Los hospitales psiquiátricos modernos surgieron a principios del siglo XIX con la intención de prolongar los valores de caridad y custodia de los antiguos manicomios. Sin embargo, la reclusión de la locura demostró estar muy lejos de aportar las condiciones necesarias para la recuperación de la razón en los locos. A mediados del siglo XX, un cambio de paradigma permitió sustituir el modelo manicómico por otro de marcado carácter comunitario, abriendo las puertas de aquellas instituciones al arte y la cultura y revitalizando la vida social de sus pacientes.
La historia de las instituciones mentales es un relato eminentemente político. Instrumento de control para unos, vía de tratamiento y curación para otros, los hospitales psiquiátricos modernos irrumpieron a principios del siglo XIX en una sociedad cuyos locos [1] habían sido (relativamente) libres hasta ese momento. Eso sí, gozaban de una (hipotética) libertad que, dependiendo de su lugar y época de nacimiento, les situaba en la categoría de seres iluminados o de marginados. La instauración de estos espacios de intervención supuso para todos ellos un cambio de paradigma social. La comunidad abordaba, por fin, los casos de todos los que, por decirlo de algún modo, eran diferentes.
Pero la interpretación de esa diferencia estaba (y está) supeditada por completo a las ideas del observador. Podía ser apreciada por la diversidad que aportaba al conjunto o despreciada por el hipotético peligro que suponía para la norma preestablecida. Más bien siguiendo la segunda perspectiva, los primeros hospitales psiquiátricos pretendieron proteger a la sociedad del loco y al loco de sí mismo. Aquellas paredes aún impregnadas de antiguos valores como la caridad o la custodia encerraban la locura sin más promesa que la de estudiarla y sin más esperanza que la de una recuperación por medio de intervenciones aún demasiado rudimentarias. La voluntad de curar existía, pero todavía era demasiado pronto para disponer de las herramientas adecuadas o para comprender que, en algunos casos, no había posibilidad de cura porque, sencillamente, no había nada que curar.
La locura del aislamiento
El principal problema de aquel modelo se encontraba en las raíces de su propia filosofía. Encerrar a una persona tras aquellas puertas suponía arrancarla de su entorno. Una descontextualización que, si bien es apta y necesaria para determinados casos como las adicciones, en otras circunstancias podía causar un efecto opuesto al esperado. No se equivocaban quienes proclamaban que no hay nada más enloquecedor que estar encerrado en un manicomio y ser tratado como un enfermo mental, con todo lo que ello conlleva: desde una reducción de todas las libertades individuales a cualquier tipo de medida coercitiva, que puede llegar hasta el riesgo de perder la conciencia por una demencia acelerada por las circunstancias o por actuaciones médicas de efectos devastadores como las lobotomías.
La persona loca era considerada incapaz de decidir por sí misma, dado que se le presuponía una razón nublada por esa pátina animalesca que se asociaba a la enajenación mental. Una bestialidad que, en algunas situaciones excepcionales, acabó animando a algunos de estos centros a buscar una triste celebridad a través de los recorridos que organizaban para el resto de la población por los pasillos de unos manicomios que, durante un día a la semana y por el precio de un penique, se transformaban en improvisados circos de la insania.
Sin embargo, sería injusto reducir a toda la comunidad médica de entonces a vulgares torturadores o emprendedores circenses cuyo mayor interés se centraba en el castigo y la explotación de sus pacientes. La propia lobotomía, ahora vista como una práctica propia de una película de terror, estuvo muchas veces impulsada por mentes progresistas deseosas de mejorar las condiciones de vida de aquellas personas. La historia siempre es compleja, y tratar de reducir el nacimiento de un espacio de tal relevancia social a un vulgar sitio de control (ya no digamos de tortura) es tan atractivo para algunos como reduccionista para cualquiera con dos dedos de frente.
Eso no quita para que la posición del profesional médico se impusiera por encima del supuesto enfermo, quedando en manos del primero cualquier decisión vital sobre el destino del segundo. Y sobre todo, creando esa jerarquía de cuidador y paciente donde el loco era despojado de toda relación con la vida exterior y pasaba a relacionarse únicamente con cuidadores u otras personas en su misma situación. Perdían sus trabajos (si los tenían), su ocio y sus intereses culturales, impelidos por el diagnóstico de que una mente enferma no necesitaba de todos aquellos estímulos para sanar. El tiempo se detenía al entrar en aquellas instituciones para, tal vez, no volver a arrancar jamás.
Yo soy yo y mi circunstancia
Solo con el paso del tiempo se descubrió que ese aislamiento forzado no solo era desfavorable para todas las personas a las que se les imponía, sino que podía hacer mella en su ya delicada salud mental. Un descubrimiento que, junto con revoluciones paralelas en el ámbito político y cultural, promovió un nuevo cambio de paradigma que abandonaría paulatinamente el modelo aún manicomial para abrirse a un tipo de intervención comunitaria. El loco dejaba de ser una isla y volvía a formar parte del conglomerado social, logrando resignificar aquellos períodos de reclusión anteriores en oportunidades de crecimiento personal.
El papel de psiquiatras como Francesc Tosquelles fue decisivo en este cambio de perspectiva a mediados del siglo XX. Concebir la psiquiatría no solo desde un modelo puramente biologicista (y casi ensimismado), añadiendo dimensiones como la organización política y la creación cultural, resultó en intervenciones mucho más humanas en las que los locos recuperaban su autonomía. De esta manera, tratar las enfermedades consistía no tanto en abordar la propia dolencia sino en transformar la propia institución para convertirla en el lugar adecuado que propiciara esa esperada mejoría en la salud mental.
Este nuevo abordaje venía a reflejar aquel famoso aforismo de Ortega y Gasset: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.» No tenía sentido trabajar con el individuo si no se trabajaba con su entorno, y eso incluía tanto el propio espacio como los profesionales que lo habitaban y las prácticas que se llevaban a cabo en él. Así, la luz de las artes volvió a iluminar aquellas estancias en penumbra social. El teatro, el cine y el arte surrealista irrumpieron en las vidas de unas personas que también empezaron a trabajar y a ganar dinero en pos de esa deseada autonomía. Eran lugares autoorganizados que disfrutaban de una rica interacción con su entorno, abriendo las puertas a una sociedad que dejó de verlos como apestados e incluso descubrió virtudes en algunos ellos a través de corrientes vanguardistas como el art brut. La frontera entre lo considerado normal y lo patológico comenzaba a difuminarse y la locura pasaba a percibirse como un rasgo esencial de nuestra personalidad.
Pero como decíamos, no hay que caer en falsas dicotomías. A pesar de lo radical que puedan sonar los ideales de profesionales como Tosquelles, el suministro de medicación o prácticas como los electrochoques siguieron existiendo durante muchos años (aún lo hacen, de hecho). Porque, como apuntábamos, ningún extremo es bueno. Ni lo puramente comunitario puede combatir ciertas condiciones mentales que requieren ayuda farmacéutica ni lo exclusivamente biológico llega a una gestión apropiada de todos los condicionantes más allá del límite de nuestros cuerpos.
En la actualidad, pese a estar viviendo bajo la dictadura de ansiedades y depresiones que promueven la filosofía de «medicación para todo», el péndulo entre estos dos polos vuelve a dirigirse hacia lo comunitario, pero sería un completo disparate olvidar todo lo que hemos ido aprendiendo por el camino. Decía Beckett que todos nacemos locos y algunos continúan así siempre. Honremos la memoria de los que vivieron tiempos peores para no volver a tropezar con la misma piedra (de la locura).
[1] A lo largo de todo el artículo se emplea la palabra loco o locura no con un ánimo peyorativo sino con la sincera intención de resignificar ese adjetivo o concepto como sinónimo de lo diferente desde la perspectiva de la mente humana. Diferente o alejado de la pretendida normalidad, que no peor (ni mejor).
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