Cuidado con el portero. Tecnología y vigilancia vecinal

Cómo se desarrollan las nuevas herramientas digitales de vigilancia en la actual cultura del control y la seguridad.

Sala de seguridad de la cárcel de Brisbane, c. 1988

Sala de seguridad de la cárcel de Brisbane, c. 1988 | Queensland State Archives | CC BY-NC

En un mundo lleno de incertidumbres, muchas personas buscan un lugar seguro en el que vivir en paz. Consciente de esa necesidad, la industria de la seguridad ha impulsado plataformas y dispositivos destinados a la protección de casas y vecindarios que, sin embargo, fomentan la cultura de la desconfianza y el control social.

En 2019, la fotógrafa Blanca Munt descubrió que en su barrio existía un chat vecinal para alertar de posibles robos en domicilios. Vivía en Mira-sol, núcleo de chalets unifamiliares de Sant Cugat del Vallès, uno de los municipios más ricos del Estado. Tras conseguir que sus padres le dieran acceso al grupo, Munt fue testigo de cómo lo que parecía una herramienta útil para prevenir la delincuencia y conocer mejor a sus vecinos se convertía en un canal lleno de tensiones y refriegas fruto de una combinación entre temor, recelo e indignación ante lo que era percibido como una amenaza constante a su seguridad. Parte de aquellas conversaciones se recoge en el fotolibro Alerta Mira-sol, incluido en la exposición «Suburbia. La construcción del sueño americano».

A medio camino entre la tragedia y la farsa, Alerta Mira-sol refleja el concepto de disturbia, que hace referencia a las ansiedades de las personas que viven en los suburbios de las grandes ciudades. Acuñado en 1960 por la pareja de psicólogos Richard y Katherine Gordon, aglutina el miedo a la invasión del domicilio que tanto se ha explotado en la ficción estadounidense, ya sea con la irrupción de vándalos, ladrones o asesinos en serie. Un temor que, por otro lado, está implícito en el estilo de vida suburbano, ya que este fomenta las casas idénticas habitadas por familias homogéneas en edad, ingresos y estilo de vida; y en el que la noción de «el otro» está claramente delimitada.

Esta huída de los núcleos urbanos, sin embargo, no soluciona el problema. Tal y como señala el periodista Jorge Dioni López en La España de las piscinas: «Los muros no crean tranquilidad, sino ansiedad. Cuanto más intenso es el deseo de orden y tranquilidad, más cosas hay que parecen ambiguas y, por tanto, potencialmente peligrosas. Nunca hay bastante dosis de muro».

De vecinos a vigilantes

Los grupos de WhatsApp, un mal necesario que abarca los ámbitos más diversos, son útiles para solucionar los problemas cotidianos de una comunidad. En el caso concreto de la seguridad, sin embargo, pueden albergar conversaciones que adoptan rumbos inciertos. «¿Pueden mis vecinos ser violentos?», se pregunta preocupada Blanca Munt al leer algunos mensajes que animan a arremeter contra los intrusos de Mira-sol. Y es que chats como los descritos en su fotolibro canalizan preocupaciones atávicas muy difíciles de gestionar, que desembocan fácilmente en la intolerancia y la exaltación.

El fenómeno de la organización vecinal contra la inseguridad no es nuevo. Podría enmarcarse en una serie de prácticas que nacieron en Estados Unidos en la década de los 60 y que vinieron a llamarse neighbourhood watch, vigilancia vecinal, una estrategia de prevención del delito en la que la propia comunidad toma un rol activo para proteger su vecindario, avisando a la policía de la presencia de cualquier persona o actividad sospechosa. Aunque el carácter de estas experiencias depende mucho del contexto específico en el que surgen, son de naturaleza problemática por definición, ya que en cierto modo se apropian de una función coercitiva que corresponde a las fuerzas del Estado.

Desde un punto de vista ideológico, esta práctica se fundamenta en el convencimiento ultraliberal de que el individuo no solo no se beneficia del Estado, sino que en cierta medida vive coartado por él. Sus defensores más acérrimos argumentan que es necesario «recuperar» ciertos poderes y responsabilidades que les han sido arrebatados, entre ellos el derecho a garantizar su propia seguridad. Esta filosofía puede llevarse a la práctica de las formas más diversas, que van desde las comisiones de vecinos que comparten información y recomendaciones a la contratación de seguridad privada, pasando por la organización de patrullas vecinales. Estas últimas son especialmente controvertidas, porque visibilizan de una manera muy tangible la hostilidad hacia lo distinto y desconocido, lo que a menudo atrae a grupos xenófobos y de extrema derecha.

La seguridad del anillo

La tradición de vigilancia comunitaria en Estados Unidos ha evolucionado tecnológicamente más allá de los grupos de WhatsApp y, en la actualidad, diversas plataformas permiten a los residentes de cualquier vecindario compartir información y reportar actividades sospechosas. Es el caso de aplicaciones como Citizen, antes conocida como Vigilante, cuya misión es «hacer de tu mundo un lugar más seguro». El servicio genera alertas en tiempo real de las llamadas que reciben los teléfonos de emergencia y geolocaliza los datos en un mapa, animando a los usuarios a grabar vídeos de lo que está ocurriendo para informar al resto de la comunidad. Incluso Nextdoor, que nació como una herramienta para fomentar la ayuda mutua y que tuvo un repunte de popularidad durante la pandemia de coronavirus, ha sido cuestionada como herramienta que puede fomentar el racismo y una cultura de la paranoia.

Entre todas las plataformas, no obstante, Neighbors destaca por encima de las demás. No tanto por sus funcionalidades, ya que muchas de ellas son comunes a los servicios de la competencia, sino por haber tejido una red de relaciones público-privadas que ha desembocado en uno de los episodios de vigilancia más inquietantes de los últimos tiempos.

Profundicemos en los detalles: Neighbors es una aplicación que conecta a usuarios para compartir temas relacionados con la seguridad. La plataforma es propiedad de Ring, un fabricante de dispositivos domésticos inteligentes para el hogar, conocido especialmente por su vídeo timbre, que permite ver a las personas que se acercan a una puerta a través de un smartphone y hablar con ellas, independientemente de dónde se encuentren los propietarios. El artilugio es tan popular que domina su mercado, hasta el punto de que su nombre se ha convertido en la denominación genérica para toda la categoría. Un último detalle: Ring es propiedad de Amazon, que compró la compañía en 2018 y encajó el producto en su ofensiva para disputar el mercado del Internet de las Cosas, usando su marketplace como plataforma de venta y distribución.

Como decían en La Haine: «Hasta aquí, todo va bien». La cosa se vuelve (más) complicada porque Neighbors incluye una funcionalidad que permite no solo alertar de incidentes, sino también compartir imágenes capturadas con los productos Ring. Esto significa grabaciones en alta resolución de todo aquello que se ve desde la puerta de una casa, ya sean vehículos o transeúntes, incluyendo a menores de edad. Y por si fuera poco, entre 2018 y 2024 Ring estableció acuerdos con más de dos mil fuerzas y cuerpos de seguridad de Estados Unidos para facilitarles imágenes bajo demanda si estos las solicitaban para alguna investigación.

En la práctica, miles de agentes de policía tuvieron acceso a un portal a través del cual podían elegir una fecha, una hora y una ubicación en un mapa, y los usuarios de Neighbors con cámaras en las proximidades recibían alertas para autorizar el acceso al contenido. En los modelos de vídeo timbre más avanzados, estas grabaciones eran en alta definición, con visión nocturna en color e incluso reproducciones del recorrido que las visitas llevaban a cabo en los alrededores de las casas, gracias a la detección de movimiento en 3D.

Ring siempre defendió que las imágenes se proporcionaban con el consentimiento de los usuarios, pero en 2022 confesó, a petición de un senador de Estados Unidos, que había facilitado grabaciones sin consentimiento ante situaciones que los responsables de la empresa habían valorado como «emergencias». La compañía también argumentó que la policía nunca supo qué propietarios específicos recibían las solicitudes, pero una investigación de Gizmodo reveló las ubicaciones de decenas de miles de cámaras en quince ciudades, estudiando los metadatos de más de sesenta y cinco mil publicaciones correspondientes a quinientos días de actividad en la aplicación.

Por si fuera poco, la empresa también ha protagonizado distintos accidentes de seguridad que incluyen no solo ataques de hackers, sino la revelación de que sus empleados tenían acceso a las imágenes en directo y en diferido de todas las cámaras y que el almacenamiento de las grabaciones se hacía sin encriptar. Probablemente por todo ello, Ring anunció en enero de 2024 que detenía su colaboración con las fuerzas de seguridad, poniendo fin a seis años de acceso a las grabaciones.

La ventana indiscreta

Aunque pueden contribuir a una mayor seguridad, o al menos a dejar más tranquilos a sus propietarios, herramientas de vigilancia como Ring también acrecientan la sensación de amenaza y la sospecha permanente, fundamentales para una cultura del control. Pese a que se ha convertido en un lugar común, la referencia a Foucault es inevitable: el filósofo francés ya señaló en 1975 cómo la sola consciencia de que uno puede ser observado en cualquier momento (el panóptico, en este caso la red de cámaras de Ring) ejerce un poder sobre uno mismo de manera automática, con independencia de si se le vigila de verdad o no.

Blanca Munt escribe en Alerta Mira-sol que uno de los aspectos más desasosegantes del grupo de chat en el que participó era que, lejos de fomentar un sentimiento de comunidad, reflejaba su disgregación absoluta, impulsada por un miedo que hacía sospechar de todos y de todo, preludio de lo que tan solo unos meses después significaría el coronavirus. El sueño de la vida suburbana, con sus calles tranquilas y sus parcelas delimitadas, se convertía en un destierro en el que era vital desconfiar de lo desconocido.

La paradoja de la seguridad en las zonas residenciales es que, si bien sus habitantes huyen de las grandes ciudades en busca de paz y tranquilidad, también dejan atrás espacios de socialización y encuentro que pueden ser esenciales para vivir de una manera segura. Esta era una de las convicciones de la teórica y activista del urbanismo Jane Jacobs, que, en su clásico Muerte y vida de las grandes ciudades, defendió que cuanto más pobladas y diversas son las calles, cuantas más ventanas pueden ver qué ocurre en el exterior, mayor es su seguridad, ya que la observación está repartida en los ojos de decenas de vecinos, tenderos, transeúntes, camareros… «Que la seguridad en las calles dependa de una vigilancia e inspección mutua suena terrible -reconocía-, pero en la vida real no es así. La seguridad de la calle es mayor, más relajada y con menores tintes de hostilidad o sospecha precisamente allí donde la gente usa y disfruta voluntariamente las calles de la ciudad y son menos conscientes, por lo general, de que están vigilando».

Por tanto, puede que el secreto no esté en minimizar la inseguridad o en usar la tecnología para mejorar la vigilancia, sino en entender que el cuidado mutuo es un elemento que surge en los vecindarios y comunidades que crecen en condiciones sanas, en los que la protección de lo propio está articulada en los intereses compartidos de la comunidad.

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