Nuestros monstruos

Los nuevos materiales, aparecidos a partir de la actividad humana, nos hacen repensar la distinción entre lo natural y lo artificial.

Una multitud de visitantes miran una muestra lunar expuesta en el Arts and Industries Building. Nova York, 1970

Una multitud de visitantes miran una muestra lunar expuesta en el Arts and Industries Building. Nova York, 1970 | Smithsonian Institution Archives | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Según Timothy Morton, la naturaleza es un concepto planteado desde un prisma antropocéntrico, así que no es relevante para hablar de ecología. Quitar la naturaleza de la ecuación conlleva repensar la distinción entre artificial (humano) y natural (no humano). Recientes hallazgos científicos, como los biominerales o los plastiglomerados, también ponen en duda esta separación. Estos nuevos materiales son la prueba de los efectos de la actividad humana en la materia y dejan entrever el fantasma de la catástrofe ecológica.

Los cartógrafos de la antigüedad dibujaban dragones y otras criaturas mitológicas en las zonas no exploradas de sus mapas. Estos monstruos aparecían como símbolo de peligro y, en general, de desconocimiento. En nuestro mundo, tan extensamente cartografiado, estos símbolos han dejado de tener sentido en los mapas, pero siguen vivos en otras disciplinas. La física y la cosmología se encargan hoy de cartografiar el mundo a otro nivel, el de la composición de las cosas, el del origen de la materia, el del funcionamiento del espacio-tiempo. Y es en estas explicaciones, en estos mapas igual de incompletos que los de los navegantes de la antigüedad, donde aparecen de nuevo monstruos. Ahora no en forma de dragones, ni de gigantes, sino de materia oscura, de agujeros negros, de energía oscura, de agujeros de gusano, de multiversos, de gatos que no están vivos ni muertos, de antimateria y otras construcciones que, desde lo racional y empírico, evocan todo tipo de imaginarios sobrenaturales y ejercen un rol similar al de los monstruos de otras épocas. Son nuestros monstruos. Objetos capaces de espaguetificarnos (un término real usado por la cosmología desde los años setenta) si nos acercamos demasiado. Materia tan exótica y misteriosa que apenas podemos detectar. Criaturas mitológicas en toda regla.

La tiotimolina es un compuesto químico peculiar con propiedades endocrónicas, que hacen que se disuelva 1,12 segundos antes de entrar en contacto con el agua. Este proceso inusual tiene lugar gracias a dos características elementales: por un lado, el hecho de que la molécula de tiotimolina contiene un átomo de carbono con dos enlaces químicos que operan en un espacio-tiempo diferente. Y por el otro, sobre todo, que es un compuesto químico ficticio, inventado por Isaac Asimov en 1947. La tiotimolina de Asimov fue protagonista de varios artículos de carácter científico publicados en revistas de ciencia ficción de la época, pero también se infiltró en su propia tesis doctoral en química en la Universidad de Columbia, en un pequeño acto de sabotaje poético que recibió el visto bueno de la academia. Esta simpática criatura mitológica es un ejercicio de lo que podríamos denominar síntesis contemplativa: combinaciones ficticias de componentes, procesos y elementos, que no han existido nunca en un laboratorio, a pesar del entusiasmo que despertó a finales de la década de los cuarenta entre los estudiantes de química del estado de Nueva York.

Síntesis y simbolismo

Un ejemplo de síntesis tan peculiar como el de Asimov invita a reconsiderar algunos de los pilares básicos de nuestra forma de entender el mundo. Más allá de la distinción obvia entre real e imaginario, el dedo invisible de la tiotimolina, como el de todos los compuestos sintéticos, señala hacia el binomio natural-artificial. Asimov nunca hizo realidad la tiotimolina fuera de las páginas de sus relatos, pero la síntesis de productos orgánicos es una práctica habitual desde hace siglos. ¿Por qué, entonces, seguimos separándolos conceptualmente de los que se crean de forma no controlada fuera de las paredes del laboratorio? La trampa lingüística del binomio natural-artificial se fundamenta, habitualmente, en la creencia de que las cosas de origen humano pertenecen a la categoría de lo artificial, mientras que el resto están bajo el paraguas de lo natural, con lo cual se otorga una licencia especial al universo para sintetizar cosas (elementos, moléculas, compuestos químicos, plátanos, galaxias). ¿Cuál es la diferencia entre la vitamina C de una naranja completamente silvestre y el ácido ascórbico sintetizado? (Parece que ninguna, pero mi ignorancia en el tema me podría engañar.) ¿Por qué seguimos confiriendo una carga simbólica tan fuerte a unos y otros? Ted Sider dice que nuestra especie maneja el concepto de isla porque no somos anfibios. Que si el medio no fuera tan determinante para nuestra fisiología y pudiéramos pasar de caminar por debajo del agua a caminar a 5.000 metros por encima del nivel del mar sin problemas, puede que ni siquiera hubiéramos desarrollado el concepto de isla, porque las variaciones del terreno entre el fondo del mar y la cima de una montaña serían un continuo, independiente de la presencia o no de agua o de aire.

Posible estructura 3D de la tiotimolina, compuesto inventado por el bioquímico y escritor Isaac Asimov 1948 a modo de broma.

Posible estructura 3D de la tiotimolina, compuesto inventado por el bioquímico y escritor Isaac Asimov 1948 a modo de broma | Manuel Almagro Rivas, Wikipedia

Separar entre lo artificial y lo natural es separar entre nosotros y el resto, pero también es un recordatorio de una cierta herencia simbólica con connotaciones casi religiosas. Lo que denominamos naturaleza, como sustituto de una deidad, disfruta de privilegios y poderes que, cuando forman parte de nuestro repertorio de trucos, merecen una etiqueta diferente. No importa cómo, cuándo o con qué fin se produzca un proceso de síntesis, lo que determina su categoría es habitualmente el origen, humano o no humano. Las plantas convierten luz solar en alimento, pero este proceso sintético suele considerarse natural. Producir y editar ADN en un laboratorio, en cambio, genera debates interminables sobre ética (véase CRISPR). Eliminar esta distinción sin miramientos tampoco soluciona el problema. Tal y como insinuaba Timothy Morton en nuestra charla hace unos meses: «cuando todo es artificial, no es posible mantener la distinción entre la naturaleza y lo artificial, debe modificarse la noción de artificial, y no basta con imaginar que significa algo como “ilusión” o “constructo” o algo que solo tiene sentido desde la perspectiva de otra entidad».

Un nuevo concepto de mineral

En enero de 2005, la geóloga Catherine W. Skinner presentaba en la Mineralogical Society Winter Conference de Bath, en el Reino Unido, una idea relativamente rompedora, que ya había adelantado en un artículo (titulado «Biominerals») en Mineralogical Magazine. Según la definición de Skinner, los biominerales son sólidos inorgánicos creados por la actividad metabólica de organismos. Piedras creadas por criaturas vivas. Esta actividad, con una historia aproximada de más de quinientos millones de años, incluye todo tipo de ejemplos derivados del proceso de endurecimiento de tejidos blandos hasta convertirlos en sustancias mineralizadas, desde silicatos generados por algas marinas hasta caparazones de invertebrados o cobre creado por bacterias. Pero la aportación de Skinner hace algo más que proporcionar un marco conceptual para el origen y la función de estos sólidos inorgánicos ―también obliga a ampliar la propia noción de «mineral». Así, con la entrada de esta idea en el campo de la mineralogía, el rango de condiciones para la creación de minerales, o para las cosas que consideramos minerales, se deforma drásticamente y ya no es exclusivamente patrimonio de los procesos geológicos, sino que incluye la actividad de todo tipo de formas de vida.

Y sin embargo, incluso aquí, la barrera entre lo natural y lo artificial, la distinción entre formas de vida humanas y no humanas, entra en juego. De nuevo, parece que el subproducto de la actividad humana está sujeto a una categorización radicalmente diferente, tal y como evidencian los llamados plastiglomerados. Descubiertos hace relativamente poco tiempo (extremadamente poco en una escala geológica), los plastiglomerados son minerales formados por la interacción de fragmentos de plástico fundidos, sedimentos de playa, fragmentos de lava basáltica y residuos orgánicos a altas temperaturas, lo que da lugar a un producto completamente nuevo, consecuencia directa de la polución humana sobre el planeta. Hace tiempo que los biólogos marinos alertan de la forma en que los billones de fragmentos de plástico depositados en los océanos del planeta afectan a la vida marina, pero el descubrimiento de Patricia L. Corcoran, Charles J. Moore y Kelly Jazvac (inicialmente en la playa de Kamilo en la isla de Hawaii, pero más tarde confirmado en playas todo el planeta) lleva esta cadena causal en el mundo de las rocas.

Una muestra de plastiglomerado recogida en la Playa de Kamilo en Hawaii

Una muestra de plastiglomerado recogida en la Playa de Kamilo en Hawaii | Patricia Corcoran

Ciclos de hidrocarburo

Los plastiglomerados son el enésimo hito del antropoceno. El enésimo recordatorio de la huella profunda y amorfa del capitaloceno en el sistema biofísico de la Tierra. Rocas sintetizadas de forma involuntaria como consecuencia inmediata de la actividad petroquímica humana. Biominerales en toda regla (aunque oficialmente no se les considera como tales, por algún motivo que se me escapa por completo). Monstruos en toda regla, que no necesitan genios de la ciencia ficción ni cartógrafos imaginativos, porque pertenecen al mundo de lo horripilantemente real. Los plastiglomerados son una broma pesada sobre los ciclos de la materia, que no se destruye por completo, sino que se transforma a lo largo de diferentes eras geológicas: fitoplancton y zooplancton descompuestos hace millones de años, convertidos en lo que hemos llamado combustibles fósiles, convertidos a su vez en plásticos para nuestra vida cotidiana, que en menos de un siglo han dado lugar a nuevas formas de minerales, volviendo a la tierra en un giro irónico de lo más ácido.

Es posible que los plastiglomerados por ellos mismos no supongan una amenaza directa para la mayoría de organismos del planeta. Pero si algo tenemos que extraer de su morfología y su historia implícita, es la enorme bandera roja que representan en última instancia. Quizá en vez de perpetuar la división conceptual entre lo que consideramos natural y artificial, tenemos que aceptar que, como parte de la compleja trama del planeta, la humanidad genera, crea, modifica, altera y sintetiza no solo organismos vivos (de la agricultura mesopotámica a la revolución genética del CRISPR), sino también minerales (el equipo de Robert Hazen en la Carnegie Institution for Science ha catalogado más de doscientos minerales de alguna manera mediados por la actividad humana). Y aceptar este hecho debería suponer a la vez una reflexión acerca de las condiciones que han llevado hasta esta realidad. Los plastiglomerados de la playa de Kamil funcionan como muestras silenciosas de la actividad humana, una colección de restos de dimensiones variables que incluye tubos, contenedores, redes de pesca, tapas, envoltorios y lo que Corcoran, Moore y Jazvac llaman «confetti», fragmentos multicolores irreconocibles que hablan inequívocamente de la ubicuidad del plástico y, sobre todo, de la estrepitosa falta de recursos para la gestión de nuestros residuos a nivel global. En poco más de un siglo, desde el descubrimiento en 1856 del celuloide (uno de los primeros plásticos que revolucionó Occidente), hasta la actualidad, la amplia gama de lo que genéricamente denominamos «plástico» ha modificado inimaginablemente nuestra forma de vivir y operar en el mundo. Con todo lo que ello supone.

En su ensayo de 1992 Plastics and the Challenge of Quality, el arquitecto y diseñador industrial italiano Ezio Manzini reflexionaba sobre el impacto que el plástico como realidad material ha ejercido sobre el mundo contemporáneo casi a un nivel filosófico: la forma en que consideramos la materia antes y después de la irrupción de la amplia gama de polímeros derivados del petróleo. «Con la llegada de los plásticos», decía Manzini, «la materia parece haber perdido gran parte de su peso tradicional, así como su resistencia a la transformación, ya que ha llegado a ser mucho más ligera y flexible, un “material plástico” en el sentido estricto del término. En los últimos años, todo el entorno artificial parece haberse acercado a este mundo soñado en el que todo es posible. La integración entre ciencia y tecnología, con sus aplicaciones a todos los campos, y su penetración en todos los niveles de producción, ha estimulado la participación del hombre en la manipulación de la materia. Esta manipulación ha llegado a ser tan profunda y rápida que, desde nuestro punto de vista dimensional, es decir, la escala a la que opera nuestro sistema sensorial, la materia parece haberse convertido en un “fluido”, en algo que hace posible la producción de todo tipo de formas y usos. La materia como un continuo de posibilidades». Lo interesante del artículo de Manzini es que señala, tal vez de forma involuntaria, otra realidad. Manzini menciona la participación del hombre en la manipulación de la materia, una actividad producto de un proceso dialéctico entre ideas y elementos. Pero por encima de su texto planea constantemente el fantasma de la catástrofe ecológica. El mismo que nos recuerda que, por desgracia, estas ideas y estos procesos no pueden ir solo asociados a conceptos en positivo, a la conquista científica e industrial, al triunfalismo del diseño. La síntesis de nuevos materiales tiene una cara oscura tan fascinante como horripilante, de la que los plastiglomerados son solo la punta del iceberg.

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