Las tecnologías digitales reducen costos, son más eficientes y permiten una mayor especialización. Sin embargo, pocas veces se habla de lo que perdemos con la digitalización, de quiénes quedan excluidos en el proceso o de cuáles son sus fronteras. A menudo, las personas mayores, con sus decisiones conscientes e informadas sobre las tecnologías digitales, son las que nos muestran los límites de la digitalización.
La semana pasada fui a un restaurante. Éramos un grupo de amigos que nos reencontrábamos después de la pandemia, había una bebé nueva, había sido necesario algún que otro viaje transoceánico para poder quedar y casi todos lucíamos muchas canas nuevas. Como en tantos otros restaurantes pospandemia, nos recibieron con la carta en un código QR. Ya se sabe lo que pasa, en vez de hablar con tus amigos, mirarlos a la cara o tener en brazos a la nueva bebé, cada uno se sumerge en el universo de su teléfono, donde alguien ha intentado encajar lo que era una carta de varios folios A4 en una pantalla de mano. La pantallita interrumpe el flujo de la comunicación y la espontaneidad del momento, pero esto ya no es nuevo. Lo nuevo vino al final. El camarero se acercó para decirnos que con el mismo código QR también podíamos pagar, que podríamos abonar cada uno lo suyo o dividir la cuenta en partes iguales, y que era tan fácil como hacer una compra por internet. Que si alguien en particular no sabía hacer una compra por internet, lo llamáramos. Efectivamente, no volvió a pasarse por allí hasta que se resolvió el tema de la cuenta, aunque la familia con los dos bebés ya dormidos en brazos no tenía manos ni ganas de resolver el acertijo del QR. Pero el problema de la digitalización forzada de la sociedad institucionalmente se reduce al problema personal de tener las habilidades digitales necesarias.
Y así hemos sido testigos de la forzada digitalización de la sociedad. Por una parte, los ciudadanos usan más las tecnologías digitales; más habitualmente y para más funciones. Por otra parte, se han digitalizado nuevos productos y servicios que refuerzan cada vez más la ciudadanía digital. Esta ciudadanía digital resulta fundamental pero inalcanzable para algunos colectivos en determinadas circunstancias, especialmente para las personas con menos habilidades digitales, entre las que se encuentran muchas personas mayores.
Con la pandemia se incrementó la digitalización del dinero; como mínimo en Barcelona, ya no se puede pagar con dinero en metálico el billete sencillo de autobús. También se digitalizó la receta médica, en la Seguridad Social ya no la entregan impresa. Se extendió el uso de diferentes sistemas de validación de la identidad: la clave pin, el DNI electrónico y la firma electrónica. Los típicos dispositivos de audioguías pasaron a ser aplicaciones que tienes que descargar en tu móvil, y encontrar tú mismo la audioguía correspondiente a la exposición que estás visitando. Y finalmente, se popularizó la compra digital anticipada de las entradas a museos, conciertos y demás eventos culturales.
El tecnoptimismo imperante solo ve las ventajas de la digitalización. Se necesitan menos camareros en el restaurante, el conductor del autobús no pierde tiempo vendiendo billetes, se ahorra el papel de las recetas médicas, billetes y entradas, se reduce el tiempo de los funcionarios y cajeros dedicados a atender al público. Los museos no tienen que gestionar los dispositivos de las audioguías. Pero a menudo no ven el costo para quienes quedan excluidos de estos servicios, o la autonomía que pierden quienes no pueden acceder al servicio directamente, ni el impacto en el derecho a la igualdad de oportunidades y a no ser discriminado.
Quienes no pueden o no quieren ejercer la ciudadanía digital pasan a depender de la solidaridad de familiares o amigos, o son castigados por el sistema con un procedimiento más engorroso que su predecesor analógico. Hay a quienes todavía nos resultan útiles los teléfonos móviles que la industria da por obsoletos, y no tenemos espacio ni para una audioguía más. Si no tienes espacio para instalar la audioguía en tu móvil, te puedes quedar sin acceso al servicio. Si no haces la compra digital anticipada de los eventos culturales, te arriesgas a quedarte sin entrada. Si no puedes acceder a tu receta médica en la app de La Meva Salut, puedes preguntar al farmacéutico qué medicamentos tienes disponibles, pero en el boca a boca se pueden perder detalles fundamentales que nos interesan en el momento de la compra, como la dosis o la frecuencia en la toma del medicamento. Aunque en la estadística oficial diga que en España el 94 % de la población adulta se conecta a internet a través de dispositivos móviles (Eurostat, 2021), esto no significa que puedan usar todos estos servicios, o que los puedan usar cada día o estén dispuestos a perder las ventajas del servicio analógico.
Hay muchas razones por las que no puedes o no quieres acceder a los servicios digitales. La falta de habilidades digitales o la falta de interés en los servicios digitales son seguramente algunas de las más comunes. La falta de habilidades e interés en las tecnologías digitales suele estar asociada a los sectores más vulnerables de la población, con un nivel socioeconómico menor y con menos oportunidades de contacto habitual con diversas tecnologías digitales, como las personas mayores que no trabajaron por cuenta ajena o que por su trabajo no tuvieron que usar ordenadores. Aun así, hay jóvenes que son expertos en redes sociales en el móvil pero que no sabrían instalar la firma electrónica ni lo que es una hoja de cálculo. Pero también puede darse el caso de que no quieras acceder a los servicios digitales por saturación digital; cada vez más jóvenes abogan por el derecho a la desconexión digital. O que no puedas por restricciones puntuales de acceso, por ejemplo, el día que se te ha roto el móvil.
Llegados a este punto, ya no sorprende que algunas de las víctimas de la forzada ciudadanía digital alcen su voz en contra del tecnoptimismo imperante, ya sea en la esfera privada o en la pública, y ayudan a la sociedad a reflexionar sobre las utopías de la digitalización. A menudo son las personas mayores las que nos muestran los límites de la digitalización de la sociedad, y no solo porque algunas de ellas no tengan las habilidades digitales necesarias, sino porque no están dispuestas a perder las ventajas del mundo analógico que han conocido hasta entonces y que aprecian por su calidez, versatilidad y familiaridad.
Uno de los pocos casos públicos opuestos al tecnoptimismo imperante es la campaña en contra de la despersonalización de la banca iniciada por Carlos San Juan en change.org. En cambio, en la esfera privada, muchas otras personas mayores a menudo se posicionan en contra de la forzada digitalización. Prefieren no tener WhatsApp ni tener que comunicarse por mensajes de texto que la gente medio escribe y medio lee, porque prefieren una llamada de voz en la que pones y recibes toda la atención. También hay quien renuncia a pelearse con el código QR y prefiere la solidaridad de alguien que les lee la carta y con quien pueden ir comentándola. Aunque seguramente preferirían poder seguir sacando el dinero en metálico y controlar el gasto por medio de la cartilla del banco a tener que depender de otros con los que seguramente no tendrían por qué discutir cómo manejar sus finanzas.
Sin embargo, se escucha poco a las personas mayores que alzan la voz en contra del tecnoptimismo imperante. Resuenan más las ideas de aquellos jóvenes que abogan por una desconexión digital que las de los mayores cuando se quejan de la despersonalización de los servicios, aunque ambos vayan en la misma vía.
A las personas mayores se les acusa de no saber usar las tecnologías digitales y de no querer modernizarse, y se aboga fuertemente por incorporarlos en la sociedad digital para superar la brecha digital. Cuando, en realidad, quienes no son usuarios de las tecnologías digitales o de ciertos servicios no solo están influidos por las oportunidades digitales que hayan tenido a lo largo de la vida y su trayectoria digital, sino que también se apoyan en decisiones conscientes e informadas que cuestionan los valores y que corren peligro con la digitalización.
A las personas mayores se les suele acusar de difundir fake news, de difundir cadenas de mensajes por WhatsApp, de no conocer el significado correcto de los emojis o de enviar inútiles mensajes de «¡Buenos Días!» Estos usos, más que un problema de falta de habilidades digitales son una oportunidad para empatizar con el momento vital del otro y sus necesidades emocionales. En cambio, se les hace poco caso, a pesar de que abogan por más servicios cara a cara, menos mensajes de texto y más llamadas síncronas. Es decir, defienden la inclusión, la calidez y la verdadera personalización de las experiencias.
Julio | 18 octubre 2022
Me parece un poco ignorante intentar que personas que no han tenido un contacto tan profundo con las tecnologías las dominen de la misma forma que los nativos digitales, o remotamente similar. Conozco personas que, aún habiendo trabajado con ello, tienen problemas al entender los programas.
Todo ha avanzado muy deprisa. A pesar de que son lo más intuitivos posibles, hay quienes no se enteran, porque están acostumbrados a otros esquemas.
Si quieres ver tus facturas puedes entrar en la app de tu compañía. Si buscas información puedes acceder a la web de cualquier medio. Pero es posible que las herramientas, a pesar de existir la información, no estén suficientemente adaptadas. O ya por el deterioro y la falta de experiencia y comprensión, no puedan adaptarse a las tecnologías y tengan que recibir asistencia presencial.
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