
Polipastos de cadena y sala de obuses. San Francisco, 1939 | U.S. National Park Gallery | Dominio público
El concepto «BDSM algorítmico» describe el modo en que las plataformas digitales controlan a los creadores. En esta relación, el algoritmo no ordena directamente, sino que recompensa o sanciona en función de cómo el creador se adapte a una ley no escrita. De este modo, el contenido ya no se genera tanto por la necesidad de expresarse como por el miedo a desaparecer.
I. Introducción: Una forma afectiva de control
El término «BDSM algorítmico» es una metáfora precisa para describir una dinámica afectiva que define, de manera cada vez más opaca, nuestra relación con los entornos digitales de producción cultural. En este régimen, la noción tradicional de usuario o creador resulta insuficiente: no somos sujetos que utilizan herramientas, sino dispositivos de producción modulados por variables que no controlamos ni terminamos de comprender. La relación no es contractual, sino punitiva y placentera a la vez.
A diferencia del BDSM clásico –donde los roles, las normas y las palabras de seguridad son explícitos– el BDSM algorítmico opera bajo la lógica del consentimiento tácito y la sumisión inconsciente. No hay safe word, no hay posibilidad real de retirada: la obediencia es el estándar operativo. La plataforma no ordena directamente, simplemente premia a quien intuye sus designios y castiga a quien fracasa en interpretarlos. Publicar, editar, calibrar, reformular: gestos que antes respondían a un impulso creativo, hoy se ven atravesados por la necesidad de optimización.
Esta estructura no es accidental. Es, como advertía Byung-Chul Han en su análisis de la psicopolítica contemporánea, una forma de poder que ya no impone desde fuera, sino que modela desde dentro. La coerción no se vive como violencia, sino como expectativa de rendimiento; el castigo no se percibe como censura, sino como ausencia de validación. El creador no siente que está siendo forzado: siente, más bien, que está fallando.
El BDSM algorítmico designa, por tanto, un nuevo régimen afectivo de producción, donde la economía de la atención se traduce en disciplina, donde la estética de la visibilidad se convierte en estructura moral y donde la subjetividad se reconfigura como flujo de contenidos útiles, eficaces y autoajustados.
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II. De la visibilidad al castigo
La lógica del BDSM algorítmico se sostiene en un sistema de premios y castigos que no necesita articularse como ley ni declararse como amenaza. Basta con que funcione. Y funciona porque es asimétrico, opaco e intermitente: como una relación abusiva que se mantiene viva gracias a la incertidumbre del refuerzo intermitente.
El algoritmo ya no recompensa de forma clara: castiga de forma silenciosa. Ya no se trata de generar éxito, sino de evitar el vacío. El creador no aspira tanto a destacar como a no desaparecer. La penalización más eficaz es la indiferencia: no hay golpe más devastador que un contenido ignorado. La visibilidad no se gana, se mendiga; y cada omisión, cada caída en el feed, cada desplome en el alcance, opera como un correctivo que no necesita justificación.
El castigo, aquí, adopta formas estadísticas: menos likes, menos guardados, menos tráfico. No hay azote, solo descenso. Y frente a esa caída, el creador entra en una dinámica de ajuste permanente: cambia el tono, modifica el diseño, corrige el enfoque. Esta lógica se articula dentro de lo que podría llamarse una estética de la obediencia: los contenidos se afinan no en función del deseo de comunicar, sino en relación con la expectativa de ser recompensados. El contenido ya no nace de una urgencia expresiva, sino de una demanda abstracta que debe ser satisfecha. La creatividad se convierte así en un problema táctico, no en un impulso estético.
Y como el castigo no se expresa con violencia, sino con desaparición, la respuesta no es la rebelión, sino el autoajuste. El algoritmo no te impide hablar, simplemente reduce tu volumen. No te censura, te silencia. No te prohíbe, te ignora.
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III. Forma y estética de la obediencia
El BDSM algorítmico no solo opera sobre la atención, también modela la forma.
La estética contemporánea ya no es solo una cuestión de gusto o sensibilidad, sino de adecuación a las expectativas de un sistema que mide, recompensa y penaliza con una precisión casi pornográfica. La forma deviene sintaxis de la obediencia: hay una manera correcta de decir, de mostrar, de cortar, de titular. Y esa manera no se aprende en escuelas ni en libros, sino en el ejercicio forzoso del ensayo y error bajo el ojo vigilante del algoritmo.
En este régimen, la estética del contenido se adapta no al deseo del creador, sino a la proyección que el creador hace del deseo del sistema. El gesto ya no es expresión, sino calibración. Las decisiones formales ya no responden a un proceso creativo, sino a un proceso servicial. Lo que antes se pensaba como «estilo» o «voz propia» se convierte ahora en una forma de adaptabilidad.
De ahí la expansión del slop o contenido basura (habitualmente generado por IA): esa producción optimizada para retener atención mínima, fruto del compost de imágenes con las que nosotros hemos inundado internet, donde cada slide ha sido depurado para evitar perder espacio y ocuparlo. No se crea lo que se quiere decir, se diseña lo que probablemente funcionará.
Esta lógica no es ajena al trabajo afectivo. De hecho, lo radical del BDSM algorítmico es que obliga al creador a implicarse emocionalmente para producir formalmente. La producción se vuelve íntima: el rendimiento no se mide en horas, sino en intensidad emocional. La angustia, el entusiasmo, la inseguridad, la validación, todo se convierte en material de trabajo. El creador no solo produce contenido: produce la imagen calibrada de su identidad. Se convierte en prescriptor de su propia subjetividad visible.
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III. El creador: coreografía de la sumisión
En el BDSM algorítmico, la creación se transforma en una serie de respuestas reflejas: optimizar, reeditar, subtitular, postear, monitorizar, ajustar. El cuerpo se convierte en un órgano operativo del sistema, no en un espacio de invención.
La sumisión es, en este contexto, un método, una forma refinada de estar en el mundo. El creador obedece no porque se lo digan, sino porque su biología está alineada con los ciclos del feed. El sistema no lo somete por violencia, sino por integración. Se convierte en su propio capataz y, a la vez, en mascota bien entrenada.
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El cuerpo aquí no está ausente. Todo lo contrario: está hiperactivado. No en su dimensión creativa, sino en su dimensión de interfaz. El creador es un cuerpo que sostiene el dispositivo, que ensaya gestos frente a la cámara, que somatiza el fracaso del contenido. Es un cuerpo que arde por no haber recibido suficientes «guardados» y que se hincha de dopamina cuando una frase encaja, cuando el algoritmo te acaricia, cuando cae arena sin avisar.
Cada paso del día puede leerse como parte de una secuencia de servidumbre. La vida cotidiana se convierte en backstage de la producción. Pasear al perro es una posible story. Comer algo bello es una potencial metáfora. Dormir bien es una oportunidad perdida. La mente opera como radar constante en busca de piezas útiles. No hay espacio para la duda. Incluso el malestar es tematizable, siempre que esté bien empaquetado. El burnout no es un colapso, es un nicho. La vulnerabilidad no es un límite, es una categoría de contenido. En el BDSM algorítmico, incluso la desesperación es un formato.
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IV. IA y sadismo estructural: el creador como archivo reemplazable
La aparición de la IA generativa no introduce un nuevo paradigma: amplifica uno que ya estaba en marcha. Si el algoritmo era ya una fuerza que moldeaba el comportamiento creativo mediante estímulos opacos y órdenes subyacentes, la IA es la automatización total de ese mandato. No solo regula qué debes hacer para funcionar, sino que ahora puede hacerlo por ti. No solo te exige producir, sino que te recuerda –sin decirlo– que, si fallas, puede reemplazarte, sin dramas.
La IA es desde ya un correctivo simbólico. Su mera existencia ejerce presión. Su rendimiento estadístico deviene en modelo de eficiencia. No hay negociación posible: su función es ser más rápida, más precisa, más coherente, más adaptativa. Lo que ha empezado es una defensa desesperada del archivo humano frente a la lógica industrial del dataset. Ya no creamos por deseo: creamos para no ser sustituidos. El creador contemporáneo es, ante todo, un archivo que intenta seguir siendo útil. Un meme que no quiere desaparecer demasiado rápido.
En este sentido, la IA encarna un plus de sadismo perfecto: no te odia, no tiene nada personal contra ti, pero te va a borrar. No impone nada, pero lo replica todo. El creador entra entonces en un ciclo histérico: debe producir más, más rápido, con mayor agilidad, sin perder humanidad pero sin resultar incómodo. La creatividad se vuelve defensiva. La estética se vuelve reactiva. Aún más.
En el marco del BDSM algorítmico, la IA no reemplaza al amo, sino que lo perfecciona. Su existencia desestabiliza cualquier fantasía de excepcionalidad. Es la gran humillación implícita: ese modelo que, sin cuerpo, sin trauma, sin emoción, produce versiones plausibles de lo que tú tardas semanas en articular. Y lo hace bien. Y lo hace gratis. Y lo hace 24/7. No hace falta ni darle las gracias (aunque haya muchos que lo estén haciendo).
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V. El único capaz de cabalgar al algoritmo es Ye
Si el BDSM algorítmico describe un régimen afectivo donde el creador se pliega, obedece y optimiza su discurso hasta confundirse con la expectativa del sistema, Ye (Kanye West) representa la excepción radical: es el único capaz de invertir la lógica de la sumisión y devolverla al propio algoritmo. De cabalgarlo sin apenas rozarlo ni apoyarse en ningún estribo.
Ye no adapta su forma al deseo algorítmico, hace del escándalo una herramienta de sintaxis. En lugar de calibrar para gustar, introduce fallos, muy rápidos, tuit tras tuit, sin parar, creando en los medios de comunicación y en otras entidades la necesidad de hablar de lo que está pasando. Esas rabietas efusivas generan una monoculturalidad mediática de alto voltaje, y convierte la viralidad en una forma de castigo restituido a su origen.
La lógica es perversa: mientras todos temen fallar, él orquesta su caída como un ataque terrorista. No es que le dejen hacerlo, pero lo carga de tal forma que se ve obligado a reconfigurarse en tiempo real. Su metodología –despotricar, cloutbombing, doctrina del shock sin ideología– no encaja en el molde del «buen creador», pero genera loops de atención tan densos que las plataformas se convierten en extensiones de su performance. Como si llevara las riendas del feed y obstruyera la posibilidad de cualquier ordenanza.
Es el creador como anomalía, como error operativo que se vuelve rentable. En ese sentido, no escapa al BDSM algorítmico: lo invierte. Y con ello revela algo incómodo: que incluso el algoritmo, tan omnisciente, puede ser excitado, violentado, usado como herramienta de control.
Y eso lo convierte –para bien o para mal– en el único artista del presente que no le teme al castigo porque sabe infligirlo. El resto seguimos en modo esclavo, esperando una notificación, interpretando señales. Escribiendo sin saber si nos van a leer. Publicando como si nos frotáramos la espalda contra el marco de la puerta para que alguien nos rasque. Reformateándonos sin saber por qué.
⛓️ NO LO IDOLATRES. TÚ NO ERES ÉL.
⛓️ NO TE DESVÍES. YA PILLARÉ A ESE CABRÓN.
⛓️ PRODUCE. PRODUCE. ¡¡¡PRODUCE, JODER!!!
Este artículo forma parte de una serie comisariada por Marta Echaves sobre el futuro del trabajo.
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