Pesadilla conectiva en el «call center»

El «call center» supone la renuncia a la empatía y al entendimiento a ambos lados de la línea telefónica.

Mujeres trabajando en la centralita del Capitolio de EE.UU. Washington D.C., 1959

Mujeres trabajando en la centralita del Capitolio de EE.UU. Washington D.C., 1959 | Marion S Trikosko, Library of Congress | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Lejos de funcionar como un espacio para el encuentro y la interlocución genuina entre dos partes, el call center parece diseñado para frustrar cualquier intento de comunicación. Su lógica nos obliga a renunciar al diálogo para someternos a estrictos protocolos conectivos. El call center representa, en este sentido, un magnífico ejemplo de lo que Franco «Bifo» Berardi ha descrito como un «desplazamiento desde lo conjuntivo hacia lo conectivo».

«¿Qué mejor ejemplo del fracaso del neoliberalismo, desde su propio punto de vista, es decir, desde el punto de vista de las relaciones públicas, que el call center?», se pregunta Mark Fisher en Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (Caja Negra, 2016). «La experiencia del call center», escribe Fisher, «es lo más parecido a una experiencia directa y personal del carácter descentrado del capitalismo. Cada vez más existimos en dos planos de realidad: uno en el que los servicios funcionan con normalidad y otro subterráneo, (…) un mundo sin memoria en el que las causas y los efectos se conectan de formas misteriosas e incomprensibles, en el que es verdaderamente un milagro que algo ocurra y en el que uno pierde las esperanzas de pasar al otro lado».

Fisher establece un paralelismo entre el call center y el siniestro sistema telefónico que Kafka describe en El castillo. «No hay ninguna conexión telefónica específica con el castillo», explica el alcaide del castillo al protagonista de la novela; «ninguna centralita que comunique la llamada; si se llama por teléfono al castillo, allí suenan todos los aparatos de los departamentos más inferiores o, mejor, sonarían si no estuvieran, como sé con certeza, desconectados en casi todos ellos. (…) Por lo demás, es muy comprensible. ¿Quién puede creerse legitimado para interrumpir a causa de sus pequeños problemas personales los trabajos más importantes, que se realizan siempre a una velocidad vertiginosa?».

El sistema telefónico que en principio debería servir para comunicarse con las instancias administrativas del castillo resulta ser, por el contrario, un dispositivo diseñado para frustrar cualquier intento de comunicación. Algo muy parecido ocurre cuando nos adentramos en el laberinto de algunas centralitas de atención telefónica. Y es que, parafraseando al alcaide del castillo, ¿quién puede creerse legitimado para reclamar o intentar aclarar algún detalle sin importancia a la empresa que le presta un servicio? ¿Quién puede atreverse a interrumpir la actividad vertiginosa de una gran corporación con quejas o preguntas de cualquier índole?

«La experiencia del call center», sostiene Fisher, «rezuma la fenomenología política del capitalismo tardío, el aburrimiento y la frustración a través de la cadena de representantes, la repetición de los mismos detalles grises por parte de diferentes operarios con pobre entrenamiento y poca información (…) La rabia no es más que una válvula de escape; agresión en el vacío dirigida contra una víctima anónima igual que uno mismo, pero con la que no existe ninguna posibilidad de establecer empatía».

Call center de ABSA Bank. Johannesburg, 2008

Call center de ABSA Bank. Johannesburg, 2008 | CC BY-SA Media Club

Esta falta de empatía, tan característica del call center, es un perfecto ejemplo de la transformación antropológica que Franco «Bifo» Berardi describe en Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva (Caja Negra, 2017). La consecuencia de esta mutación, resultante de la actual transición tecnológica, no es otra que «la disolución de la concepción moderna de la humanidad y la extinción del hombre o la mujer humanista».

Pero ¿en qué consiste exactamente esta mutación? Se trataría en última instancia de una incapacidad para empatizar y de una pérdida de la «capacidad de percibir el cuerpo del otro como una extensión viva de mi propio cuerpo». Berardi atribuye esta neutralización de la empatía y de lo afectivo a un «desplazamiento de la conjunción hacia la conexión». Si la conjunción es «la concatenación de cuerpos y máquinas que pueden generar significado sin seguir un diseño preestablecido y sin obedecer a ninguna ley o finalidad interna», la conexión es, por el contrario, «una concatenación de cuerpos y máquinas que solo puede generar significado obedeciendo a un diseño intrínseco generado por el hombre, y respetando reglas precisas de comportamiento y funcionamiento». La conjunción, escribe Berardi, «requiere un criterio semántico de interpretación. (…) La conexión, por el contrario, requiere únicamente un criterio sintáctico de interpretación». O dicho de otro modo: la conjunción es empática, mientras que la conexión es puramente operacional.

Es por este motivo que el laberinto del call center resulta todavía más kafkiano y desesperante cuando nuestra llamada es atendida por un sistema de reconocimiento de voz automático. Cuando esto ocurre debemos ajustar nuestras palabras a una comunicación severamente codificada, y la posibilidad de resolver nuestro problema dependerá exclusivamente de que este se encuentre o no contemplado, al otro lado de la línea, como un verdadero problema. Tal como señala Berardi, la empatía propia del plano conjuntivo es lo que hace posible la aparición de un significado previamente inexistente. En el plano conectivo, en cambio, «cada elemento permanece diferenciado e interactúa únicamente de manera funcional».

Incapaz de escucharnos y entendernos genuinamente, el o la agente virtual del call center solo puede dar respuesta a un número limitado de preguntas e incidencias; así que si el motivo de nuestra llamada no se corresponde de forma precisa con alguna de ellas la comunicación se podrá dar por terminada independientemente de si nuestro problema ha sido o no resuelto. Nos encontramos aquí con lo que Éric Sadin, en su libro La inteligencia artificial o el desafío del siglo: anatomía de un antihumanismo radical (Caja Negra, 2020), denomina «poder conminatorio de la tecnología». Cada vez más, escribe Sadin, nos plegamos a unos «protocolos destinados a provocar inflexiones en cada uno de nuestros actos» y nos sometemos a las ecuaciones de una serie de artefactos que tienen el «objetivo prioritario de responder a intereses privados e instaurar una organización de la sociedad en función de criterios principalmente utilitaristas».

El call center ha sido y sigue siendo uno de los principales campos de ensayo de las capacidades predictivas e interpretativas de la inteligencia artificial. Si, tal como sugiere Fisher, las relaciones públicas representan «el punto de vista del neoliberalismo», la robotización del call center implica precisamente la deshumanización del lugar de encuentro entre vendedor y cliente (o, si se prefiere, a fin de emplear una terminología más acorde a los tiempos, entre proveedor y usuario). Las relaciones públicas se habían basado tradicionalmente en una forma de comunicación conjuntiva y empática entre las dos partes; ahora, sin embargo, con la proliferación de sistemas como el reconocimiento de voz, estas parecen funcionar cada vez más a menudo según las normas de un modo conectivo y con finalidades estrictamente funcionales.




Al otro lado de la línea

Ahora bien, la pesadilla conectiva del call center no se reduce, ni mucho menos, a la experiencia de la persona que hace la llamada. Cuando no es una máquina la que responde la llamada, la voz que escuchamos al otro lado de la línea es la de una persona mucho más sometida que nosotros a los estrictos protocolos conectivos que rigen el funcionamiento de las centralitas de atención telefónica. Esa persona, o la que se sienta a su lado, podría ser la misma que la tarde anterior nos llamó para ofrecernos algún servicio en nombre de alguna otra empresa. Es probable que en aquella ocasión la llamada se diera por terminada de forma más bien brusca por nuestra parte. Este hecho pone de manifiesto el perverso modo de circulación de la voz en el call center y explica por qué este se convierte tan a menudo en un lugar de desencuentro y frustración a ambos lados de la línea.

Si bien Mark Fisher se refería a las personas que trabajan en el call center como «víctimas anónimas, igual que uno mismo», es importante entender que son precisamente estas personas las que se llevan la peor parte de este sometimiento a una forma de comunicación estrictamente conectiva. Al fin y al cabo, nada puede resultar más deshumanizante que verse obligado a desprenderse de la empatía para poder funcionar de un modo no humano, homologable al de un asistente virtual. Unos años después de la publicación de Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, en la recopilación de artículos Fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Caja Negra, 2018), el propio Fisher comparaba al empleado del call center con un «cyborg banal, que es castigado cada vez que se desconecta de la matrix comunicativa».

«De alguna manera te conviertes en un apéndice de la computadora, pero con voz», escribe una empleada de call center anónima en las páginas de ¿Quién habla? Lucha contra la esclavitud del alma en los call centers (Tinta Limón, 2006). Editada por el Colectivo Situaciones, esta publicación reúne el testimonio de diversos trabajadores de call centers en Argentina y ofrece una mirada desde dentro a la oscura realidad de estos espacios de trabajo que no dejan de proliferar en todo el mundo. Tal como analizan de forma pormenorizada Jamie Woodcock y Enda Brophy en sus libros respectivos, Working the Phones Control and Resistance in Call Centres (Pluto Press, 2017) y Language Put to Work. The Making of the Global Call Centre Workforce (Palgrave Macmillan, 2017), el call center representa un ejemplo paradigmático de las nuevas formas de trabajo que promueven las fórmulas neoliberales de negocio propias del capitalismo de plataforma y/o de vigilancia.

Más allá del disciplinamiento conectivo al que se ven sometidos sus empleados, los call centers son también espacios de precarización y explotación. Durante los peores momentos de la pandemia de coronavirus, los servicios de atención telefónica no solo no dejaron de funcionar sino que tuvieron que hacerlo a pleno rendimiento, convirtiéndose en importantes focos de contagio. El call center representa el lado oscuro (o, más bien, uno entre otros muchos lados oscuros) del expansionismo económico de signo digital. La fotografía de un call center es, precisamente, la imagen que ilustra la portada del libro de Ursula Huws, Labor in the Global Digital Economy: The Cybertariat Comes of Age (NYU Press, 2014). En él, su autora examina la noción de «cibertariado» y la «destrucción de la identidad ocupacional» en el marco de un modelo económico basado en la información y el conocimiento.

Convertidos en engranajes lingüísticos de la «matrix comunicativa» del «iCapitalismo» (Huws), los empleados del call center son lo más parecido a los trabajadores de una cadena de producción de la era posfordista, permanentemente monitorizados por unos supervisores que, aunque de forma remota y silenciosa, cumplen la función de los antiguos capataces fabriles. A diferencia del sistema telefónico que Kafka describe en El castillo, las líneas del call center siempre están conectadas. Si somos capaces de superar los preámbulos disuasorios con los que empieza cada llamada (la insoportable música de espera, grabaciones sobre servicios u ofertas que no necesitamos, listas de opciones que no se corresponden con nuestro problema o el clásico desvío de la llamada de un departamento a otro) terminaremos hablando con una persona que muy probablemente trabaja bajo una enorme presión psicológica para intentar cumplir una serie de objetivos inasumibles a cambio de exiguas bonificaciones.

Si, tal como escribió Fisher, la experiencia del call center pone de manifiesto el fracaso del neoliberalismo, es precisamente por su doble efecto colateral a ambos lados de la línea telefónica. Tanto la persona que llama como la que atiende la llamada están condenadas a renunciar a la empatía, propia de la comunicación conjuntiva, para someterse a las normas de una comunicación estrictamente sintáctica y conectiva. La imposibilidad de «pasar al otro lado» es recíproca y conduce invariablemente a un completo desempoderamiento de la voz y la palabra. El call center representa, en este sentido, el reverso absoluto de lo que Brandon LaBelle, en su libro Sonic Agency: Sound and Emergent Forms of Resistance (MIT Press, 2018), denomina «agencia sónica», es decir, la posibilidad de establecer relaciones entre sujetos y cuerpos con el objetivo de crear nuevas formas de resistencia y negociación de la realidad haciendo uso de la escucha, la voz y el sonido. Pero llegados hasta aquí (y teniendo en cuenta la profundidad y el interés de la noción que propone LaBelle), tal vez lo más conveniente sería abordar esta cuestión en otra ocasión y de forma más específica.

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