Ciudades más que verdes

Tenemos que repensar la naturaleza en la ciudad teniendo en cuenta formas de vida no humanas y una distribución más justa.

Palomas en una plaza. Amsterdam, 1984

Palomas en una plaza. Amsterdam, 1984 | Nationaal Archief | Dominio público

Las políticas de integración de la naturaleza en la ciudad a menudo se han desarrollado en pos de la salud. Pero los espacios verdes urbanos acostumbran a privilegiar ciertos imaginarios estéticos y sociales, y dejan fuera naturalezas imprevistas o marginales. Más allá del verde doméstico, una ciudad multiespecie debe asumir la convivencia con formas de vida diversas.

El sociólogo Des Fitzgerald examina en The Living City las formas en que la naturaleza se ha instrumentalizado para definir algunos proyectos de sociedad: desde ideas de la ciudad como un espacio de estrés y enfermedad hasta un jardín que hay que modelar para mejorar nuestra vida. En este sentido, las ideas de naturaleza y ciudad están íntimamente ligadas con las de la salud: desde la naturaleza idealizada como el espacio al que acudimos para huir de la ciudad y cuidarnos hasta proyectos casi trascendentales para reintegrar la naturaleza en las ciudades y remediar las consecuencias de una supuesta desconexión con el estado natural del mundo que habitamos. Sobre esta huida de la ciudad, no es de extrañar, por ejemplo, que durante la pandemia la ciudad se vinculase con las condiciones ecológicas perfectas para el contagio y la reproducción del virus. Esto comportó consecuencias similares a las de otras pandemias a lo largo de la historia: el desplazamiento de sectores acomodados de la población a segundas residencias en otras zonas de Cataluña, que habitualmente se han considerado como una naturaleza que es la antítesis de la ciudad. Incluso dentro de la ciudad misma −como exploraba la exposición del CCCB Suburbia de 2024−, los suburbios han sido tanto espacios de insalubridad y falta de servicios como urbanizaciones con jardines donde escapar del estrés asociado a la ciudad.

Por otra parte, desde las ciencias sociales se ha generado muchísima investigación centrada en las políticas de reintegración de la naturaleza a la ciudad. Entre otros, análisis críticos sobre los beneficios y las consecuencias negativas de las políticas de reverdecimiento urbano. Y es que, lejos de ser una panacea, estas consecuencias se distribuyen injustamente, a menudo reproduciendo y exacerbando estructuras de desigualdad socioeconómica. Esta investigación bebe de una tradición que se ha esforzado en desnaturalizar la forma en que se organiza y se produce la naturaleza en la ciudad. Esto abarca desde las naturalezas tóxicas –como vertederos o industrias químicas en la ciudad–, que iniciaron el movimiento contra el racismo ambiental en Estados Unidos, con la obra de Robert D. Bullard Dumping in Dixie, hasta la construcción de zonas verdes que prometían mejorar la salud de la ciudadanía y que también han comportado una subida en los precios de la vivienda fruto de la gentrificación.

Sin embargo, los debates sobre la creación de ciudades más verdes para mejorar la salud de sus ciudadanos se han centrado en gran medida tanto en los condicionantes como en los impactos de estas políticas hacia los habitantes humanos de la ciudad. Por ejemplo, a todos se nos ha informado hasta la extenuación sobre la sombra y la regulación de temperaturas que los árboles aportan a la ciudad, mitigando el efecto isla de calor. Diferentes espacios urbanos, como el parque de Joan Miró –antiguo matadero de Barcelona–, se han metamorfoseado para convertirse en zonas de recreo y ejemplos paradigmáticos del futuro de la ciudad. En la mayoría de estos proyectos, no obstante, con frecuencia acaba privilegiándose no solo un tipo de humano, sino también un tipo de verde y un tipo de salud asociada. Todos ellos tienen en común el ser a menudo minoritarios en relación con la realidad de la ciudad, pero mayoritarios y «normales» en los discursos que los rodean.

Respecto a estos verdes «minoritarios» y «mayoritarios» de las ciudades, los procesos hegemónicos de enverdecimiento muchas veces se sustentan en imaginarios cuasibíblicos de «hacer florecer el desierto»: transformar el hormigón y el asfalto en humus, raíces y ramas frondosas. Pero la realidad es que la metáfora de creación de naturaleza urbana de la nada no es muy acertada. Como cualquier otra intervención en el espacio público, se trata de transformaciones de naturalezas consideradas de bajo valor en naturalezas nuevas con más valor estético y económico. Además, estos cambios no ocurren en una única escala geográfica. Por ejemplo, a escala local, encontramos nuevas infraestructuras verdes en áreas en desuso (humano), que a menudo implican la expulsión de animales que han encontrado refugio. A escala global, el crecimiento de la mayoría de las ciudades se encuentra sostenido por grandes procesos de extracción y degradación ambientales. Ante esto, ¿qué naturalezas se hacen visibles en estos proyectos? ¿Qué y a quién dejamos fuera? La respuesta es que nos hallamos inmersos en un doble proceso tanto de desreverdecer y desanimalizar como de reverdecer y reanimalizar: las ciudades se expanden espacialmente además de reconstruir su interior en territorios homogéneos y con frecuencia hostiles para aquellas formas de vida que no encajan o exceden nuestros proyectos urbanos de vida en común.

La ciudad, pese a todo, siempre ha sido más que humana e históricamente hemos encontrado formas de vida que se han adaptado sin tener demasiado en cuenta nuestros deseos o, incluso, resistiendo nuestras estrategias para controlarlas. Por ejemplo, en toda Europa, nuestras ciudades han contado siempre con habitantes como gatos y perros callejeros que, como en otros lugares del mundo, han coexistido en ambientes muy diversos. El proyecto Remaking One Health Indies, del que formo parte, explora este tipo de vínculos entre ciudadanos humanos y caninos en la India: relaciones complejas y que rehúyen el binarismo de amor y odio que a menudo encontramos hacia otros animales. Desde sentimientos de pertenencia a la comunidad hasta el reconocimiento del derecho a ocupar un espacio y existir en el espacio público, escapan a paradigmas de propiedad y «mascotaje». Esto no se traduce en una ausencia de problemas, como ladridos por la noche o, en casos más extremos, mordiscos y transmisión de enfermedades. Ahora bien, el caso de los perros (y gatos) callejeros es uno de tantos capaz de mostrarnos qué quiere decir convivir con animales no humanos fuera de nuestro control absoluto. También qué quiere decir vivir bien en compañía de otras especies –que no especies de compañía– en la ciudad, lejos de espejismos verdes y tecnoutópicos.

Por desgracia, lo que hemos visto históricamente en grandes ciudades en todo el mundo, pero en especial en el norte global, son grandes estrategias de desanimalización: control de población y exterminio sistemático que, en nombre de la salud pública y la higiene, han desplazado gatos, perros y otros animales urbanos bien hacia el espacio privado del hogar o hacia colonias, como las que habitan gatos callejeros hoy en día en toda Cataluña. Todo esto sin tener en cuenta sus intereses. Aun así, a pesar de la violencia que los fundamenta, estos procesos raras veces han producido el espacie público estéril que buscaban, ya que otros animales no han tardado en llenar estos nichos ecológicos, como palomas, gaviotas o jabalíes. Por ejemplo, hace unas semanas, el diario Ara publicaba un reportaje sobre cómo el asentamiento de estas gaviotas es «una especie de gentrificación animal que ha supuesto un quebradero de cabeza para las palomas –sus víctimas preferidas–, pero también para las personas». Según el reportaje, las gaviotas «llegaron» a Barcelona hará unos cincuenta años y se han vuelto «más agresivas». En otros lugares de Europa, como en Reino Unido, se ha especulado acerca de la llegada de las gaviotas relacionando este hecho con los sistemas urbanos de reciclaje y gestión del material orgánico, así como la degradación sistémica de sus hábitats fuera de la ciudad. Argumentos similares se han empleado con otros animales que también han sido protagonistas de reportajes parecidos, como los jabalíes. Esto señala contradicciones importantes: a pesar de que se haya explicado que enverdecer la ciudad es una acción fundamental para adaptarnos a la crisis climática, a menudo nos oponemos a las naturalezas que –frente a las mismas crisis– se adaptan a nosotros y a la ciudad.

Así, lo que parece común a todos estos intentos de reintegración de la naturaleza en la ciudad es que la conexión con la naturaleza en la que se fundamentan es siempre parcial. Como diría Donna Haraway, es importante «con qué materias pensamos otras materias; importa qué historias explicamos para explicar otras historias». En muchos casos, las metáforas que hemos empleado para hablar de verde en la ciudad han dejado fuera de la ecuación, por ejemplo, los riesgos asociados con la naturaleza. Y no debería sorprendernos, porque la ciudad se ha convertido en el símbolo de un progreso, como afirma Krithika Srinivasan, entendido como el aislamiento de los riesgos que comporta vivir con aquello que es más-que-humano, como la meteorología o la depredación. En este sentido, hacer la ciudades más verdes no suele implicar reconectarnos con los límites biogeográficos de las regiones en las que se sitúan las ciudades, volvernos más tolerantes a las trayectorias adaptativas de los insectos o que los espacios que construimos puedan ser compartidos con animales que también los consideran atractivos. De hecho, todos estos problemas se solucionan por lo general excluyendo todas estas naturalezas como parte del verde que necesitamos integrar. El verde que necesitamos es una naturaleza antropocéntrica: previsible, maleable y con un rol específico a efectuar.

En este sentido, el futuro de la ciudad multiespecie –que no verde– no debería implicar la producción de naturalezas que nos resultan fáciles de controlar y con las que podemos convivir sin fricción. Al contrario: necesitaremos aprender a leer esas naturalezas imprevistas y con intereses que divergen de los nuestros o, incluso, que se oponen. Esto implicará reorientar las ideas que tenemos de ciudad como el espacio donde la vulnerabilidad hacia la naturaleza es la excepción, aprendiendo a entender el riesgo de vivir con jabalíes que ocupan parques de la ciudad o a elaborar estrategias para mitigar la insistencia de pájaros que también quieren disfrutar de patatas fritas a altas horas de la madrugada. Esto, de hecho, no parece gran cosa si lo comparamos con los riesgos a los que ya se exponen quienes conviven con naturalezas como mamíferos en régimen de conservación, ya sean pumas en Norte América o grandes felinos en la India. De la misma manera que los costes de vivir con estos animales que queremos protegidos no se reparten de forma equitativa, también necesitamos entender cómo se puede distribuir de una manera más justa tanto los peligros como los beneficios de cohabitar la ciudad con estas naturalezas urbanas. Esto será esencial para no reproducir el modo en que los impactos positivos y negativos del verde mayoritario ya se están repartiendo de manera desigual entre los habitantes de la ciudad, humanos o no.

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