Comienzo y final del terreno

Una mirada al futuro del campesinado y a las dificultades para mantener una manera de vivir y de entender el mundo.

Vendimiadores. Zikh'ron Ya'aqov, 1939

Vendimiadores. Zikh’ron Ya’aqov, 1939 | Library of Congress | Sin restricciones de uso conocidas

¿Cuál es el comienzo y cuál es el final? En este texto, Júlia Viejobueno Cavallé recorre los orígenes del campesinado y pone en diálogo esta herencia con un futuro que se vislumbra frágil e incierto. Publicamos este fragmento del libro Quedar-se al tros (2024) por cortesía de Vibop Edicions.

¿Cuál es el comienzo? ¿Hay comienzo?

Hacer un hoyo en la tierra y plantar. Poner la planta de raíces incipientes en la tierra y que arraigue. El gesto es repetitivo, sin mucho misterio. Las consideraciones que lo acompañan son básicas y lógicas, con variaciones según el tipo de cultivo, pero hay que tenerlas en cuenta y respetarlas.

Mi comienzo más repetitivo y conocido es el de plantar viña. Tiene un punto de misticismo simbólico porque el hoyo lo hacemos con el parpal que tiene forma de cruz. Cada cepa es una cruz clavada en la tierra; cada golpe de cruz es un espacio estrecho y suficiente para encajar la pequeña estaca.

En este momento, la cepa no tiene más de treinta centímetros y es un bastón recubierto casi todo de cera verde que une el injerto. En la parte superior se entrevé la yema de donde brotará si la suerte le acompaña. En la parte de abajo recupera la textura leñosa y salen las raíces.

Para poner la cepa en la tierra hay que cortar bien cortadas las raíces. Es un gesto que facilita que la planta quepa en el hoyo, y no deja de ser curioso que para que arraigue haya que cortar las raíces.

El movimiento siguiente es ponerle tierra, un puñado que vaya hasta el fondo y atacarla, que quiere decir apretarla contra las raíces para que no quede ninguna bolsa de aire. Hay que vigilar que no caigan piedras, pues por muy pequeñas que sean pasan a ser un obstáculo.

La acción acaba con unos cuantos golpes de azadón para romper las paredes del hoyo del parpal y cubrir lo que queda al descubierto con más tierra. Al lado se coloca una caña pequeña para hacer visible la cepa, que no levanta dos palmos, y lanzar al aire un pensamiento entre la fe y el deseo para que el futuro le sea próspero. Y así una tras otra.

Plantar es un comienzo y replantar es una continuación, y no es fácil discernir qué es qué. Una cepa que se planta siempre será un punto de partida, el inicio de una vida. Si se replanta, si se pone en los espacios vacíos de otras que murieron en viñas ya plantadas, es un punto de partida y un punto y seguido.

Que plantar sea un comienzo no deja de ser también una ficción. Es imaginar los años que vendrán, las uvas, las formas que tomarán las cepas y la visión de la uniformidad de la viña, pero también es una mentira a medias.

¿Cuál es el comienzo, pues?

Preparar la tierra. Retirar el bosque, reconvertir el terreno yermo o eliminar el cultivo que pudiese haber estado ocupando aquel espacio. Con la superficie limpia, desfondar, subsolar y labrar; mover bien la tierra. A veces hay que hacerlo todo, a veces con la mitad es suficiente. Si el espacio no está definido, modificarlo: trampear desniveles y abancalar, hacer márgenes y ribazos. Y diseñar, siempre diseñar.

Pensar dónde irán los caminos o respetarlos si ya están. Calcular el espacio necesario para que crezca la planta y lo que hará falta para pasar con el tractor y maniobrar, y, a partir de estas premisas, aprovechar de la mejor manera posible el espacio para que quepa el mayor número de plantas posible.

Este diseño implica seguir un orden meticuloso que traza un entramado de líneas perfectas. La funcionalidad, que nace de la necesidad y de la orografía inevitables, da lugar a una armonía entre el cultivo y el entorno en el que se ubica. La mirada y la obra del campesino configuran un paisaje.

El comienzo, sin embargo, viene de más lejos.

La tierra cultivada es herencia de una civilización antigua de la que todavía formamos parte. Hubo una serie de hombres y mujeres que décadas y siglos atrás, a saber cuántos, pusieron los pies, las manos, el esfuerzo y el tiempo en el mismo lugar que ahora nosotros pisamos y donde faenamos. Unos fueron los primeros que empezaron a transformar la tierra salvaje en tierra trabajada, y otros, muchos, los siguieron. Todos ellos fueron los que marcaron el comienzo, los que hicieron las primeras terrazas y los primeros bancales, los que sacaron las piedras para hacer los primeros márgenes, los que con la tierra preparada aprendieron a cultivar a base de ensayo y acierto.

De ellos nos queda este mundo construido y unos conocimientos que de generación en generación y con el tiempo se han ido transmitiendo y recibiendo, modificando y adaptando.

***

¿Cuál es el final? Siempre hay un final, aunque mientras el mundo siga girando nunca se acabará del todo. La naturaleza es tozuda y fuerte y tiene la suerte y la capacidad de seguir su camino sin necesidad de la mano humana, pero sin las personas no habría cultivos, ni agricultura, ni campesinado, ni los paisajes que surgen de la colaboración y la adaptación, de la necesidad y el cuidado, de la acción y la mirada.

Es imposible —y bastante inútil— predecir el final del mundo, es complicado prever el final de la agricultura, pero el del campesinado está latente y es inevitable pensar en el propio dentro de este sector. ¿Cómo acabará todo? ¿Cuándo? Y ¿por qué?

Como individuos, está el gran final, la certeza inapelable de la muerte, que, si bien es ineludible, solo queda pedir que la salud acompañe hasta las postrimerías, que el azar no se la lleve antes de tiempo, que deje que el cuerpo envejezca y diga basta y que la razón lo acepte.

Dejando a un lado la escala personal y acercándonos a la tierra cultivada, el final es ley de vida, constante y siempre presente; los ciclos comienzan y acaban, todo lo que vive muere, el lugar que unos dejan vuelve a estar ocupado por otros, y la rueda gira y no deja de hacerlo.

Pero a veces el final es una catástrofe imposible de esquivar y de la que es difícil recuperarse. Heladas, fríos intensos y sostenidos en el tiempo, aguaceros, granizadas, fuegos descontrolados y plagas arrasan sin miramientos todo lo que encuentran y abarcan, y, aunque no acaben con la capacidad de regeneración de la vida salvaje, hieren de muerte a quienes dependen de la naturaleza domesticada.

En la memoria, en la escrita pero, sobre todo, en la oral fijada en los lugares donde sucedió, están gravados los episodios de épocas pasadas recientes que lo recuerdan: en nuestra tierra, la filoxera, la granizada de agosto del cincuenta y cinco, la helada del año siguiente o el periodo indefinido cronológicamente —debió de ser hacia los años veinte— que acumuló unos cuantos años de sequía continuada. Y hoy en día, el vacío en los pueblos y en el campo es, en parte, la consecuencia de aquellas épocas. Dedicarse a la tierra es tener presente que en cualquier momento un fenómeno imprevisto de tal magnitud puede aparecer.

Si todavía estamos aquí, esto quiere decir que no se impuso el final absoluto de los cultivos ni del campesinado, a pesar de aquella penurias acumuladas, pero cada vez que le hemos hecho frente la obstinación y la capacidad de resistir han resultado en una suma negativa: si en cada colada se pierde una sábana, en cada crisis se pierde gente.

De resultas de la historia reciente, la situación actual es bien frágil y de poco sirve tenerla en mente si no es para mantener un intento de serenidad que, llegado el momento, rebaje la resignación. ¿Qué nos hará dejarlo a los pocos campesinos que vamos quedando en el pueblo o, en términos más generales, en la comarca o en el país? O sin querer generalizar, ¿qué será lo que a mí me obligará o me hará decidir no seguir en el terreno?

¿Será la impotencia de sufrir un clima cada vez más salvaje e imprevisible que hará que la emergencia y la excepción sean la norma, que solo se regirá por un batiburrillo meteorológico trastocado e imprevisible que romperá con todos los ritmos y que imposibilitará cualquier desarrollo mínimamente normal y seguro? ¿O llegará, quizá, la claudicación después de ver que no hemos sido capaces de adaptarnos colectivamente al cambio del tiempo, que tanto desde dentro como desde fuera el campesinado se habrá enrocado en modelos poco adaptados a los nuevos contextos, más orientados a encontrar soluciones a corto plazo que serán parches, promesas y espejismos cuando lo que haría falta es construir una red sólida y resistente?

Tal vez más allá del tiempo llegará un día en que el final definitivo dará un golpe en la mesa y un incendio quemará el papeleo de una burocracia obstinada en querer controlarlo todo a través de registros, cuadernos, fórmulas y cálculos que deberían garantizar una vida mejor para el campesino y para el consumidor, pero que en la práctica no son más que la carroña que alimenta un sistema enfermo que vive y se agranda para justificar —sin decirlo ni reconocerlo— su existencia y supervivencia, que favorece a quien tiene la capacidad de hacer frente a golpe de billetera y abandona a los que al pie del cañón simplemente quieren trabajar con amor y dedicación bajo unas mismas leyes y regulaciones que sean justas y se adapten a la cotidianidad real.

Existe la posibilidad de que la gota que colmará el vaso sea un simple «hasta aquí hemos llegado», un último aliento que nacerá de un cansancio transparente, de la aceptación de los límites propios y de la predisposición finita de continuar defendiendo a contracorriente —a costa de dedicar horas, sudor, recursos, renuncias e ilusiones— una manera de vivir y de entender el mundo.

Este articulo tiene reservados todos los derechos de autoría

Ver comentarios0

Deja un comentario

Comienzo y final del terreno