Boris Lehman: «Para mí, la vida y el cine son indivisibles»

Hablamos con el cineasta sobre su particular manera de entender el cine, estrechamente ligada a su vida.

A pesar de una prolífica carrera y de una considerable difusión en filmotecas y festivales, Boris Lehman es un desconocido para el gran público. Conforman su cine películas hechas a fuego lento, con pocos recursos y trabajando con no profesionales. Un cine lleno de sencillez y cotidianidad, donde el proceso de trabajo es más importante que el resultado final.

Para Boris Lehman (1944, Lausana, Suiza) el cine y la vida van de la mano, «[su] vida se ha convertido en el guion de una película que a su vez se ha convertido en [su] vida». Aunque filma todo el tiempo, sus películas se hacen muy poco a poco y cuentan la historia de su realización. Hablamos con él en el auditorio del CCCB, en el mismo espacio en el que la noche anterior se había presentado su film Album 1 (1974), una proyección única que contó con el sonido en directo de Marina Herlop improvisando al piano y las voces del propio cineasta y de Ona Balló. El piano con la tapa cerrada seguía en la sala y el cineasta, que no es amigo de las entrevistas, se sentó en el patio de butacas ahora vacío para hablar sobre esa consigna que reverbera en la mayoría de sus películas: filmar su vida, o, más bien, vivir filmando.

Para Lehman el cine es una forma de vida y, a la vez, un intento de devolver el cine a la vida, algo que lo vincula al cine de los inicios, a las primeras tomas de los hermanos Lumière, y también al cine amateur, a esas imágenes casi etnográficas muy vinculadas a los espacios en las que bullen los gestos cotidianos. Se trata de una especie de «grado cero del cine», como refiere el propio cineasta, un trabajo continuo en el que filma todo el tiempo, noche y día, llegando muchas veces a filmar sin cámara o a hacer películas sin fijarlas en un soporte. Una especie de film infinito hecho de acumulación de fragmentos, notas, bocetos u objetos en el que Lehman intenta, entre otras cosas, esbozar una y otra vez su retrato y el de otros.

Esta obsesión por el autorretrato se aproxima a la que experimentó Rembrandt, pintor que hizo más de cien representaciones pictóricas de sí mismo en distintas etapas de su vida, introduciendo así el movimiento, la presencia del instante, el devenir que fluye y la variación histórica de las formas en sus lienzos. Algo semejante ocurre en el cine Lehman, donde sus múltiples autorretratos nos muestran constantes cambios y transformaciones a lo largo de más de cincuenta años. Estas representaciones no son psicológicas, sino que, por el contrario, esbozan identidades provisionales inscritas en el flujo de la vida, que resultan no de un proceso de fijación o sustracción, sino de la acumulación de diferentes momentos que, en cierto modo, conservan su orden histórico. De esta manera, es el tiempo el que hace sus películas. Muchas incluso llegan a encarnar el itinerario proustiano de reconstitución del pasado, como ocurre con À la recherche du lieu de ma naissance (1990) o Histoire de ma vie racontée par mes photographies (2002).

À la recherche de mon lieu de naissance (tràiler) | Boris Lehman

Hay otro gran protagonista en el cine de Lehman: Bruselas, la ciudad donde vive el cineasta, sus edificios, casas, plazas, jardines, cafés y las personas que la habitan. Algunas de sus películas, como el retrato que hace del antiguo barrio de Béguinage en Magnum Begynasium Bruxellense (1978), son documentos arqueológicos de estructuras, personas u oficios que ya no están. Otras trazan recorridos del cineasta por la ciudad, dibujando mapas de sus derivas cotidianas, de errancia de una casa a otra, como los que observamos en Mes sept lieux (1999-2014), una película que, además, está llena de detalles cotidianos a los que no solemos prestar atención, por ejemplo, unas llaves, cajas de cartón o unos zapatos viejos que forman parte de la «poética de los días que se van», como anota Jonas Mekas en una carta que escribe al cineasta belga a propósito de este trabajo.

Tal como sucede con Robert Walser, a Boris Lehman le interesan las cosas sencillas, ordinarias y fugaces con las que se encuentra en sus paseos diarios; esa concatenación imprevista de minucias y acontecimientos minúsculos que, a causa de su fluir, invocan la mirada asimismo inestable del caminante. En su libro El paseo, el escritor suizo caracteriza esta actividad del andar, muy importante en su vida y en su obra, como un ligero vagar en el cual le siguen al paseante todo tipo de sutiles pensamientos y curiosidades, en el que «el yo ya no es yo, sino otro, y precisamente por eso otra vez yo». Esta descripción podría servirnos para explicar también las líneas sinuosas dibujadas por una serie de idas y venidas que constituyen el espacio del andar presente en el cine de Lehman, donde no importan los lugares de llegada ni los de partida, sino las huellas que marcan sus pasos. Muchas de sus películas presentan segmentos del territorio en los que se produce un interminable desplazamiento, un itinerario que es a la vez geográfico y biográfico, tanto en la ciudad donde vive como en otros lugares, como, por ejemplo, Lausana, la ciudad suiza donde nació el cineasta. Así, el continuo caminar y el filmar constituyen una lectura y una escritura del lugar, donde la narrativa del recorrido teje al mismo tiempo una biografía del caminante.

Mes sept lieux (tràiler) | Boris Lehman

Sin embargo, la idea de paseo en el cine de Lehman no está solo presente en el eterno errar cotidiano por Bruselas, sino también en los constantes viajes alrededor de su estudio y de las cosas que amontona en él. En sus películas podemos ver un conjunto de objetos personales que el cineasta fue coleccionando a lo largo de los años –cartas, postales, fotografías, libretas, zapatos, sombreros, cajas, souvenirs, regalos, libros, latas de película, entre muchos otros– que son como un museo frágil y melancólico en el que podemos medir, como un sismógrafo, las ondulaciones de una época y de una vida. De entre todos estos elementos que colecciona, las imágenes fotográficas (retratos de amigos, de distintos lugares y de viajes) que el cineasta fue realizando a lo largo de los años son ciertamente uno de los más relevantes. Esos cientos de miles de fotos guardadas en cajas, en sobres o en armarios son huellas de instantes perdidos, fragmentos de ruinas a la espera de un trabajo de excavación que las rescate del olvido, labor que el cineasta llevó a cabo en muchas de sus películas.

Aunque en el cine de Boris Lehman no hay una voluntad manifiesta de presentar la historia, esta queda inscrita en el interior de sus películas, no solo su historia personal, vinculada al Holocausto y al exilio de su familia judía durante la Segunda Guerra Mundial, sino también la historia de Bélgica y la de todo el mundo, porque para el cineasta el «yo es todo el mundo». En ese sentido, esa pulsión que le lleva a filmarse y a investigarse a sí mismo acoge también a los demás y les hace sitio junto a él. Su cine habla asimismo de esa voluntad de conocer y acercarse al otro, de ese espacio de encuentro y reencuentro con amigos y conocidos que se crea en sus films. Se trata de un intercambio, de una ida y vuelta de sí hacia el otro y del otro hacia sí, algo que para Lehman es más importante incluso que las propias películas. De esta manera, la cámara es apenas el instrumento que le permite hacer ese trueque, y la proyección, principalmente la vinculada a los espacios pequeños e íntimos de las casas, el lugar que le permite continuar ese encuentro e intercambio.

Este articulo tiene reservados todos los derechos de autoría

Ver comentarios0

Deja un comentario

Boris Lehman: «Para mí, la vida y el cine son indivisibles»