Profecías del control total

El miedo de los poderosos hacia la posibilidad de unos ciudadanos críticos, instruidos e informados ha provocado muchas veces la quema de libros y bibliotecas.

Fragmento de la portada del libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury.

Fragmento de la portada del libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Fuente: Flickr

Durante la época de los años cincuenta, el gobierno estadounidense vigilaba y animaba a denunciar a todo ciudadano sospechoso de vinculación con el régimen comunista. El escritor de ciencia ficción Ray Bradbury fue víctima de esa histeria colectiva al ser acusado de llevar a cabo prácticas peligrosas para la sociedad norteamericana, dado el «estado de parálisis o incompetencia psicológica» al que podían llevar a sus ciudadanos. ¿Cuáles eran esas prácticas? Su profesión. Escribir libros de ciencia ficción.

Nos encontramos ante uno de esos casos en que la realidad se ve realimentada por la ficción que nace de ella y acaba trayéndonos historias dignas de la mejor literatura especulativa.

Corren los años cincuenta y el gobierno estadounidense vive en una suerte de paranoia anticomunista que empuja y anima a parte de su sociedad a denunciar cualquier acto del que sospechen una mínima relación con esa ideología. Nacen las listas negras, los rencores entre vecinos, las confrontaciones y los informantes en la sombra que, como perros fieles a sus amos, apuntan en la dirección de potenciales presas. Cualquier nombre es susceptible de ser susurrado al oído del FBI.

Y un día ese nombre es el del escritor de ciencia ficción Ray Bradbury. Distintas denuncias de anticomunistas declarados apuntan a que el autor de Crónicas marcianas lleva a cabo actividades antiamericanas y que, por lo tanto, está poniendo en peligro a toda la sociedad. Las acusaciones no tienen desperdicio: del autor se dice que pretende viajar a Cuba para estrechar lazos con activistas antiimperialistas o que en una reunión de la Screen Writers Guild acusó a algunos compañeros de «cobardes y macarthistas», demostrando una actitud próxima a ciertos elementos procomunistas del Writers Guild of America. Pero la denuncia más interesante es la que viene a continuación:

imatge 1

El informante anónimo advierte al FBI de que autores como Ray Bradbury son un peligro potencial para las instituciones americanas, dada la gran recepción que tienen sus obras. Dice que la intención de estos escritores es la de «llevar a la sociedad a un estado de parálisis o incompetencia psicológica cercana a la histeria que hace muy posible una Tercera Guerra Mundial donde el pueblo americano puede creer seriamente que no vencerán desde que su moral haya sido seriamente dañada». Y concluye que el comunismo cuenta en ese ámbito con un terreno fértil para su desarrollo y para sembrar la desconfianza en las instituciones americanas. El FBI no decidió hasta 1968 que Ray Bradbury no era peligroso y que podía ser considerado un «conocido escritor liberal».

En resumidas cuentas, al FBI le asustaba que la gente leyera. Nada nuevo. El miedo de los poderosos hacia la posibilidad de unos ciudadanos críticos, instruidos e informados viene de antes, de mucho antes. La quema de libros y bibliotecas ha sido desde siempre el modus operandi habitual en los regímenes totalitarios que han intentado implantar sus ideas aplastando cualquier otro punto de vista. Ahí está el clásico ejemplo de la quema de libros de autores judíos durante la Alemania nazi ―ahí también existía un importante componente propagandístico―, la requisa y quema a partir del golpe militar chileno de 1973 de todos los libros de contenido político considerado inadecuado por los golpistas, o las más recientes acciones con las que el Estado Islámico está quemando miles y miles de libros, estatuas y, en general, cualquier objeto artístico nacido de otras culturas.

Ante semejantes atrocidades, las distopías de muchas obras de ciencia ficción pierden esa definición al transformarse en acertadas predicciones del presente. Bradbury imaginaba en su Fahrenheit 451 una sociedad artificialmente feliz donde los libros son quemados con el objetivo de eliminar cualquier rastro de angustia vital. Y qué decir de Orwell y su 1984, con la idea de un gran hermano que todo lo controla y a la que nos hemos acomodado sospechosamente bien. La sombra orwelliana se extiende a series como Black Mirror, que presentan a sus estupefactos espectadores el lado oscuro de una tecnología instalada hasta en el último rincón de nuestros hogares, o sirve de influencia a autores como Alan Moore, que, en su V de Vendetta, presentaba un estado totalitario cuyo régimen subyugaba a la población no solo a través de métodos policiales, sino también propagandísticos a través de los distintos medios de comunicación. Rabiosa actualidad, lo llaman.

Los hermanos Wachowski realizaron la adaptación cinematográfica de esa novela gráfica siete años después del estreno de su Matrix, historia de ciencia ficción que nos presenta un futuro en el que somos inconscientes esclavos de una inteligencia artificial que nos controla y utiliza para sus propios fines a través de la ilusión que es Matrix. Tan lejos y a la vez tan cerca. La tecnología ya está presente en todos los ámbitos de nuestra vida pública y privada. Es prácticamente imposible escapar a la monitorización de cualquiera de nuestros movimientos, ya sea a través de cámaras, tarjetas de crédito o de un preciado objeto que se ha colado en nuestros bolsillos como un diminuto caballo de Troya: el smartphone.

Gracias a esta hiperconectividad en la que nos hemos sumergido por voluntad propia navegamos por incontables redes sociales cuyos términos y condiciones desconocemos en su gran mayoría. La información viaja a través de sistemas con miles de ojos puestos en unos datos bajo la continua amenaza de caer en la próxima filtración de turno. Ni los adúlteros pueden respirar tranquilos, con la de emociones que ya arrastran de por sí con sus actividades de subterfugio. Cada publicación, nota, comentario o mensaje que enviamos queda almacenado en algún servidor y lo que en un principio parecía una montaña de plomo inservible se ha convertido, gracias a la alquimia obrada por el Big Data, en oro puro. Se nos registra, cataloga, estudia y conoce mejor a cada día que pasamos dándole al botoncito o pantallita. Nuestra privacidad se encierra en la siguiente matrioska, cada vez con menos secretos que esconder en su interior. ¿Serán nuestros pensamientos el único lugar impenetrable a semejante nivel de control?

imatge 2

No estoy seguro. Obviando el torpedeo incesante de publicidad y anuncios que como un oleaje continuo van moldeando la costa de nuestros gustos e intereses ―echen un vistazo a los objetivos del neuromarketing y ríanse a gusto―, la tecnología puede abrir una brecha que dé acceso libre a nuestro espacio más íntimo: nuestra mente. El desembarco de la realidad virtual en la vida doméstica es esperado con optimismo por todas las grandes empresas ―Facebook, Google, Microsoft― y nos frotamos las manos por tener uno de esos juguetitos en casa, pero no olvidemos que de la misma forma que podemos superar miedos, reducir prejuicios o incrementar la empatía, también podemos manipular a una sociedad para lograr los efectos opuestos. Empezamos a entender cómo borrar o modificar recuerdos para que tengan distinta carga emocional, lo que por definición nos cambia como personas. Incluso técnicas como la estimulación trascraneal han demostrado ser útiles en la reducción de síntomas de la depresión. Quién sabe si el futuro nos guarda alguna suerte de hipnopedia como la descrita por Aldous Huxley en Un mundo feliz. Si es así, búsquenme en un bosque conviviendo con los hombres libro que imaginó Bradbury. Siempre Bradbury.

Ver comentarios0

Deja un comentario

Profecías del control total