De la videovigilancia literaria al videocontrol de Black Mirror

-Yo les entiendo, ¿nunca has querido que alguien te mire?
-Que te miren, vale, pero que te espíen es muy distinto.
-A mí no me parece tan distinto –dijo el chico–.

Belén Gopegui

I. Recapitulación de secuencias.

En 1974, Francis Ford Coppola presenta su película The Conversation, en la que Gene Hackman encarna a un experto en escuchas y seguimiento que se vuelve paranoico pensando que está siendo víctima de la vigilancia de otro. En 1985, recuperando el espíritu de anteriores distopías literarias y cinematográficas, la película Brazil de Terry Gilliam visibiliza la presencia del control ciudadano a través de pantallas y cámaras. Otra cinta que mezcla control físico y televigilancia de sus protagonistas es The Game (David Fincher, 1997), donde el millonario Nicholas van Orton decide participar en un juego en el que por primera vez pierde el absoluto control de su entorno, dejándolo en manos de un sospechoso equipo de proveedores de fuertes sensaciones lúdicas. En 2000 aparece en las tiendas estadounidenses el videojuego de control familiar The Sims, donde el jugador rige los destinos virtuales de una familia; ese mismo año, Mark Danielewski recuerda en House of Leaves: The constant eye of CCTV systems routinely installed in local banks or the lavish equipment and multiple camara operators required on MTV’s Real World”. En 2001 se publica la novela de Ariel Dorfman Terapia, una novela bien construida mediante diversas tramas sucesivas compuestas como círculos dantescos, dirigidos a narrar un descenso a los infiernos de la conciencia. Cada parte del libro se abre con una cita del autor de la Divina comedia, para detallar cómo Graham Blake, uno de los mayores empresarios de América (el protagonista, como en la película de Fincher, es acaudalado), va paulatinamente replanteándose su conducta, sus principios, su entorno y su misma moral. Para ello, se somete a una curiosa terapia, procurada por el extraño doctor Tolgate, con el propósito de dejar su mente libre de fantasmas: “nosotros vendemos una Conciencia Limpia” , le dice el doctor. La ironía de Dorfman toma tintes de auténtica distopía literaria: la compañía de Tolgate, patrocinada por algún multimillonario oculto que no descubrimos hasta el final, comienza a trabajar espiando a sus clientes antes de que estos necesiten sus servicios. La terapia consiste en que el paciente se dedica también a espiar, manipular y controlar por completo a una familia elegida al efecto (véase Familia, 1996, de Fernando León de Aranoa); la “curación”, que en ocasiones recuerda a la maligna cura de La naranja mecánica de Burguess, se logrará si el manipulador hace más bien que mal a la familia que dirige como un Demiurgo: es “como planificar una campaña publicitaria: plazos perentorios, cambios sorpresivos, manipulación de imágenes, excepto que aquí yo maniobraba y desplegaba a gente real en un espacio real” (p. 56). En ese mismo año de 2001 Ricardo Menéndez Salmón publica su novela Panóptico, que reflexiona sobre el diseño penitenciario de Jeremy Bentham.

En 2002 comienza a emitirse en la cadena HBO la serie The Wire, creada por David Simon, basada en la importancia de las escuchas y la vigilancia en la lucha contra el narcotráfico en la ciudad de Baltimore. El duo de artistas italianos 0100101110101101.org, compuesto por Eva y Franco Mattes, desarrolló durante ese mismo 2002 su proyecto Vopos, consistente en hacerse seguir por un satélite de vigilancia durante todo el año. En 2005, otro personaje literario que se torna millonario súbitamente, el anónimo protagonista de Reminder de Tom McCarthy, crea una especie de juego de control, en este caso sobre a partir de la reconstrucción real de un recuerdo, en el que involucra a cientos de personas con funestas consecuencias. En 2007 el poeta Rubén Martín escribe su poema “Panóptikon (segunda toma)”, donde leemos: “Si dejas de mirarme / moriré (…) Para siempre: yo vigilo, tú vigilas / y lo que aquí está escrito nos vigila a los dos. // Dentro del pájaro, la jaula”. En 2009 Germán Sierra aporta en su novela Intente usar otras palabras el término “panoptofilia”, definido por un personaje como “la inversión actual de la paranoia: el deseo de que alguien observe cada instante de nuestra vida”. Esta es la nueva dinámica social, según el escritor gallego: “me miran, luego soy” (p. 144), apuntando un esse est percipi sobre el que luego volveremos. Antes, el narrador había dicho: “Piensa que cada centímetro cuadrado de las ciudades es constantemente vigilado, filmado, fotografiado. Calcula en cuantas filmaciones se filma casualmente a otros que, a su vez, estarán filmando. En cuantas instantáneas tomadas al azar puede apreciarse la presencia de cámaras de seguridad que te vigilan. En cuantos agentes se dedican a sacar fotos a los que sacan fotos de objetos o lugares que no deberían ser fotografiados. En cuantos recuerdos de turista aparecería su propia figura como una pieza más del paisaje urbano.” (p. 71). Otro ejemplo panoptofílico sería el Alex Franco de Providence: “sin embargo, la perspectiva paranoica de ser vigilado por extraños no me paralizó”.

Banksy, «What are you looking at?»

En 2010 el tema se recupera en otras dos novelas; Diego Doncel lo aborda en Mujeres que dicen adiós con la mano: “me quedo aún más sola en esta estación de Atocha. El altavoz me recuerda que debo vigilar mis objetos personales, que nuestros movimientos están siendo grabados por un sistema de vídeo, como si la estación fuera un gran plató televisivo. La capacidad para vigilarnos unos a otros es ahora infinita, aunque en realidad nadie sepa quién vigila a quién”. Por su parte, Óscar Gual escribe en Fabulosos monos marinos: “Mientras tanto, la torre central panóptica les vigilaba como un ente divino, un ojo ubicuo que se divertía viéndoles interactuar como cangrejos en un acuario”.

Otra novela importante al efecto, aparecida el año siguiente, es La mano invisible (2011), de Isaac Rosa, donde los protagonistas aceptan trabajar en una nave industrial en la que saben que van a ser observados, e incluso grabados trabajando. Ignorantes acerca de si su actividad forma parte de algún tipo de experimento, obra de arte o fenómeno puntual, todos los diversos trabajadores tienen una especial relación con el hecho de ser mirados. El albañil “demora la elección unos segundos como una coquetería de quien se sabe observado y cree despertar alguna expectación con sus actos”. A la montadora “no, no le importaba que la mirasen mientras trabajaba (…) estaba acostumbrada a ser observada (…) por sus jefes, ya fuera mediante cámaras de seguridad de las que nunca estaba segura de si al otro lado habría alguien mirando pero su sola presencia ya bastaba para sentirse vigilada y actuar como si en efecto la viesen en pantalla; o directamente, por el director desde su despacho elevado que tenía un ventanal con uno de esos espejos que permiten ver sin ser visto, cuyo efecto era idéntico al de la cámara; no importaba si estaba al otro lado del espejo mirando, lo importante es que podía estarlo” (p. 49). En cuanto a la limpiadora, “cuando la entrevistadora le preguntó si le importaba que la mirasen mientras fregaba, ella se rió y dijo que al contrario, que estaría encantada si la mirasen, eso sí que sería una novedad, porque para que la mirasen primero tendrían que verla, lo que a menudo no sucede. Está acostumbrada a su invisibilidad, ha sido así en todos los sitios en donde ha fregado, y son muchos en tantos años. Unas veces era invisible a los demás porque trabajaba sola, cuando todos se habían marchado a casa y que se quedaba ella con toda una planta de oficinas para quitar el polvo, vaciar papeleras y ceniceros, fregar los suelos (…) para que al día siguiente los trabajadores encontrasen todo como si un fantasma hubiera devuelto al orden lo que ellos dejaron lleno de papeles, envoltorios de comida, ceniza y huellas pringosas en las mesas” (p. 144). El camarero se siente un poco excluido del grupo: el público no le mira ni le sacan fotos al pensar que su trabajo es real (pp. 246-47), a la mecanógrafa “desde los primeros días le incomodó sentirse observada” (p. 293).

El planteamiento de Rosa recuerda un caso verídico, comentado por Baudrillard:

«A principios de los años ochenta, cuando la metalurgia lorenesa entró en una crisis definitiva, los poderes públicos tuvieron la idea de paliar ese hundimiento creado un parque de atracciones europeo, un parque temático “inteligente” destinado a dar un respiro a la región. Recibió el nombre de Schtroumpfland. El director de la difunta siderurgia pasó a ser de forma natural director del parque de atracciones y se contrató de nuevo a los metalúrgicos en paro como schtroumpfmen. Más tarde, cuando el parque también tuvo que cerrar sus puertas por distintas razones, los ex metalúrgicos reconvertidos en schtroumpfmen volvieron a encontrarse en paro. Sombrío destino que, tras haber hecho de ellos las víctimas reales del trabajo, los convirtió en fantasmas del tiempo libre para acabar convirtiéndoles en parados de ambas cosas.»

En la novela de Rosa, los trabajadores son vigilados por un informático, que diseña un programa para controlar a distancia el rendimiento laboral de las personas; el nombre del programa, por supuesto, es “Panoptic” (p. 343).

Las últimas etapas de este micromundo de control a medias real y a medias digital las tenemos en las series de televisión Homeland (Showtime / Fox21, 2011), Person of interest (CBS, 2011) y Black Mirror (Zeppotron, 2011), sobre las que luego volveremos.

II. De la videovigilancia al videocontrol

En un ya lejano texto decíamos que las sociedades de encierro de Foucault habían dejado paso a las sociedades de control de Deleuze, aunque las metáforas del panóptico de aquel, como hemos visto, siguen muy presentes en estos días. No hace falta ya, para la gestión del poder, controlar físicamente los actos, basta con vigilarlos; según expuso Lipovetsky, “para sustituir a la antigua sociedad disciplinario-totalitaria, ya está en marcha la sociedad de la hipervigilancia”. Los nuevos modos telemáticos de comunicación tienen un doble efecto, señalado hasta la saciedad: otorgan libertad a los ciudadanos por un lado, y se la quitan por otro. “Vivir en un entorno de información”, escribe Derrick de Kerckhove, “significa al menos dos cosas. La primera, que todos nos estamos convirtiendo en faros de información. La segunda, que es tanto lo que puede saberse y lo que puede hacerse público, que no hay lugar donde esconderse”. Por este motivo, estamos pasando de la videovigilancia al videocontrol, que tiene lugar cuando los sistemas de seguridad no funcionan ya según el tradicional modelo de circuito cerrado, sino que pasan a conectarse en red, funcionando como “circuito abierto para unos pocos”, parafraseando el título de Soto de Rojas: aquellos que tienen acceso a la conexión, que pueden acceder a las cámaras de seguridad y leer la realidad en red, observando cruzadamente pantallas, como el Ozymandias de Watchmen (Alan Moore y Dave Gibbons, 1986-87).

Ozymandias

Quizá alguien puede pensar que esta descripción es exagerada o apocalíptica, pero en realidad puede quedarse corta. Veamos, como muestra, este ejemplo tomado de la prensa:

“A primera vista, la última estrategia de Chicago de lucha contra el crimen parece estar tomada de un guión adaptado de Hollywood. Uno ve a un ladrón meter la mano en la hucha roja del Ejército de Salvación, en medio de una multitud de compradores en State Street, y marca el 911 desde el móvil. En segundos, una imagen de vídeo del lugar del comunicante es transmitida a un dispositivo de pantallas de ordenador. Un oficial acude y mediante la radio policial es dirigido al sospechoso, cuya descripción y localización precisas son suministradas por el dispositivo al visionar el vídeo, conduciendo a un rápido arresto. Esta cadena de hechos de hecho sucedió en el Loop en diciembre, dijo Ray Orozco, director ejecutivo de la Chicago Office of Emergency Management and Communications. ‘Ahora podemos echar inmediatamente un vistazo a la escena del crimen si quien llama al 911 está situado en un perímetro de 150 pies alrededor de una de nuestras cámaras de videovigilancia, incluso antes de que llegue la primera respuesta’, dijo el Sr. Orozco. La tecnología, un sistema de dispositivos asistidos por ordenador, fue costeada con una beca de seis millones de dólares del Departament of Homeland Security. Ha estado en uso desde una prueba realizada en diciembre. ‘Una de las mejores herramientas que una gran ciudad puede tener son indicadores visuales como las cámaras, que pueden ayudar a salvar vidas’, declaró el Sr. Orozco. Además de la red de cámaras de la ciudad, dijo Orozco, el nuevo sistema puede también conectar cámaras de lugares privados como atracciones turísticas, edificios oficiales y campus universitarios. Veinte compañías privadas han aceptado ya formar parte del sistema, según comenta un portavoz del Sr. Orozco, y se espera que 17 más lo hagan próximamente. Alegando motivos de seguridad, la ciudad no va a decir cuántas cámaras forman el sistema.”

Karen Ann Cullotta, “Chicago Links Street Cameras to Its 911 Network”, New York Times, 21/02/2009, p. A9, traducción mía.

III. Zing

No todo tiene por qué ser negativo. El documental del artista Flavio G. García Zing (2012, DV cam, 16m) se propone la persecución de gestos humanos de calidez en la calle madrileña mediante la grabación secreta con teleobjetivo. Los últimos tres minutos del vídeo registran una significativa conversación con unas chicas, a quienes les explica el proyecto y les comenta la dificultad de encontrar gestos cálidos en un clima nocturno supuestamente festivo pero que la cámara capta, con su gélida objetividad espía, como triste y desolador.

En este caso el videocontrol procura objetivos de reversión, al eliminar la frialdad: en vez de dirigirse a eliminar lo humano, Flavio G. García persigue su recuperación, poniendo el teleobjetivo al servicio de los sentimientos.

IV. Black Mirror

La creciente presencia de las cámaras ocultas y de los sistemas de vigilancia en las series norteamericanas ha sido ya apuntada por Jorge Carrión en Teleshakespeare (2011) para series como Los Soprano, The Wire o Breaking Bad. Sin embargo, en series aparecidas después de la publicación de su ensayo, como Homeland, Black Mirror o Person of interest la videovigilancia se convierte en el gran tema que permite acceder a la intimidad de las personas para predecir sus actos o revelar sus verdaderas intenciones. En el segundo episodio de Person of Interest y en el primero de Homeland, hay apelaciones directas, explícitas, al Big Brother como referencia o símbolo de lo que se está haciendo. Este es el momento en que Carrie se hace en Homeland con el videocontrol del hogar del sargento Brody:

En ambos casos la mención del gran hermano orwelliano aparece ligada al uso ilegal de tecnologías de espionaje. En principio, se opta por el recurso a la vigilancia ilegal para prevenir crímenes mayores y más graves, aún no acontecidos: un atentado terrorista, en el caso de Homeland; crímenes no perseguidos por la policía, en el de Person of Interest; algo que nos pone en la senda de Philip K. Dick y su Minority report (1956).

Pero el tema del videocontrol social está más explicitado en la serie Black Mirror (2011), compuesta sólo por tres episodios. Lo más curioso de Black Mirror es que sea una producción de la empresa Zeppotron para Endemol; algo sorpredente teniendo en cuenta que Endemol es la misma productora que se volvió multimillonaria de la noche a la mañana gracias a la creación del programa Gran Hermano. No deja de ser irónico que los inventores de las incabables series de Big Brother que pueblan todos los canales del mundo sean ahora quienes costean la reflexión crítica y artística sobre el asunto, en un giro de tuerca muy parecido al del segundo episodio de Black Mirror, “Fifteen million merits”. En este episodio queremos centrarnos, puesto que nos parece adecuado, a pesar de sus señalados defectos, para relacionar la sociedad de ultraconsumo y videovigilancia con los conceptos de reality show y de la importancia de la pantalla como interfaz social.

Describiendo brevemente el contenido, el capítulo “Fifteen million merits” presenta en clave distópica un futuro en el que la sociedad obtiene la necesaria electricidad del pedaleo constante de todos sus habitantes en unas bicicletas estáticas conectadas a la red –algo que recuerda a Matrix (1999) y su sistema de cuerpos conectados a la matriz para producir energía eléctrica–. Cada pedaleo constituye un “merit”, un mérito que es además un crédito económico, una unidad monetaria contable. Cada pieza de comida, cada botellín de agua, cada programa consumido en las teleparedes de sus cuartos de reposo cuestan créditos que se van descontando del total obtenido por el pedaleo.

Sólo acumulando millones de méritos pueden los habitantes aspirar a participar en programas de televisión como concursantes, en vez de como espectadores representados mediante avatar electrónico. Las leyes económicas de acumulación, ya apuntadas por Marx en la parte VIII de El capital, son retomadas aquí en un sentido muy parecido al de la novela de ciencia ficción Los mercaderes del espacio (1953); si en esta obra de Frederik Pohl el protagonista debía acumular puntos para paliar su deuda y salir de su permanente situación de déficit (ahorraremos aquí extrapolaciones sociopolíticas), en la serie televisiva no se trata de enjugar deudas sino de articular el consumo para mejorar la imagen social, acumulando créditos para poderlos cambiar por alimentos, para detener la ruidosa publicidad forzada que aparece de súbito en las pantallas, para canjearlos por la posibilidad de intervenir en reality shows o para destinarlos a la compra de ropa o complementos del avatar digital.

Del mismo modo que en el reality estadounidense Storage Wars, donde unos subasteros buscaban objetos de valor entre contenedores abandonados, en el reality de “Fifteen millionmerits”, los participantes encuentran su fin objetivo en la recolección, aunque en la serie el protagonista puede además intercambiar con otros participantes sus objetos de valor, sus méritos, y conferirles un valor afectivo en vez de crematístico. Bing Madsen, el personaje principal, altera las reglas sociales al donarle a Abi, de quien está enamorado, los 15 millones de créditos que posee para permitirle participar en un reality de cazatalentos. Más tarde, desengañado, tendrá que acumular créditos de nuevo para intentar una revolución del sistema mediático que acabará con el propio Bing como nueva celebridad del mismo y parte del espectáculo (un final que, por cierto, desactiva en gran parte la carga crítica del episodio). Pero el oxímoron y la profunda ironía ya estaban deslizados antes: Bing debe ser hiperproductivo para convertirse en revolucionario.

Uno de los aspectos interesantes de la serie es su tratamiento de las pantallas (aludidas desde el propio nombre de la serie, Black Mirror) y la proyección en ellas del aspecto físico, algo medular para entender la profundidad analítica de su discurso. En el mundo descrito en “Fifteen million merits”, los gordos son ciudadanos de segunda, dedicados a labores de limpieza, y son insultados y tratados sin consideración alguna. El motivo es que la salud física está ligada a la productividad: los personajes pedalean frente a pantallas interactivas, en las que pueden elegir entornos de pedaleo (paisajes, ciudades, etc.), pero también rediseñar su avatar, cambiar su apariencia o comprarle adminículos de adorno.

Cuanto más esfuerzo físico (y, en consecuencia, perceptible esbeltez), mayor capacidad económica. La existencia del avatar electrónico, basado en los “Wiis” o personajes de las consolas Nintendo, configura la fantasía proyectiva de la psique del ciudadano, lo que tiene su importancia porque los habitantes de la distopía se relacionan poco entre sí de forma presencial, pero bastante a través de su avatar.

De una forma obvia, los creadores de Black Mirror aluden así a la creciente interacción electrónica que sustituye o aplaza, a través de las redes sociales como Facebook o Twitter, la relación personal y física. Que se utilicen además como modelo de avatar los muñecos animados de la Wii (una consola donde el movimiento físico del jugador genera movimiento digital en la pantalla del avatar) es una elección especialmente afortunada para materializar la ontología del deseo a distancia que explora Black Mirror.

La pantalla es el modo de estar presente en el más allá social, algo rastreable en la obra Windows que el artista Pierre Auboiron diseñó para la sala de turbinas de la Tate Modern, convirtiendo grandes pantallas LED en los ojos a la exterioridad del enorme espacio ciego. Lo que dialoga con la “teoría de las pantallas como ventanas al más allá” de J. P. Zooey.

La líbido simulacral de “Fifteen million merits” alcanza su máxima cota en las pequeñas habitaciones compuestas totalmente por pantallas, que constituyen el minúsculo espacio íntimo de los concursantes. En ellas aparecen de súbito imágenes de vídeo de un canal de pornografía, que sólo pueden ser detenidas cediendo algunos créditos. También en esas pantallas pueden tener interacción “íntima” con el avatar de otras personas.

En la serie hay dos apariciones estelares de la pantalla como protagonista: la primera es cuando Bing intenta romperla, para evitar la visualización de Abi convertida en actriz porno:

La segunda es un guiño claro a HAL, el robot controlador de 2001, una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. HAL es el visor de la segunda imagen:

Que el “hábitat” natural de los personajes de Black Mirror sea configurado por pantallas, que constituyen –wittgenstianamente- los “límites del mundo”, cumple la profecía establecida por Jean Baudrillard en su conocido ensayo “Écran total”: la pantalla se vuelve habitable, se convierte en lugar, pasando de dos a tres dimensiones: “Incluso en el reality show, donde se asiste, en la emisión en directo, en el acting televisivo inmediato, a la confusión de la existencia y de su doble. Ya no hay separación, ni vacío, ni ausencia: uno entra en la pantalla, en la imagen virtual sin obstáculo. Uno entra en su propia vida como en una pantalla”. Desde luego, la creación de una habitación con pantallas en las que se proyecta telerealidad no es un hallazgo de Black Mirror: se remonta ni más ni menos que a Fahrenheit 451 (1953), la novela de Ray Bradbury. Pero mientras que allí la efectividad del contacto era puramente emocional, al sentirse los personajes de Bradbury emotivamente ligados a los personajes de las telenovelas que contemplaban, en Black Mirror hay una dimensión que llega a lo físico, al contacto interactivo, pues esas pantallas son además el medio de conseguir placer sexual así como presencia política en los espacios (televisivos) de representación pública. Si existen numerosas ficciones, tanto librescas como fílmicas, en que los dueños de la sociedad son los propietarios de los medios de comunicación, no son tantos (recuerdo ahora la película The Running Man, de Paul Michael Glasser, 1987) los relatos de ficción donde el poder es detentado por los presentadores de los programas. El objetivo de la sociedad de “Fifteen million merits” es ser famoso; Bing lo consigue de una forma paradójica y corrosiva, haciéndose famoso por la autenticidad y radicalidad de su discurso antisistema. Ya Debord y David Foster Wallace explicaron a la perfección los modos en que el espectáculo admite, felicita y acaba devorando a sus detractores más acérrimos, convirtiéndolos en parte de la lógica espectacular, en su némesis necesaria.

La interacción de los personajes con la realidad simulacral, puesto que las pantallas de este episodio (como las descritas por Orwell en 1984) son de “doble vuelta”, interactivas, se parece mucho a la interacción característica de una instalación de arte contemporáneo. Algo que relaciona asimismo el segundo episodio de la serie con el primero, “The National Anthem”, donde una performance artística penetra brutalmente en el espacio sociopolítico nacional. La construcción de los espacios íntimos de los personajes de “Fifteen million merits” es muy similar en sus planteamientos a varias instalaciones artísticas. Es significativo a este respecto ver cómo George Legrady planea sus obras, a medias entre lo virtual y lo real: “la instalación interactiva toma lugar en un espacio delineado, en un espacio arquitectónico. Tanto él como el área circundante es un espacio localizado y socializado, un lugar de discurso, y de este modo un intrínseco y constituyente elemento del significado global del trabajo. (…) Mi propósito ha sido extender el significado de la obra en el espacio en derredor, describiendo su presencia arquitectónica y las fronteras a través de varios elementos estéticos como proyección de imagen, particiones de pared, coloraciones de muro, citas textuales, imágenes impresas, sonidos y zonas aisladas de ruido. En las instalaciones más recientes la tecnología se ha ampliado a registrar cuidadosamente la presencia del público y sus movimientos, así como a usar con sentido esa información de un modo útil para dirigir el contenido fluyente en el trabajo”. Entre esta construcción artística y la llevada a cabo por los creadores de Black Mirror hay varios puntos en común: la gestión del entorno como parte del discurso, la proyección de imagen como esquirla del significado total de un sistema de representación, el tratamiento del ruido, la lectura de la presencia del público / avatar y el registro de sus movimientos / elecciones / aprobaciones. La intersección entre la carne y la pantalla (la “nueva carne” del Videodrome de Cronenberg) sería no sólo el lugar de aparición de lo político, sino también de lo libidinal, a través de la proyección en ella de las fantasías, en un doble sentido: verse delgado y atlético para formar parte del sistema y ser ciudadano de primera, por un lado; que los demas vean atractivo y arrollador tu avatar digital, como forma de ser percibido de un modo socialmente respetado y triunfante, por otro. El esse est percipi de Berkeley construido como piedra angular del sistema.

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  • Artaraz | 24 febrero 2012

  • marta | 07 marzo 2012

  • Paloma G. Díaz | 16 mayo 2012

  • Albert | 13 noviembre 2012

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De la videovigilancia literaria al videocontrol de Black Mirror