Penúltimas mutaciones del escritor




El verbo jam puede significar saturar, atestar, presionar, interferir, atascar, estorbarse… De esa nube de palabras surgió la jam session en algún momento de los años 30, para denominar a una reunión musical en que se interpreta un guión improvisado. Es decir: una música no escrita. Una música que sólo existe en el momento de su ejecución. De ninguno de los verbos que están detrás de la expresión se puede deducir que la armonía o el orden, los valores clásicos del arte, sean los objetivos de la actuación. Prima, en cambio, la experimentación, lo provisional, el atropello, la producción que es siempre previa a la corrección, a la edición, a la postproducción.

Así comienza Nicolas Bourriaud su ensayo Postproducción (2009):

“Postproducción” es un término técnico utilizado en el mundo de la televisión, el cine y el video. Designa el conjunto de procesos efectuados sobre un material grabado: el montaje, la inclusión de otras fuentes visuales o sonoras, el subtitulado, las voces en off, los efectos especiales. Como un conjunto de actividades ligadas al mundo de los servicios y el reciclaje, la postproducción pertenece pues al sector terciario, opuesto al sector industrial o agrícola –de producción de materias en bruto.

Desde comienzos de los años noventa, un número cada vez mayor de artistas interpretan, reproducen, reexponen o utilizan obras realizadas por otros o productos culturales disponibles. Ese arte de la postproducción responde a la multiplicación de la oferta cultural, aunque también más indirectamente respondería a la inclusión dentro del mundo del arte de formas hasta entonces ignoradas a despreciadas.

Según el comisario francés, después del arte relacional de los 90, las tendencias centrales serían el arte de la postproducción y el arte radicante del cambio de siglo. Ambos son complementarios, pues aunque la postproducción implique también una ética es sobre todo una práctica, a menudo ejecutada por el artista radicante, caracterizado por “un dominio de formas, el de la forma-trayecto, y un modo ético: la traducción”. El de la postproducción es un arte que se crea después del arte. Cuando Christian Marclay da a luz Clocks (2010), una película confeccionada a partir de fragmentos de miles de películas en que aparecen relojes, montada para que dure exactamente veinticuatro horas y para que durante todo su metraje los relojes que aparecen en ella marquen la misma hora que muestren los de sus espectadores, se confirma como artista de la postproducción con una obra que sólo puede entenderse como sampleo, como mezcla, de obras precedentes. Pero Marclay es conocido sobre todo como DJ, es decir, como performer. A diferencia de Clocks, sus piezas más conocidas precisan de su actuación, de su interpretación en directo, con discos de vinilo que ha encontrado en mercados de pulgas y con antiguos giradiscos en que hacerlos sonar y violentarlos. En el fondo estamos ante dos formas de la post-producción: la que precisa del artista como actor y la que, en cambio, oculta al artista tras la pieza autónoma, proyectada en la pantalla de una galería. En la primera, se contempla la posibilidad de que la obra aparezca “en bruto”, sea imperfecta, sometida a los rigores del directo. En la segunda, en cambio, se espera la perfección, el acabado sin mácula, la postproducción postproducida. Pero en ambos casos el artista trabaja sobre materiales ajenos. O, mejor dicho, el artista ya ha renunciado a la posibilidad de que todos los materiales no sean ajenos.

Casi todo el arte actual es un arte de la postproducción. La fotografía digital, la edición computerizada, los programas de diseño, los procesadores de texto, los infinitos recursos de internet prácticamente han eliminado del horizonte de las escrituras la sensación de una producción en bruto. Si el mecanismo de la creación artística ha sido, desde siempre, la mimesis y el desvío, es decir, la copia con variantes substanciales, el hecho de poder tener en la misma pantalla en la que retocas una fotografía, escribes un texto o editas un video propios las fotografías, los textos o los videos ajenos en los que se basa tu trabajo, no sólo cambia la relación del artista con la tradición, volviéndola más inmediata y desprejuiciada, también elimina cualquier posibilidad de resucitar los mitos románticos de la creación ex nihilo y del genio. En una mediasfera saturada, el artista encuentra su camino gracias al reciclaje de las fuentes primarias y del spam. La saturación no es paralizante, sino motivadora. Y reclama, más que nunca, que el poeta sea doctus, es decir, experto en los materiales con los que trabaja.

Durante los meses que he pasado escribiendo el ensayo Teleshakespeare, mi ordenador tenía minimizadas las siguientes ventanas: diccionario de la RAE, Wikipedia (la mejor base de datos sobre teleseries que existe), Youtube, www.seriesyonkis.com, y Spotify (con música ambiente y bandas sonoras de teleseries, según el caso). Y el Word. Con el documento titulado “teleshakespeare.doc”. En un ordenador portátil. No es tan diferente del modo en que trabaja un diseñador gráfico, un artista visual o un DJ. Cambian las páginas y los programas, pero no el sistema de apertura y cierre de ventanas. El taller, el estudio, el despacho o el laboratorio comparten un mismo centro de producción y de almacenamiento: el ordenador (conectado a internet). Es común transportar ese instrumento, que contiene la memoria de tu poética, de tu proyecto, allí donde es necesario exponerlos. Los DJs y los músicos trabajan con sus portátiles durante la sesión en un festival o en una discoteca. Los artistas visuales están habituados a llevar su portátil a las reuniones con gestores culturales en que deben defender un proyecto y a conectarlo a una pantalla cuando, en el marco de talleres o de encuentros, deben explicar su trayectoria.

El desplazamiento que propone el jam aplicado a disciplinas y lenguajes no musicales es el mismo. La improvisación en directo de un músico no difiere demasiado de la que puede llevar a cabo un dibujante o un escritor. Tal vez ochenta años atrás, entre ambas prácticas existían diferencias realmente abismales, tanto en lo que respecta a las herramientas (los instrumentos musicales, por un lado; el lápiz, el papel, la máquina de escribir, por el otro) como al aura espectacular (que sólo envolvía a los músicos). Pero hoy en día, en un mundo atravesado por innumerables pantallas, en que la música también es informática; en que la literatura de Mario Bellatin, César Aira, Cristina Rivera Garza, Manuel Vilas, Agustín Fernández Mallo, Mercedes Cebrián o Fernando Vallejo, por citar tan sólo autores hispánicos, trabaja en el ámbito de lo que Reinaldo Laddaga ha denominado espectáculos de realidad; en que los festivales y sus micrófonos y sus pantallas gigantes se han convertido en parte del circuito laboral del escritor; en que la dimensión mediática del escritor se ha extendido mucho más lejos del alcance tradicional, tanto en los medios de comunicación tradicionales (prensa escrita, radio, televisión, como sujeto de entrevistas o de reseñas y como gestor de opinión) como en las nuevas plataformas digitales (redes sociales, blog, páginas web, Twitter, etc.); hoy en día, en ese mundo, la distancia entre la práctica de la música y la práctica de la escritura, si no se ha borrado, ha dejado de ser abismal.

Para sintonizar con la cultura de la convergencia, defendida entre otros por Henry Jenkins, que caracteriza el mundo contemporáneo, los escritores y los lectores tenemos que dejar de pensar en la escritura literaria como un mundo aislado. Como escritura y como narrativa, se relaciona tanto con la comunicación y el storytelling como con el arte contemporáneo, por citar dos polos en principio distantes, entre los cuales tenemos los videojuegos, el cómic, las teleseries o el cine. Eso no significa que la literatura no tenga sus rasgos exclusivos. Ni que cada autor no pueda y deba defender una poética propia, su intransferible modo de entender la lectura, la escritura, la vida personal. Pero, en mi opinión, debe tratarse de un programa que sea fruto de la reflexión desprejuiciada y no la reedición de tópicos que se transmiten automáticamente, sin ser discutidos ni pensados antes de interiorizarse.

Dos tópicos tienen especial vigencia respecto al tema que nos ocupa: por un lado, el de que el deber único del escritor es escribir y leer; por el otro, que la escritura improvisada no es literatura. El primero lleva, constantemente, a toda clase de equívocos. El último tiene que ver con la presencia del escritor en las discusiones de su blog o en el tráfico de Facebook. He leído ya en diversas ocasiones que esa actividad virtual desacreditaría al escritor, que “en vez de estar leyendo y escribiendo, estaría perdiendo el tiempo en Internet”. Nos encontramos en un periodo de legitimación de la tertulia virtual. Si en el presente se considera totalmente legítimo que los escritores de hace veinte, treinta o cien años dedicaran la mayor parte de la jornada a charlar, beber, discutir, medrar, pavonearse, pelearse o ligar en el Café Pombo, el Café Gijón, el Café Oriente o el Bocaccio, es de suponer que lo mismo ocurrirá próximamente con la conversación en los blogs y las redes sociales. El segundo tópico conduce directamente a la cuestión del jam de escritura. Antes de abordarlo, no obstante, cabe considerar la cuestión de la escritura automática, que siempre es invocada como argumento de autoridad para desacreditar la posibilidad de una escritura en directo. Conviene pensar que, más allá de los experimentos concretos llevados a cabo por el surrealismo y sus epígonos, nunca sabremos qué palabras, qué frases, qué párrafos, quizá, que forman parte de obras maestras de la literatura universal, fueron fruto de una primera redacción. Fernando de Rojas afirmó haber escrito La Celestina en quince días.

Aunque encontremos una larga tradición de actuación del escritor en público, desde la presencia del escritor en salones literarios del siglo XVIII, las lecturas de obra propia y las presentaciones de libros que se vienen haciendo desde el siglo XIX (en algunos casos con auténticos baños de masas: pensemos en Truman Capote, por ejemplo), y la actuación teatral o performática (Gómez de la Serna, García Lorca, Copi, Pedro Lemebel, Javier Montero…) hasta la emergencia en los 80 y 90 de circuitos de spoken word y de poetry slam (que ha provocado la existencia de Def Poetry, el programa de HBO) y la multiplicación de escritores que integran su propio grupo de música (Francisco Garamona, Dani Umpi, Carlos Labbé…), continúa vigente la idea de que el escritor debe mostrarse reacio a esa exposición. Hay que ser muy ingenuo para no ver en la parafernalia que rodea la conversación de un escritor con un periodista, en lugares como el auditorio de la Biblioteca Jaume Fuster o los escenarios de KOSMOPOLIS un dispositivo teatral que convierte la intervención del escritor en una actuación, en una performance. Pero esa supuesta ingenuidad sigue cotizando, según parece, en el mercado literario.

Durante la primera década del siglo XXI hemos asistido a la incorporación de la pantalla a este tipo de actuaciones, ya clásicas, del escritor. Son muchos los eventos internacionales que han contado con la producción en directo de escritura, a menudo acompañada por otro tipo de producción artística, como la ilustración. Hay que ponerlos en relación con las actuaciones en directo que han llevado a cabo artistas plásticos y cocineros, con el teatro de no ficción que ha invadido espacios domésticos reales o con los experimentos de transmisión escrita en directo a través de blogs o Twitter, es decir, con las operaciones de escritura en tiempo real y de intercambio entre espacios. Porque nuestro siglo se está caracterizando por la obsesión por lo estricta y radicalmente contemporáneo y por la dislocación espacial. El mayor ejemplo de ello sería Gran Hermano: teletransmisión constante de un espacio íntimo convertido en público. Del mismo modo, no sólo el ensayo dramático, tradicionalmente privado, se abre al público, sino que la obra se representa en el salón del piso de la madre de la directora. El caso del Jam de escritura, creado en Buenos Aires por Adrián Haidukowski en 2007, debe entenderse en sintonía con ese contexto general, con su propuesta de extraer al escritor de su estudio para enfrentarlo a un público en un bar, mientras un DJ ambienta la sesión. Pero también debe ser visto en su particularidad, como una de las expresiones artísticas que se derivan de la crisis económica argentina de 2001. Porque la reacción de muchos jóvenes escritores a semejante panorama fue el impulso de iniciativas alternativas a la gestión cultural previa a la crisis. Nacieron entonces iniciativas como la editorial Eloísa Cartonera, se multiplicaron las pequeñas editoriales y los recitales de poesía como formas de promoción y de distribución de los nuevos libros, se organizó una nueva relación entre escritores consolidados y casas editoriales y, finalmente, nació el jam. En cuatro años de vida se ha consolidado como una cita importante de la vida cultural porteña y se ha internacionalizado, con ediciones en México DF, Guadalajara y Barcelona. Radicante.

Por supuesto no se puede esperar de un texto escrito en directo el mismo grado de perfección formal que encontramos en un texto largamente producido y corregido. En algunos casos, la interacción que propone el escritor con el público conduce la experiencia hacia un territorio por lo general ajeno a la vida del escritor (a no ser que, a través por ejemplo de foros, esté en diálogo con sus lectores acerca de la obra que está creando). Pero sobre todo asistimos a la escritura como espectáculo, en un doble sentido de la palabra: por un lado, la conjunción de la música y la pantalla provoca un sentimiento, digamos, ambiental, equiparable al que nos embarga en un concierto o en una obra de teatro; por el otro, nuestra mirada se vuelve pornográfica: asiste a un proceso que entendemos como íntimo y, si nos interesa la poética de ese autor, nos fascina el modo en que puntúa, corrige, vuelve atrás, lanza referencias, cambia nombres de personajes, cambia el ritmo, se acelera o se bloquea.

En un momento caracterizado por la desmaterialización del libro y la conexión ininterrumpida, esos experimentos con lo real pueden ser ensayos de vías futuras, caminos hacia una literatura que sea sin ambages arte contemporáneo, protagonizada por lectores y por escritores que asuman críticamente el horizonte de su época.

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  • Ferran Cerdans Serra | 19 febrero 2011

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