión con el bien supremo y el absoluto –una escala que desborda la consciencia individual y la temporalidad de una vida humana. La manera de poner en práctica este misticismo, señala Weil, es a través de una observación atenta, cautelosa y paciente, de un modo similar a como el budismo nos invita a mantenernos «despiertos» o a buscar la «verdad del sufrimiento».
Las cosas que hacen los ancestros
Hablando en el idioma de los modernos que nos es propio, y reconociendo que existimos en una cosmovisión limitada y limitante, podemos decir que los espíritus ancestrales son, en algunos mundos, cosas que hacen cosas. En primer lugar, abren dimensiones de la experiencia que, a su vez, transcienden la materialidad del aquí y el ahora. Acompañan, pues, la entrada de lo ajeno (temporal, metafísico) en la experiencia de lo real y se convierten en dispositivos cronopolíticos, en la medida en que invocan la temporalidad pasada en el presente, y juegan un papel central en la preservación de la memoria.
De la misma manera que crean estos continuos, los espíritus ancestrales relacionan la dimensión consciente e inconsciente cuando se manifiestan a través de los sueños mientras que, al mismo tiempo, ayudan a sincronizar a las personas con los ritmos de los mundos naturales en que se inscriben. Esto encadena la sabiduría, transmitida de generación en generación, y da paso a la imaginación –y a las consecuentes trayectorias de acción– hacia formas de ser y estar en las que a los modernos nos incomoda hallarnos.
En consecuencia, reconocer la existencia puede ayudar a «reencantar» responsablemente la experiencia, a ensayar otra formas de fe más allá de las propias de las religiones hegemónicas, el progreso y las tecnociencias, y a activar prácticas rituales alternativas que desborden la familia nuclear y el consumo. En Cataluña encontramos marcos similares en las fiestas populares y en el misticismo de Montserrat, ya que nos conectan con cosas más grandes que nosotros y organizan creencias, espacios y comunidades en contextos situados. De hecho, los ancestros no existen nunca en un plano general, sino que siempre quedan ligados a un territorio que protegen, desencadenando fuerzas tanto individuales como colectivas.
Ancestralidad para el desmantelamiento de la metafísica tecnofinancera
El reconocimiento de la existencia de ciertas entidades y no de otras también organiza y prioriza ciertos marcos narrativos que incorporan normas, valores, hábitos e inercias relacionales que participan en la disputa por definir los principios fundamentales de una cosmovisión y, por tanto, lo que es bueno, útil y deseable. Avanzar hacia el buen vivir, como propone el antropólogo Arturo Escobar, implicaría una apertura de lo que consideramos real que nos facilite que otros mundos accedan al nuestro. Aquí, una espiritualidad autoconsciente y crítica nos puede ayudar a resignificar lo que nos pasa y, más importante todavía, lo que se nos presenta como incierto. Hoy, la volatilidad tecnofinanciera enmarca algunos de los miedos hacia el porvenir, especialmente algunos por encima de otros. El denominado riesgo existencial, a modo de ejemplo, encuentra en la inteligencia artificial un peligro para la humanidad, todavía más imperioso que el desmantelamiento de nuestras ya raquíticas democracias en aras del libre mercado.
Reivindicar la capacidad y el derecho de una soberanía metafísica capaz de decidir lo que es real y lo que no, libre de las miserias del éxito, la competición y las cavilaciones tecnofinancieras nos puede ayudar a que el ecomodernismo no nos desacople de la defensa de la vida. Reconocer la agencia de la ancestralidad en el mundo puede imbricarnos con el presente de una manera más profunda –en lugar de estar en fuga constante hacia el porvenir–, a la vez que nos facilita la sincronía con otras temporalidades planetarias.
La ancestralidad en el diseño de transiciones ecosociales
Ante la actual toma de conciencia de que nuestro orden social se está agotando (y la incapacidad social de construir relatos de futuro que no sean estremecedores), Federico Campagna se pregunta qué trazas queremos dejar colectivamente para que las generaciones venideras puedan construir una memoria que las oriente a la construcción de un nuevo mundo. Los ancestros, como hemos visto, tejen continuidades entre diferentes tiempos y diferentes mundos: pueden, pues, acompañarnos en la transición ecosocial profunda de la que somos parte hoy. Porque involucrarse en estas transiciones implica, también, construir nuevas categorías existenciales para dejar que un nuevo sentir articule un acontecer emergente.
Diseñar con la ancestralidad, por tanto, reclama transformar el acceso a la consciencia en un sentido similar al de la meditación: amplificando la atención y la percepción, pero también reelaborando nuestras estéticas, es decir, los patrones perceptivos y las formas de sentir. Crear una estructura del sentir (que tiene una naturaleza prerracional y que precede a la acción) que nos ayude a hacer el duelo de lo que se agota, empleando una sabiduría colectiva capaz de identificar de qué formas de vida, subjetividades, deseos, instituciones y formas productivas es necesario despedirse. Hacerlo, puesto que no hacen bien a lo que está vivo, y porque nos han llevado al callejón sin salida al que nos encontramos abocados.
Es capital entender que esta transformación metafísica, animada por el reconocimiento de los ancestros, implica un trabajo espiritual. Esta reivindicación no debería leerse como una frivolidad new age, sino como un punto de entrada racional para deshacernos de las limitaciones metafísicas y practicar esta disciplina de la misma manera que hacemos ejercicio físico, intelectual y psicológico. Y hacerlo conectando con el linaje más-que-humano, recoger la invitación de la ecología profunda para intentar ser, también nosotros, buenos ancestros.
De la Umbanda aprendemos que una práctica espiritual comunitaria puede ser autogestionada. En esta religión, cualquier persona que desea construir un terreiro puede hacerlo por sí misma. En Europa, el rico tejido de infraestructuras públicas podría abrirse a explorar la ancestralidad occidental. De hecho, las bibliotecas son hoy ejemplos vivos de la ilustración, espacios seguros donde pueden ejercitarse ciertos intelectos y sensibilidades. Solo hay que ampliar más el foco para acoger nuevos rituales que nos permitan, socialmente, incorporar la ancestralidad, dejar atrás inercias que no nos hacen bien, deshacernos del optimismo moderno que nos hace creer que las tecnociencias lo pueden todo. Y en este camino, reencantar afirmativamente el desencanto del que hablaba Weber, para clausurar el mundo que describía mientras damos luz a uno nuevo.
Este texto es el resultado de una serie de experiencias y conversaciones que se han prolongado a lo largo de los años. Quiero agradecer a todas las personas que han compartido conmigo su curiosidad, sabiduría y generosidad.
Deja un comentario