El colapso nos aterra y nos atrae a la vez. Más allá de los datos y las predicciones científicas, las emociones que florecen al enfrentarnos al cambio climático son complejas e incómodas. Pero, sumidos en un presente poco esperanzador, quizá haya estrategias para afrontar la eco-ansiedad.
A mi hermano siempre le gustaron las catástrofes. De pequeño construía presas solo para desbordarlas y levantaba torres de bloques de colores para después someterlas a graves terremotos. Como muchos niños, mi hermano hacía todas estas cosas, pero también otras que iban un poco más allá. Cuando creía que nadie le veía, se convertía en un hombre del tiempo. De pie sobre su colchón, y con un póster del mapa del mundo a sus espaldas, informaba de la proximidad de ciclones y huracanes ante una cámara invisible, usando una antena de radio como puntero. Si nuestra calle se inundaba, se volvía loco de felicidad. No se apartaba del balcón ni de sus prismáticos; parecía desear que la situación se volviera incontrolable y que los cimientos de nuestra casa se desprendieran y empezaran a deslizarse hacia algún lugar. Entre los planes de futuro de mi hermano siempre estuvo la construcción de un búnker, una especie cápsula en forma de huevo que pretendía instalar en el lavabo pequeño de casa y donde tenía intención de hibernar en caso de apocalipsis. «Pero, ¿tú quieres que el mundo se destruya?», le pregunté una vez. «Todo no, pero un poco sí», dijo él.
Hace unos meses, en casa de mi abuela, oí que mi madre y mi hermano hablaban del aumento de las facturas del gas y de la luz, de la posibilidad de que en un futuro no pudiéramos afrontarlas. «No os preocupéis», dijo mi hermano, «construiremos un sistema para calentarnos y haremos una hoguera en el patio de la iaia». Ahí estaba de nuevo esa sonrisa suicida, la misma que nos impide saber si habla en broma o en serio; ahí estaba ese presunto entusiasmo ante un reto de la naturaleza que nos forzase a llevar una vida incómoda y asilvestrada.
Me pregunté cómo lo digerí de niña, me refiero al hecho de que mi hermano soñara con quedar sepultado bajo un alud y con la destrucción parcial del planeta. Nuestros padres eran alpinistas y pasábamos todas nuestras vacaciones en el monte, tanto en invierno como en verano. Yo sabía que lo normal era que los hijos fuesen más rebeldes que sus padres: tenía sentido que mi hermano amara la naturaleza en su versión más adrenalínica. Esta fue mi conclusión, mi deducción consciente, aunque nunca me sirvió de nada, porque inconscientemente a mi hermano yo siempre le entendí.
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El primer pinchazo de preocupación por el cambio climático lo sentí el día en que mi padre me dijo que el glaciar del Aneto se estaba derritiendo. Él había subido ese pico muchas veces y, para mí, fue la señal de que algo estaba desapareciendo, ya fuese el paisaje de mi infancia o mi propio padre. La angustia por la desertificación del Pirineo terminó mezclada con la nostalgia y el duelo, y ahora soy yo quien comprueba por internet cuánto ha disminuido el glaciar este año.
Durante la mayor parte de mi juventud, la crisis ecológica fue poco más que un dilema en el que me gustaba recrearme. Recuerdo el día en que mi amigo Carles me convenció para levantarme pronto un sábado por la mañana. Yo estudiaba Periodismo y Carles, Física. Llevaba semanas insistiéndome en que debía conocer a ese profesor suyo de la universidad que había hecho que le volara la cabeza, de modo que un sábado por la mañana fuimos al pueblo de Antonio Turiel a que nos hablara del peak oil, el punto máximo de extracción mundial de petróleo, después del cual aumenta la escasez y, con ella, los problemas.
Turiel me pareció un hombre grandullón y afable, demasiado dulce para ser científico. Más tarde comprendí que esa dulzura era necesaria para asimilar sus palabras. Turiel me hizo entender que la salvación del planeta no es posible –no es posible deshacer la mayor parte del impacto, tampoco regenerar los recursos finitos–, y que lograr medidas mitigantes es urgente pero improbable, no solo porque requeriría la renuncia global a un estilo de vida asociado con el bienestar y el desarrollo, sino hacerlo en favor de un escenario incierto. La mente científica de Turiel le abocaba al pesimismo, pero su sentido de la ética –y, tal vez, su posición de padre de familia– le empujaban a seguir luchando por una vida con sentido, a hacer activismo con dos jovencitos un sábado por la mañana. De vuelta a casa el cerebro me hacía cosquillas. Estábamos ante un horizonte suicida pero complejo y humano al mismo tiempo. El fin del mundo empezó a excitarme de un modo teórico y perverso, era como chupar un caramelo que no se acababa nunca.
Años después empecé a trabajar en un medio digital. Allí fui testigo de cómo el cambio climático se convertía en el contenido sensacionalista perfecto, porque aunaba datos científicos, imágenes impactantes y toneladas de terror. Se suponía que toda aquella angustia debía transformarse en presión ciudadana, pero algo falló. Tampoco el arte tenía el efecto deseado: todas esas esculturas representando burócratas con el agua hasta las cejas mientras hablaban sin llegar a acuerdos significativos, todos esos relojes de arena señalando que el tiempo se había terminado, formaban parte de la pasividad autoconsciente en la que nos habíamos instalado. Nos aportaban la culpa necesaria para sentir un mínimo bienestar dentro de la incomodidad permanente.
Ni siquiera el año que pasé en Sudáfrica sirvió para que el ecocidio calara en mí. Vi lo que una sequía puede provocar en una sociedad extremadamente desigual. Ciudad del Cabo se convirtió en la primera ciudad global en la que los habitantes de una lujosa urbanización hacían cola para llenar garrafas de agua de un camión cisterna. Escribí que Sudáfrica era un oráculo del futuro, de un futuro que me preocupaba y me interesaba, pero del que, sin saberlo, seguía siendo una simple observadora.
En 2020 me acredité en el primer congreso mundial de ecoansiedad infantil. Debía celebrarse en Londres, pero la pandemia hizo que se cancelara y se celebrara un año después, de manera online. Estando confinada me pareció que el tema había perdido interés, escuchaba fragmentos aleatorios de conferencias que daban vueltas alrededor de la misma idea: la ecoansiedad es un problema porque afecta al aprendizaje y al desarrollo de los niños, pero también es un problema porque los niños tienen razones o, como mínimo, muchos más motivos que los adultos, para sufrir por un planeta inhabitable. Teniendo en cuenta la multitud de datos impensables que nos rodean –si todos los países cumplieran sus objetivos de reducción de las emisiones, estas aumentarían en un 13 por ciento en los próximos siete años–, ¿se trataba simplemente de aprender a vivir en paz a microescala e ignorar la macroescala? ¿Era el cambio climático, además, un problema mental? Poco a poco, todas estas cuestiones fueron abandonando mi mente para instalarse en mi cuerpo
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Nuestra percepción del mundo depende en gran medida de nuestra realidad particular. Me atrevería a decir que depende incluso de nuestra situación ahora mismo, en este preciso momento. Escribo este texto en enero de 2023, en la propiedad de una pareja de jubilados. Llevo una camiseta térmica, un jersey, dos pares de calcetines y un pañuelo enroscado al cuello. No quiero poner la calefacción, es decir, lo deseo muchísimo, pero sucede que esta misma mañana uno de mis principales clientes me ha comunicado que este año sus encargos disminuirán en un 70 por ciento. No hace mucho vivía en un piso grande y soleado, podía comprar pescado y viajar. Ahora soy autónoma y paso gran parte de mi día en una habitación sin luz natural. El monte me parece un lujo, o, en su versión más accesible, un complejo hotelero gratuito para urbanitas estresados. De algún modo, he pasado a sentirme parte de la contaminación. Cuando no puedo más y huyo de Barcelona, tardo demasiado en bajar revoluciones y, en cuanto empiezo a sentirme bien, ya es hora de volver.
No es solo que las cosas vayan peor, es que el engranaje de la esperanza y el sacrificio se ha atascado: me sobreesfuerzo y no hay mejoría, o, si la hay, dura bien poco. Tener un trabajo o muchos clientes no garantiza una vida digna en un contexto de terrorismo inmobiliario. El éxito parece exigir que te desconectes de ti misma y la felicidad coincide cada vez más con una desconexión de la realidad. Si dejas de esforzarte, parece que quieras abandonar el mundo de los vivos, de los sanos. Si dejas de creer, no sabemos lo que pasa.
Cuando mi hermano dijo que no nos preocupáramos por el frío, que haríamos una hoguera en el patio, sentí una emoción extraña: deseé que ocurriera. De pronto nos vi a todos alrededor del fuego, tomando una bebida caliente y acariciándonos las espaldas. Después pensé que lo más probable sería que ese día no hubiera escrito ningún copy ni asistido a ninguna reunión online. Tal vez me hubiera dedicado a buscar árboles frutales y hierbas aromáticas por la ciudad. Puede que un perro desconocido me hubiera acompañado y, sin darnos cuenta, hubiéramos llegado hasta el mar. Tendría las uñas sucias, las piernas fuertes y la espalda recta. Tendría más pecas en la nariz.
Un momento, ¿estoy romantizando la pobreza?, pensé, y como si alguien hubiera lanzado un cigarrillo al interior de una caseta de petardos, una idea encendió otra y todo se llenó de una luz blanca y acusadora. Puede que mi hermano sea colapsista, pensé, uno de esos nihilistas reaccionarios que desean que todo se vaya al traste para utilizar trampas caseras y alimentarse a base de ardillas; uno de esos tipos que necesitan pasarlo mal para sentirse bien. Tal vez yo misma sea una colapsista, pensé después, y recordé con terror uno de mis libros talismán. Se titula Desierto, manifiesto postecologista y es anónimo. De su autor o autora solo se sabe que es amante de la naturaleza y que es anarquista.
La tesis que formula Desierto es que la esperanza es capitalista: confiar en la «transformación positiva del mundo» es la nana que nos adormece y nos permite seguir soñando dentro de un sistema que nos genera cada vez más sufrimiento. Solemos pensar que la desesperanza solo conduce a la oscuridad, pero es posible que esta vez sea lo único que puede liberarnos.
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Mi actitud hacia el cambio climático se basa en un principio amoroso que empecé a poner en práctica después del Triángulo de las Bermudas –el corto período de mi vida en el que mi padre murió, sufrí un ERE y mi novio más duradero me abandonó en pleno incendio del Amazonas–. A este principio lo llamo «honestidad brutal» y nació del hartazgo hacia esos novios que evitan decirte que quieren romper contigo con la excusa de no hacerte daño. Al principio pensaba que era simple cobardía, pero luego me di cuenta de que había algo más, puesto que esos novios, al evitar el conflicto –al evitar la escenificación del dolor–, se están reafirmando en su sensatez, en su estabilidad emocional: creen de verdad que están haciendo lo mejor para ti, que te están cuidando. Lo que realmente ocurre es que al evitar el colapso –al maquillarlo, más bien– esos novios evitan sentirse mal y logran seguir haciendo sostenibles sus vidas de mentira. Las que hemos caído en brazos de estos hombres tan atentos hemos aprendido que la verdad, por cruda que sea, es siempre un regalo: el puñal te atraviesa la carne y te otorga la gélida libertad de saber lo que está pasando.
Yo quiero conocer los pronósticos sobre el aumento de la temperatura y del nivel del mar, no porque tenga capacidad para adaptarme a ellos, sino porque por primera vez siento una especie de sincronización, el desastre dentro de mí, y ese desastre es más lúcido y real que cualquier eslogan de la esperanza. Es ahora, cuando todo me va mal, cuando me siento más cerca de una libertad íntima y catastrófica, cuando una luz intermitente me señala que sí, que quiero parar. Se dice fácil: asume las predicciones, imagina los escenarios, cambia tus deseos y tu idea de bienestar. Pero ¿cómo hacer todo esto mientras vivimos en una realidad en la que, a pesar de todo, seguimos amando, ilusionándonos?
Se libra en nuestros días una batalla contra la romantización, como si romantizar las cosas fuese solamente una forma de engañarse a una misma. Ocurre que preferimos romantizar unas cosas y no otras dependiendo si nos resultan útiles o no. Yo podría decir que soy una profesional independiente afincada en una ciudad mediterránea que se sitúa en el top mundial de la calidad de vida, y esto sería una romantización, una idea deformada que me ayuda a ser optimista y a seguir trabajando para lograr unos objetivos cada vez más inalcanzables.
Por eso creo que deberíamos romantizar otras cosas, cosas que está feo romantizar, como vivir en el campo con lo mínimo, como cuando mi hermano y yo éramos pequeños y se desataba una tormenta en el cámping donde veraneábamos, y los truenos se oían demasiado cerca por la altitud y porque, a diferencia de nuestros vecinos, que se alojaban en caravanas, nuestra familia vivía en una tienda. Cuando arreciaba la lluvia, mi padre ordenaba que nos metiéramos en una de las habitaciones de tela y suelo plastificado. Nosotros asomábamos las cabezas por la cremallera y nos abrazábamos, porque aquel peligro era real y divertido y nos permitía abrazarnos. Veíamos las sombras de nuestros padres corriendo alrededor de la tienda para poner a salvo los trastos, y oíamos sus pequeños gemidos y risas, y mi hermano y yo nos mirábamos. A veces los faldones no resistían y el suelo de la tienda se convertía en un río, y nuestros padres los fijaban con pinzas para que el río pasara. Eso me impresionaba y me proporcionaba una paz infinita, ver a mis padres adaptarse serenamente a la destrucción. Cuando amainaba, se ponían a limpiar el barro de la tienda y de los muebles sin estar enfadados, incluso se reían de las bromas de los vecinos, que les decían: «Estos catalanes que les gusta vivir como gitanos», y nosotros sabíamos que nuestros padres habían sentido la misma emoción, era como si por unos breves instantes hubiéramos visto a unos niños que vivían dentro de sus cuerpos, y nos sentíamos más felices que nunca.
Cuando pensamos en el fin del mundo, pensamos en el fin de nuestra vida tal como la conocemos, y eso a mí, estos días, no me parece tan malo. Mi hermano no es colapsista, tampoco yo. Solo nos gustaría pasar más tiempo de pie que sentados, respirar aire fresco y olvidarnos del dinero por un rato, sentirnos despiertos, sabernos útiles y acompañados.
Tal vez deberíamos cambiar la esperanza ciega por una ilusión, y tal vez para ello debamos hacer menos caso a los datos y más a nuestras emociones, a nuestros cuerpos, que nos indican que ya estamos colapsados; que nos dicen que este bienestar duele y que el apocalipsis puede ser un lugar calentito.
Josep Lluís S.P. | 08 marzo 2023
M’ha agradat molt aquest article.
Moltes gràcies Alba.
M’apunto el teu últim paràgraf que és genial.
Et citaré, amb el teu permís!
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