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Colson Whitehead es un enamorado de Nueva York, la ciudad donde nació. Es también donde sucede su última novela, El ritmo de Harlem. Con él hablamos de lo que se esconde detrás de los edificios y las calles de una ciudad y de la memoria y la historia de los lugares.
Todos los escritores tienen sus lugares sagrados, su zona de confort literario, ese mundo donde se sienten seguros. En Una temporada en Tinker Creek, las mejores páginas de la norteamericana Annie Dillard surgen de observar el mundo desde una cabaña en medio del bosque. Para el ensayista inglés Philip Hoare, la clave es nadar cada día, y sólo desde este contacto con el agua puede nacer un texto como Leviatán o la ballena. Y para un beatnik como Jack Kerouac, esta Ítaca literaria será siempre la carretera, los mil y un horizontes que se abren si se tiene a mano un coche con el depósito lleno. Y en el otro extremo están los escritores urbanitas, los que siempre vuelven al mismo escenario: la ciudad.
Visto en perspectiva, el escritor norteamericano Colson Whitehead no parecería uno de estos. Sus dos libros más celebrados hasta el momento, El ferrocarril subterráneo y Los chicos de la Nickel, que lo convirtieron en el primer novelista que ha conseguido dos premios Pulitzer consecutivos, huyen ambos del mundo urbano. Uno se sitúa en los estados sudistas durante los siglos de la esclavitud, y recorre las redes de solidaridad y ayuda que permitieron la huida de miles de esclavos afroamericanos hasta los estados libres y Canadá, mientras que el otro recrea los abusos sufridos por los jóvenes afroamericanos en reformatorios durante los años de las leyes Jim Crow.
Pero si ampliamos la mirada y nos fijamos en todo el corpus literario de Whitehead, es decir, en los diez títulos que ha publicado hasta la fecha, emerge la ciudad, y, más concretamente, Nueva York, como la cartografía, implícita o explícita, que dibujan sus historias. En La intuicionista, su debut, dos escuelas rivales de inspectores de ascensores compiten por los rascacielos de una Gotham City alegórica. Y en Zona Uno, su thriller zombi, los muertos vivientes se pasean por un Manhattan apocalíptico, «una utopía», según Whitehead, «porque todos están muertos y no tienes que pelearte para conseguir un taxi». Nueva York es también la ciudad refugio para el protagonista de Los chicos de la Nickel una vez sale del reformatorio y, a la vez, el lugar de donde huyen los jóvenes de Sag Habor, tal vez su libro más autobiográfico, una novela de iniciación situada en este exclusivo enclave de los Hamptons, la segunda residencia por excelencia de los afroamericanos más ricos de la metrópolis.
Leer a Colson Whitehead es saber que los géneros literarios cambiarán de libro a libro, porque hoy en día hay pocos escritores más juguetones, versátiles y experimentales, pero habrá muchas probabilidades de que el escenario se mantenga constante. Al fin y al cabo, Whitehead nació en Nueva York, creció en el Upper West Side, estudió en la Trinity School, se fogueó como crítico de música y televisión en la revista Village Voice y ahora vive en Brooklyn: «Soy neoyorquino, e incluso cuando paseo por Barcelona, que tiene una arquitectura bien diferente, o Madrid, hay una energía que reconozco: la de la gente, que pueden odiarse los unos a los otros, pero están atrapados los unos con los otros. A veces una ciudad también es eso.»
En El ritmo de Harlem, su último título, la ruleta del género literario se paró en la novela negra y las películas de robos, y las historias de Ray Carney, el granuja protagonista, transcurren en el Harlem de los años sesenta, un barrio que Whitehead no llegó a conocer –más bien son los años de juventud de sus padres–, pero que ha reconstruido a través de una labor de documentación ingente: utilizando libros y prensa de entonces, pero también catálogos de muebles mid-century encontrados en Pinterest o las cintas familiares en Super-8 que alguien del barrio ha colgado en YouTube.
Ray Carney se considera a sí mismo un respetabilísimo vendedor de muebles, despachando sofás de escay y cocinas de formica a la creciente clase media afroamericana, pero en la tienda tiene tanto butacas nuevas como televisores robados, objetos que, para entendernos, anteriormente tenían un propietario alternativo. De hecho, de las rapiñas nocturnas de Carney y compañía, pobladas de políticos corruptos, extorsiones y asesinatos, emergerá una Nueva York secreta, el submundo criminal que se esconde detrás de tantos restaurantes y papelerías aparentemente normales que ocultan burdeles o timbas ilegales. «Cuando era joven, por las noches tenía un segundo turno de escritura, y me ponía de once a una de la mañana para preparar el trabajo del día siguiente. Y cuando mirabas por la ventana, sólo veías una luz encendida. Porque a aquellas horas, la única gente despierta son escritores, criminales, alcohólicos e insomnes. Hay toda una ciudad secreta que emerge cuando la gente duerme.»
El ritmo de Harlem también sirve para constatar que una ciudad no es sólo una aglomeración de gente, de calles y bloques de pisos: una ciudad también es una mirada, la de cada uno de nosotros. Cuando, por ejemplo, miramos la última heladería novísima del barrio y no vemos la cola de turistas esperando sino ese pequeño tendero amante del heavy metal que antes ocupaba ese espacio. «Eres de Nueva York cuando lo que había antes es más real y más vivo que lo que hay ahora», escribía Colson Whitehead al inicio de El Coloso de Nueva York, el homenaje a la ciudad que escribió después del 11 de septiembre de 2001, y esta idea de las ciudades superpuestas en la memoria la ha conservado hasta ahora.
El ritmo de Harlem, por ejemplo, arranca en Radio Row, la barriada de tres o cuatro calles con tiendas de radios y componentes electrónicos del Lower East Side que quedó completamente borrada para construir las Torres Gemelas. Y cuando Carney se pasea por ahí, los lectores sabemos que el World Trade Center tampoco perdurará, y que habrá un nuevo cráter y nuevos rascacielos. «Este rellenarse constantemente forma parte de la ciudad, y también de nuestras vidas», explica Whitehead en la entrevista.
Hay un última constante en la inclasificable obra de este camaleón literario: el compromiso de denunciar el racismo y los abusos que sufre la población negra de Estados Unidos. Después de todo, Colson Whitehead es el escritor afroamericano más celebrado desde James Baldwin y Toni Morrison. Él siempre huye de estas categorizaciones: durante sus viajes por Europa tiene que advertirlo continuamente, porque «cuanto más blanco es el país, más extrañas las preguntas», sobre todo cuando un periodista tras otro le preguntan por Barack Obama, George Floyd y el Black Lives Matter. «No soy vuestro Black explainer», contesta entonces.
Pero de manera directa o indirecta, todos sus libros contienen una lectura profunda, desgarradora y continuada en clave de historia negra. Que puede tener una posición central, como en El ferrocarril subterráneo, o sonar de fondo, como una sirena policial que se oye lejana, pero que se reconoce perfectamente. En El ritmo de Harlem se recuerda el Hotel Theresa y la campaña Don’t Buy Where You Can’t Work, y las trifulcas de Ray Carney coinciden con los altercados de 1964, que le obligan a colgar en la puerta de la tienda el cartel de «Negro owned & operated» para evitar que alguien le reviente el aparador. Esta y muchas otras marcas de la época, cicatrices de discriminaciones pasadas, convierten una novela aparentemente inocua sobre la naturaleza del crimen en un almanaque sobre la lucha por los derechos civiles en el Harlem de entonces. Porque, tal como Whitehead explicó a la revista Time, aunque seas uno de los novelistas de más éxito del momento, «cada vez que un coche de policía pasa a mi lado lentamente, me pregunto si hoy es el día en que mi vida cambiará por siempre jamás».
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