Salvando a Casandra: los retos de la desinformación actual

Una reflexión sobre los peligros y las causas de la desinformación en un contexto de falta de certezas y desafección por el sistema vigente.

Edwin Denby con megáfono en el campo de juego, 1922

Edwin Denby con megáfono en el campo de juego, 1922 | Harris & Ewing, Library of Congress | Sin restricciones de uso conocidas

En la mitología clásica, Casandra representaba la maldición de quien, pese a saber la verdad, no era capaz de convencer a sus conciudadanos. Actualmente, la falta de confianza en el sistema político y el aumento de la presencia de las emociones en la toma de decisiones han conllevado una radicalización de las opiniones. En este contexto, analizamos el fenómeno de la desinformación en el siglo XXI, cuando el surgimiento de nuevos canales de difusión nos hace todavía más vulnerables.

Cuando se habla de desinformación, a menudo se habla de una serie de fenómenos que, pese a estar relacionados con la carencia de conocimientos concretos sobre política, tienen poca relación con esta ausencia per se. Y es que no es el desconocimiento lo que genera las dinámicas de polarización, ausencia de diálogo y percepciones erróneas de la realidad que parecen estar marcando nuestras democracias. El desconocimiento solo nos hace susceptibles de caer en la trampa de los agentes de la desinformación, especialmente cuando se combina con un estado anímico y un contexto que lo facilitan.

El desconocimiento y la falta de información no son, per se, un problema para la democracia. Por lo menos no son un problema que tenga solución. Durante años, los politólogos y los estudiosos de la democracia hemos sabido que los ciudadanos estamos desinformados sobre las cuestiones políticas que nos afectan. La política se ha vuelto muy complicada, y es imposible tener información en todas sus dimensiones. Incluso cuando la tenemos a disposición, nos cuesta gestionarla correctamente. Nos pasa a todos, quizás no en política, pero en cualquier otro ámbito, siempre. Yo, por ejemplo, suspendería cualquier test para escoger el portátil que mejor se adecue a mis necesidades, o para saber qué medicamento me curará mejor el dolor de barriga. Y, aun así, compro ordenadores y tomo medicamentos sin demasiadas preocupaciones.  Tomar decisiones en ámbitos de la vida que nos resultan cercanos sin tener toda la información que necesitaríamos para hacerlo es el pan de cada día. La desinformación, entendida como falta de conocimientos específicos sobre política, no es un problema nuevo, ni un problema que imposibilite el funcionamiento de la democracia. Es algo con lo que hace tiempo que sabemos que debemos convivir, y que más o menos gestionamos.

Convivimos con la desinformación porque la compensamos con mecanismos, como son las opiniones de los expertos o líderes de opinión. Yo compro ordenadores y tomo me medico porque sigo las recomendaciones de gente que sí conoce el campo. Y muchos ciudadanos votan porque tienen un referente que sabe darles buenas indicaciones y pistas sobre qué partido les representará mejor. Cosas como la ideología, el perfil socioeconómico del candidato o los grupos que lo apoyan también son elementos que no requieren un conocimiento detallado de la realidad y que ayudan a muchos ciudadanos a entender mejor qué candidato o partido quieren votar.

El dilema de Casandra: la amenaza de la desinformación. Debate con Åsa Wikforss, Teresa Marques y Adrienne Lemon (VO Inglés)

La solución a los problemas actuales de la desinformación difícilmente pasará, pues, por la generación de ciudadanos con más conocimientos concretos de las cosas que pasan en la política. Es más importante trabajar en la generación de espacios de señales heurísticas y discursos que permitan a los ciudadanos entender la política sin tener que conocerla en toda su complejidad. Como explicó Åsa Wikforss en su ponencia en el CCCB, para la generación de espacios de diálogo tiene que haber un elemento clave para que los ciudadanos podamos obtener información de otros humanos: la confianza en el conocimiento que nos transmiten los otros. Y es aquí donde está el problema, no en la falta de conocimientos per se.

En este sentido, un primer elemento que debe tenerse en cuenta de la situación actual es la falta de instituciones que garanticen la generación de señales heurísticas fiables y plurales. Hace tiempo que los politólogos ven con cierta preocupación como muchas de las señales que los ciudadanos usaban para entender la política han ido perdiendo relevancia: los grupos sociales se han ido debilitando, las ideologías se han difuminado y los perfiles socioeconómicos de los candidatos se han homogeneizado. Muchos votantes se han quedado sin recursos para poder navegar por el debate político sin tener que entender la complejidad de cada uno de los debates que en él se producen. Tenemos más información que nunca al alcance, pero es posible que la tengamos más mal presentada y más difícil de digerir que antes. Son necesarios mecanismos de simplificación de la información en mensajes que los no expertos puedan comprender.

Aun así, el problema actual probablemente es más complejo que una cuestión de desorientación y falta de información útil. Es un problema que ha empeorado por culpa de los elementos sobre los que reflexionaron mucho Åsa Wikforss y Adrienne Lemon en sus ponencias en el CCCB. Hay dos elementos que se unen al déficit de información útil para dar cuenta del problema de la desinformación y que explican, ahora sí, la polarización y el extremismo que se observa en las democracias actuales. Dos elementos que hacen que la desinformación no sea un problema de falta de la correcta información que ayude a los ciudadanos a entender el mundo, sino más bien un acto deliberado por cuya razón los ciudadanos tienen la información correcta, pero prefieren creer la incorrecta. Es lo que Wikforss bautizó como «la resistencia a las evidencias». Este fenómeno más activo de desinformación es importante, porque cambia la raíz del problema y hace que sean necesarios cambios mucho más estructurales para solucionarlo.

El primer elemento es un estado anímico que hace que ciertas informaciones que generan odio y rabia progresen de forma más fácil que los discursos basados en la convivencia y el optimismo. Este humor negativo hace que a muchos ciudadanos les sea más fácil creer aquellas informaciones que confirman su estado anímico de rabia y tristeza, antes que las que contradicen sus emociones. Las emociones son una parte clave de la gestión de la información, permiten procesarla y gestionarla de forma eficiente. Son útiles a la hora de aprender y adquirir conocimientos. Aun así, esta interferencia de las emociones se vuelve problemática cuando la población gestiona la información desde emociones de frustración y rabia con el sistema político. Porque genera un sesgo que hace mucho más creíbles las informaciones que coinciden con esta visión negativa de la sociedad y, consiguientemente, hace que los discursos polarizadores o los extremismos violentos sean más fáciles de creer que los discursos conciliadores y de convivencia.

Lady Emma Hamilton como Cassandra

Lady Emma Hamilton como Cassandra | George Romney, Wikimedia Commons | Dominio público

El problema, pues, no es el rol de las emociones, sino el hecho de que las emociones dominantes en mucha población sean tan negativas, seguramente por motivos que van mucho más allá del contexto comunicativo. Como explicó Adrienne Lemon, la gestión del contexto y de las emociones del individuo es un elemento clave en la gestión de la desinformación. Las intervenciones deben hacerse siempre teniendo en cuenta las injusticias o las situaciones de frustración que viven los individuos, que les llevan a estar muy predispuestos a creer en ciertos discursos. Ninguna campaña de comunicación contra la desinformación podrá ser eficiente si no tiene en cuenta las emociones de los receptores y las gestiona.

El segundo elemento es la aparición de agentes que aprovechan el contexto de desafección total para romper los entornos de confianza necesarios para que la información circule. Una cosa que, como Wikforss contó, se puede hacer tanto explotando la confianza y transmitiendo información falsa, como socavando la confianza en los actores que vehiculan la información, como pueden ser los medios de comunicación o los gobiernos. Ambas dinámicas se retroalimentan y hacen imposible la acumulación de información correcta. Estos agentes seguramente siempre han existido, pero las tecnologías actuales permiten que las informaciones circulen más rápido y más lejos. Lo que antes eran voces marginales en sus propios espacios, ahora pueden ser comunidades que se refuerzan. Esta dinámica en algunos casos puede ser positiva, pero tiene riesgos evidentes cuando se utiliza para desinformar.

En resumen, pese a que la falta de información correcta y útil es un problema que nos hace vulnerables a la desinformación y a todas las consecuencias que acarrea, la solución al problema necesita más cosas que información correcta. Hay que trabajar las dinámicas que generan resistencia a las evidencias presentadas, tanto en cuanto al estado de ánimo como en cuanto a la gestión de la confianza en las fuentes que las presentan. En este sentido, como explicaron Wikforss y Lemon, un elemento clave para entender el fenómeno es la generación de identidades y narrativas que determinan las percepciones de los individuos, porque son estas narrativas las que determinarán como se gestiona la información que se recibe. Trabajar en la generación de narrativas productivas, conciliadoras y tolerantes, con las que los individuos se puedan identificar, es uno de los grandes retos que debe afrontar la democracia actual si no quiere seguir cayendo en las dinámicas de polarización, intolerancia y extremismo actuales.

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