El diseñador de juegos Sid Meier definió la experiencia del juego como «una serie de decisiones interesantes», de lo que se deduce que entender un juego pasa, sobretodo, por identificar los dilemas más sustanciales que presenta para el jugador y pensar en ellos. Pues bien, imaginemos que la cultura contemporánea del videojuego es un juego. ¿Cuáles son los «dilemas interesantes» que plantea en la actualidad? Óliver Pérez Latorre, comisario de la exposición Gameplay, propone explorar tres, a su parecer, cruciales.
Juego – Tecnología
El juego es quizás el elemento más paradójico y contradictorio de la sociedad digital: es a la vez problema y antídoto en nuestra relación con las tecnologías. Por un lado, la ludificación, el barniz lúdico que últimamente adoptan todo tipo de tecnologías digitales, desde las apps hasta las redes sociales, puede facilitar su consumo y uso acrítico, porque nos pueden hacer creer que este tipo de tecnologías digitales tienen algo de entretenimiento «inofensivo». Por otro lado, Miguel Sicart, autor de Play Matters (2014), reivindica ciertos aspectos del espíritu lúdico –como la creatividad, la expresión personal a través del juego y la exploración «juguetona» de los límites– como la mejor manera de relacionarnos con el mundo tecnológico que nos rodea. Sicart propone esta actitud ludicocrítica frente a las nuevas tecnologías como compensación necesaria ante el extendido uso utilitarista y productivista que se hace de ellas, y también ante aquellos videojuegos que apelan unívoca o fundamentalmente a la eficiencia como camino hacia el éxito.
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La teoría-manifiesto de Sicart enfatiza el «juego a la contra», el ideal de un homo ludens rebelde, jugar como un acto carnavalesco: «El juego carnavalesco toma el control del mundo y se lo da a los jugadores para que lo exploren, lo desafíen o lo subviertan» (2014: 4). En el artículo «En mi casa jugamos así», Víctor Navarro recoge algunos ejemplos interesantes de formas irónicas de jugar, en este mismo sentido: por ejemplo, un grupo de jugadores que básicamente se dedica a bailar en Destiny, un videojuego en línea de fantasía bélica, o el «proyecto» de Robin Burkinshaw, que jugó a vivir como un sin techo en The Sims y documentó la experiencia en un blog. Tal como comenta Navarro, se trata de «un cruce entre el estudio subversivo de unos sistemas pensados para el consumismo Ikea y la narrativización telenovelesca (…). La tesis queda clara: en nuestro mundo real jugamos en modo fácil». Un ejemplo reciente sería el caso de Claire, una joven de Nueva Jersey aficionada a correr que siempre hace recorridos en forma de pene en sus carreras, y a través de la app de una marca deportiva graba los trazados sobre el mapa digital de la ciudad y los publica en las redes sociales. Se trata de una manera de correr sarcástica con apps que, bajo un barniz cool y ludificado, promueven la aceptación social de algoritmos de vigilancia.
Los trabajos de Sicart y Navarro muestran el valor y la necesidad de una cultura lúdica de resistencia frente a ciertos aspectos de la sociedad digital: apostar por la flexibilidad y la emoción del juego frente al funcionalismo y la racionalidad mecanicista; por la creatividad y la expresión personal frente a la hipereficiencia y el determinismo tecnológico, y por la conciencia crítica del usuario en su relación con las nuevas tecnologías lúdicas o semilúdicas.
«Está en juego la cultura del ocio, o el ideal del empoderamiento ciudadano, pero también la idea de que la tecnología no es solo un sirviente o un amo, sino que es a la vez una fuente de expresión, una forma de ser (…). En la era de la maquinaria computacional, necesitamos entender el juego como un sistema lúdico pero también como una manera de jugar con los sistemas, de apropiarnos de ellos y de oponerles resistencia.» (Sicart 2014: 33 y 98)
Evasión – Empatía
«Esta es la esencia de los videojuegos: te pueden hacer vivir experiencias por las que no has pasado en la vida real, experiencias que no has tenido, para que, idealmente, puedas añadirlas a tu concepción sobre la vida de las personas en el mundo.» Karla Zimonja (creadora de videojuegos, cofundadora de la compañía Fullbright) apud Muriel & Crawford, 2018: 127
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En un medio históricamente criticado por el «escapismo», en los últimos años varios creadores han explorado el potencial del videojuego para la empatía social y han profundizado en él. Tal como sugieren Muriel y Crawford en su recién publicado libro Video Games as Culture (Routledge, 2018), el videojuego, entendido como experiencia diseñada, tiene un gran potencial para ponernos en la piel de otras personas, y así lograr que la experiencia del juego sea traducción de la experiencia del otro y nos ayude a comprenderlo. No se trata necesariamente de juegos educativos en un sentido formal o convencional; los empathy games de referencia son hoy en día más bien cercanos a la idea de videojuego «de autor». Son ejemplos de ello Gone Home (Fullbright, 2013), que narra la crisis de adolescencia de la protagonista, el descubrimiento de su homosexualidad y la relación con sus padres; This War of Mine (11 bit studios, 2014), que pone el jugador en la piel de un grupo de civiles víctimas de la guerra y muestra la crudeza de su día a día (en lugar de ofrecernos el habitual avatar de soldado), o Koral, de Carlos Coronado (2019), una poética experiencia de inmersión en el fondo submarino que promueve la concienciación sobre el medio ambiente y la protección de la naturaleza.
Sin embargo, la creadora independiente Anna Anthropy ha advertido del problema de los juegos empáticos: el riesgo de que se utilicen como un atajo, una suerte de gesto de empatía fácil, rápido y agradable (lúdico) para el público, que calme conciencias sin promover una comprensión profunda del problema o una verdadera implicación para entender a los otros y ayudarlos en la vida real (Muriel y Crawford 2018: 136).
Por otro lado, el interés por la nueva ola de videojuegos empáticos no debería comportar una visión negativa o reduccionista sobre el videojuego de fantasía y evasión: desde siempre, el viaje hacia mundos de fantasía o ciencia ficción estimula la imaginación y la creatividad y nos invita a practicar el saludable arte de romper con las rutinas perceptivas y cognitivas, de explorar otros mundos con ojos nuevos. Esto no está reñido con la empatía, sino más bien al contrario. Los videojuegos de fantasía o ciencia ficción también pueden ser empáticos, o al menos tienen el potencial para serlo, aunque de una forma distinta a la de los empathy games canónicos.
Efectivamente, el cruce entre evasión y empatía en el videojuego contemporáneo es un dilema falso o engañoso, pero que vale la pena tener en cuenta para entender mejor el presente y el futuro del videojuego como medio de expresión.
Cultura participativa – Digital playbour
Ready Player One, la última película de Steven Spielberg, basada en la novela homónima de Ernst Cline, contiene, de forma latente, los elementos clave de la tercera tensión de la cultura contemporánea del videojuego que queríamos abordar: la tensión entre cultura participativa y el digital playbour.
La historia (recordémosla brevemente) transcurre en un futuro distópico, en el que el mundo se hunde por culpa de una crisis energética crónica, consecuencia del abuso de los recursos del planeta en las décadas precedentes. En este contexto, un megavideojuego en línea llamado Oasis se convierte en el único aliciente para muchos jóvenes. En un momento dado el propietario de Oasis, el multimillonario James Halliday, anuncia que está a punto de morir y que inventará una última gran misión para los jugadores. El primer jugador que supere la Gran Misión de Halliday heredará su fortuna y se convertirá en el nuevo propietario de Oasis. Wade Watters y sus amigos, protagonistas del relato, hallan en la Gran Misión un nuevo sentido para sus vidas. El antagonista: una empresa llamada Innovative Online Industries, que organiza a un ejército de gamers para que se hagan con Oasis cueste lo que cueste, sin ninguna consideración por el juego limpio. A partir de este punto, el relato sigue como una suerte de confrontación alegórica de jóvenes rebeldes contra una encarnación perversa del capitalismo digital (IOI). Pero, ¿son Wade y sus amigos realmente jóvenes rebeldes? La deconstrucción ideológica de Ready Player One da juego, en este sentido, pero requiere abordar un breve flashback.
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A mediados, finales de los noventa y durante la primera década del siglo xxi, el relato optimista de la cultura participativa (liderado por Henry Jenkins en el ámbito académico) gozó de una notable aceptación. Este discurso celebraba, en su conjunto, a los gamers y a los fans, considerados prosumers (consumidores de cultura popular pero a la vez creadores o al menos coautores de contenidos) y se alineaba con los ideales de la inteligencia colectiva y la democracia participativa. Sin perder del todo su sentido, este relato fue perdiendo fuerza con el paso del tiempo, en paralelo con el auge del capitalismo de plataformas (Nick Snirceck, 2016) y el debate sobre el digital playbour (Kücklich, 2015). La fórmula esencial del capitalismo de plataformas está, como es sabido, en que los particulares crean servicios (por Airbnb o BlaBlaCar) o contenidos (por Facebook o Youtube) que luego las empresas tecnológicas monetizan. El videojuego en línea entra en esta lógica: los fans de un juego en línea del tipo World of Warcraft, Minecraft o League of Legends hacen aportaciones a estas plataformas digitales, que, en muchos casos, van más allá de lo que podríamos considerar una simple afición: contribuyen a dinamizar la experiencia de juego, crean contenidos (y, en ocasiones, mods, o sea, modificaciones del juego original), orientan a jugadores recién llegados, denuncian comportamientos inapropiados de determinados usuarios al equipo asesor, etc. Kücklich llamó a eso digital playbour, en referencia a una mezcla ambigua entre juego y trabajo, entre placer (del usuario) y productividad (para la empresa). La última deriva del playbour son los e-sports, la competición profesionalizada en videojuegos, que en la actualidad es uno de los ámbitos de la industria más pujantes económicamente. Espacio con luces y sombras, si bien en las competiciones más importantes, predominan los contratos laborales, conviene estar atentos a que la pasión de los jóvenes por su afición y el sueño de convertirse en un Messi de los videojuegos no faciliten, en algunos casos, la aceptación de condiciones laborales poco claras o adecuadas.
Llegados a este punto, la respuesta a la pregunta que nos planteábamos (realmente, ¿son Wade y sus amigos jóvenes rebeldes opuestos al capitalismo que simboliza IOI?) debería resultar más compleja… En el relato se rebelan, obviamente, contra IOI, pero a la vez, implícitamente, encarnan al ideal de consumidor del capitalismo digital: son jóvenes jugadores con una pasión y una dedicación extraordinaria a Oasis, en buena medida desinteresada (ya eran grandes fans de Halliday y Oasis antes de la Gran Misión), estudiosos obsesivos de la historia y de cada rincón del mundo virtual, creadores de contenidos, referentes y guías para otros jugadores… Y, a la vez, también proyectan una cierta visión romántica del joven competidor de e-sports. En definitiva, no son simples consumidores, sino prosumers y progamers: pero, a diferencia de lo que pasa en el cuento de hadas cyberpunk de Cline y Spielberg, en el mundo real no está tan claro que esto sea garantía alguna de cambio social.
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