La comunicación científica, en muchos casos, se limita a la mera presentación de datos y evidencias para concienciar sobre temas como las vacunas, el cambio climático o las pseudoterapias. Sin embargo, la neurociencia y los expertos en comunicación nos recuerdan algo que figuras como Carl Sagan y Richard Feynman ya intuían: la ciencia no debe renunciar a las emociones, ni a las historias, para conectar con la sociedad y comunicar de forma más efectiva.
Según la revista TIME, la persona más influyente del siglo XX fue Albert Einstein. ¿Creen ustedes que lo consiguió solamente gracias a la física?
Para intentar hallar una respuesta, hagan ustedes el experimento: pregunten a un niño qué superhéroe le gustaría ser. Es posible que este responda: ¡ese que tiene todos los superpoderes! Una respuesta inteligente a una pregunta mal planteada, puesto que, en general, ¿por qué vemos incompatibilidades donde podrían esconderse oportunidades? Y en particular, ¿por qué no pueden ciencia y emociones ser compatibles?
Según Ignacio Morgado Bernal, director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona, razón y emoción no solamente no son incompatibles, sino que van de la mano, se necesitan la una a la otra. Para Morgado, la racionalidad necesita ejecutores potentes para ser efectiva y alcanzar sus logros. Todavía más, como describe Ana Rosa Pérez Ransanz, los sentimientos de asombro, duda, curiosidad o pasión operan como poderosos motores, también en ciencia. En otras palabras, la ciencia, como actividad humana que es, necesita la emoción como combustible. Pero, y no menos importante, la ciencia necesita también de las emociones como altavoz, para hacer llegar su mensaje.
Tal vez por eso mismo, Einstein intentaba humanizar la figura del científico, montando en bicicleta, sacando la lengua, posando con aire divertido. Porque Einstein, al igual que muchos niños, no renunciaba a ningún superpoder.
Recordar esto último podría resultar de vital importancia, dado que la comunicación de la ciencia en todas sus vertientes (divulgación, comunicación institucional, periodismo científico) y a través de todos sus actores (investigadores, periodistas y comunicadores en general), probablemente resulte tan importante como la ciencia misma. Un ejemplo: ¿de qué nos serviría entender el origen de una enfermedad, y desarrollar posteriormente vacunas eficaces y seguras contra ella, si nadie conociera dicha vacuna? Todavía más, ¿de qué nos servirían esas vacunas si, incluso disponiendo de toda la información, hubiera padres que se negaran a suministrarla a sus hijos? Pues bien, esta es una situación que sucede cada día en algún lugar del mundo, en pleno siglo XXI. Por lo tanto, no resulta descabellado pensar que la comunicación de la ciencia probablemente no sea una empresa tan sencilla como uno se podría imaginar.
Según expertos como Tim Requarth, podríamos mejorar la comunicación de la ciencia si no nos olvidáramos, precisamente, de lo expuesto al comienzo de este artículo: el binomio razón-emoción. Y es que, como apunta Requarth, muchos comunicadores se limitan a la mera presentación de datos, evidencias, para concienciar sobre temas tan diversos como las mencionadas vacunas, el cambio climático o las pseudoterapias. Sin embargo, la estrategia «culturizadora en ciencia», según algunos estudios, podría tener un efecto limitado e, incluso en algunos casos, contraproducente. Por poner un ejemplo: aunque el tratado sobre el cambio climático supuso un hito en la historia de las relaciones internacionales, en ocasiones se detecta una relación inversa entre información científica y preocupación sobre el cambio climático, lo que se conoce como la «paradoja climática».
En este contexto, expertos como Jim Hoggan parecen estar de acuerdo con Requarth: probablemente sea necesario conectar los datos con las emociones, y con los valores personales, para comunicar ciencia de forma efectiva. Y Hoggan apunta al tema que señalábamos anteriormente: «el problema es que sabemos mucho más sobre el cambio climático que sobre la ciencia de la comunicación científica».
Por suerte, hay personas que buscan nuevas vías, desentierran otras y buscan entender mejor la comunicación científica. De este modo, vemos como iniciativas innovadoras en forma de obras de teatro, shows televisivos o festivales científico-musicales pueden ser tanto o más efectivas a la hora de crear una consciencia y actitud positiva hacia el conocimiento científico que la mera presentación de datos. Y no es casualidad: tal y como los científicos descubrieron hace ya tiempo, las decisiones, los prejuicios y las acciones humanas están íntimamente afectados por una componente no racional, algo que los investigadores llaman el «Framing effect». Precisamente, este «efecto de encuadre» está relacionado con la actividad de nuestra amígdala y con nuestras emociones.
Pero es que, además, muchas de las iniciativas comunicativas mencionadas anteriormente comparten un elemento aglutinador de la razón, la ciencia y la emoción: las historias. Tampoco es casualidad. Tal y como han estado estudiando científicos en Estados Unidos durante los últimos años, la inmersión en un contexto narrativo hace que se activen zonas del cerebro distintas a aquellas que se estimulan al recibir información simplemente. Además, al escuchar historias, el cerebro recibe el estímulo de la oxitocina, una molécula capaz de influenciar nuestras actitudes y creencias. En pocas palabras, la comunicación de la ciencia es más efectiva cuando también es afectiva.
El actor de cine y televisión Alan Alda lo sabe bien. Y es que Alda recibió cierto día una carta en su casa. En ella se le ofrecía trabajar en la serie televisiva de divulgación científica Scientific American Frontiers. Alda se alegró mucho de la oferta, puesto que era desde hacía muchos años un ferviente lector de la revista que llevaba el mismo nombre. Sin embargo, la experiencia no salió como él esperaba, como mínimo al principio. Así que Alda invirtió algunos años en tratar de buscar respuestas y, recientemente, presentaba el libro If I Understood You, Would I Have This Look on My Face? My Adventures in the Art and Science of Relating and Communicating, con algunos de los ingredientes que pueden ayudar a crear la conexión necesaria para comunicar ciencia. Según Alda, empatía, escuchar y observar al interlocutor, ponerse en el lugar del otro y contar una historia son herramientas imprescindibles en la comunicación científica. Todo con el objetivo de evitar lo que Alda señala en su libro: «el mayor error en comunicación es pensar que esta ha tenido lugar».
El paradigma del divulgador científico que apreció y supo implementar de forma exitosa muchas de estas herramientas y sutilezas comunicativas fue Carl Sagan. En su obra, Sagan trata de ponernos a todos en el mismo bote, nuestro planeta, nuestro universo. Y todos estamos hechos de lo mismo, polvo de estrellas (frase que, por cierto, probablemente pronunció Albert Durrant Watson antes que Sagan). Esto automáticamente le permitía a Sagan hacer lo que venimos comentando desde el principio del artículo: crear un vínculo emocional con el espectador. Otro personaje que supo conectar con su público fue el premio Nobel de física Richard Feynman. Aparte de ser un científico creativo y rebelde, muy aficionado también a tocar y fotografiarse con sus bongos, Feynman era, según muchos de sus contemporáneos, un gran profesor y comunicador, tal vez uno de los mejores que haya habido nunca. Pero lo cierto es que cuando a Feynman le informaron de que debía impartir clases, no mostró mucho entusiasmo. Hasta que algo cambió. Tanto que, en palabras de David Goodstein y Gerry Neugebauer, del Instituto Tecnológico de California, «cuando Feynman impartía una clase, el aula era un teatro, el conferenciante un actor y el acto un espectáculo cautivador». Según escribía The New York Times, «Feynman se comportaba como una combinación imposible de físico teórico, artista de circo, todo movimiento corporal y efectos de sonido». ¿Qué provocó aquel cambio en Feynman? No es descarado pensar que Feynman se dio cuenta del poder que le confería ante su audiencia, ante sus estudiantes, lo que venimos comentando: el poder de contar historias. De este modo, Feynman deleitó a varias generaciones con sus historias sobre física, la belleza de una flor o sobre el nombre de las cosas.
En definitiva, las historias y el uso de las emociones en comunicación probablemente sean algo tan antiguo como la propia humanidad pero, por fortuna, hay figuras como Einstein, Requarth, Alda y Feynman, y disciplinas como la neurociencia, que nos recuerdan su valor para conectar con la sociedad. Porque donde a veces vemos incompatibilidades en realidad se esconden oportunidades. ¿Por qué renunciar a ellas? Ciencia, emoción, ¡comunicación!
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