Los perdedores también crean

La música puede servir como estímulo para una reflexión personal o colectiva sobre el acto de crear.

Un grupo de jóvenes con neumáticos de bicicleta alrededor del cuerpo como flotadores. Alemania, 1925.

Un grupo de jóvenes con neumáticos de bicicleta alrededor del cuerpo como flotadores. Alemania, 1925. Fuente: Nationaal Archief.

Desde hace un tiempo el equipo del CCCB LAB ha creado de forma colaborativa un listado musical pensado para diferentes momentos del proceso creativo:  la irrupción de una nueva idea, el desarrollo de un proyecto, las dudas, la solución deseada o imprevista, el error, los momentos de desánimo, la perseverancia, el volver a comenzar, los aciertos, la alegría de un trabajo coral… El siguiente post es una de las múltiples formas en que la música puede servir como estímulo para una reflexión personal o colectiva sobre el acto de crear, sobre sus paradojas y derivaciones menos frecuentes.

En una conversación con la comisaria de arte Nancy Spector, Maurizio Cattelan aseguraba no considerarse a sí mismo como artista. Más bien, un trabajador del ámbito artístico que, por una cadena de casualidades, había ido a parar a ese circuito. Pese a lo fortuito de su carrera, Cattelan señalaba que le resultaba muy agradecido trabajar en una profesión donde «se puede ser un estúpido y la gente te dice –Oh, eres muy estúpido: gracias, gracias por ser así». Debido a su insistente bufonería y por algunas intervenciones acusadas de buscar la provocación fácil, este artista italiano ha sido criticado reiteradamente por confundir transgresión con cinismo. También es cierto que la sátira tiene cada vez menos adeptos, pero, sin importar ahora mismo la motivación de sus acciones, hay que agradecer a Cattelan que insista en quitarle el halo místico al trabajo creativo. O, todavía mejor, que busque en la estupidez un espacio creativo.

En sus primeras exposiciones en grandes certámenes artísticos, Cattelan se mostraba como un creador mediocre, como un sujeto sin los atributos necesarios para merecer ser escuchado en instituciones artísticas de reconocimiento internacional. Una de esas intervenciones fue en la XLVII Bienal de Venecia, cuando, bajo el título «Turistas», colocó unas palomas (taxidermizadas) que reposaban impávidas en los andamios del techo de la exposición internacional. Unos meses antes, la organización de la Bienal le había dejado ver el pabellón donde iba a exponer y, en esos momentos, el interior estaba en ruinas y completamente lleno de palomas. «Para un italiano, es lo mismo que si te dejan meterte en el cuarto donde se viste el Papa», apuntaba Cattelan. Al ver esa imagen, optó por reproducir una situación que resulta bastante normal en un espacio medio abandonado, pero que estaba obligada a desaparecer una vez se inauguraran los lustrosos pabellones. Una propuesta que rozaba la nada, que podía pasar completamente desapercibida y que apenas era un comentario sobre la imposibilidad misma de proponer algo. O, tal vez, siguiendo el tono socarrón propio de Cattelan, que donde hay palomas hay mierda de paloma, y que inequívocamente esa mierda debería caer sobre el pabellón italiano de la Bienal.

Durante la misma conversación con Nancy Spector, refiriéndose a esas y otras obras, Cattelan citaba como máxima creativa la famosa canción de Beck: «I’m a loser baby, so why don’t you kill me»

Esa idea, la del perdedor que no tiene nada que ofrecer, la del personaje falto de ideas que cándidamente opta por subrayar lo obvio, por reproducir la normalidad o por hacer propuestas «poco imaginativas», es algo que persiste en el arte contemporáneo. Desde la caja con el sonido de su propia fabricación de Robert Morris hasta Óscar Abril Ascaso reventando burbujas de embalaje como propuesta sonora, hay algo entre anodino, patético y muy loser en el arte conceptual. Un ejemplo paradigmático de cómo ofrecer algo sin aparentemente aportar nada lo encontramos en el propio Cattelan. En una exposición en las Cabines de bain de Piscine de La Motta (Suiza), el artista italiano hizo una réplica exacta de la obra del artista John Armleder, quien tenía su espacio de exhibición justo al lado. Armleder realizó una instalación con trozos de madera y espejos que colocó de manera minuciosa. El último día de producción, Cattelan mandó hacer una réplica exacta que sorprendió a todos el día de la inauguración, sobre todo a Armleder. Cattelan, frente a la pregunta de por qué había copiado la obra de Armleder, contestó corto y claro: «es que no se me ocurría nada».

Más que loser de Beck, en esta ocasión la banda sonora perfecta para la propuesta de Cattelan es el «Sin ti no soy nada» de Amaral.

La estrategia de Cattelan no nos queda tan lejana: es igual que cuando copiábamos en un examen. Algo tan fácil como ponerse al lado del listo de la clase, asomar la cabeza por encima de sus hombros y vigilar al vigilante. Casi nunca salía bien, pero, insistiendo de manera paciente, siempre había alguien que se llevaba el gato al agua.

Se dice que copiar en los exámenes está motivado por la pereza, pero esa picaresca expresa algo más. También podemos entenderla como reacción a la falta de métodos de validación que estén a la altura de las singularidades creativas que nos conforman. Hay una crítica institucional implícita en resistirse a acertar las preguntas, a no querer o no poder implementar siempre soluciones óptimas, a no disponer de la posibilidad de fallar. Mientras copiaba, Cattelan asumía su miedo al error y optaba por una técnica «tramposa». Pero la obra de Armleder y la de Cattelan, siendo formalmente iguales, expresaban cosas completamente diferentes. Y, pese a que hay algo singular en optar por replicar la obra del artista aventajado, un examinador académico le hubiera puesto un cero a Cattelan, por copión. Hay una lección que aprender en esta incapacidad por detectar la creatividad que escapa al patrón. Lamentablemente, ese tipo de lecciones resulta complicado encontrarlas en libros sobre modelos educativos.

En una entrevista realizada hace algunos años a Pau Alsina, profesor de la UOC y director del diario de arte, ciencia y tecnología Artnodes, apuntaba algo más trágico relacionado con los esquemas de validación de la creatividad y la innovación en el ámbito académico: «Hay un factor importante en los procesos de innovación, que es el índice de fracaso; en los países anglosajones está más asumido este derecho a equivocarse. En nuestra cultura, y especialmente en el ámbito académico, no hay ese margen de error, puesto que todavía no se asume como parte natural de una investigación. En este sentido, hay mucha presión en conseguir resultados inmediatos, lo cual dificulta la experimentación y la innovación». Esto no solo está relacionado con copiar en un examen, sino que sitúa la médula espinal del modelo educativo y académico, así como sus dificultades para captar la creatividad y la innovación no reglada. Un proceso que tiende a etiquetar con absurda rotundidad a quién o qué merece ser reconocido como innovador o creativo.

En la película LEGO podemos encontrar un inmejorable relato que analiza críticamente este tipo de procesos normativos con los que se tiende a homogeneizar la creatividad social. Protocolos que dificultan detectar innovaciones que, a priori, parecen no contener tanta épica como las que aparecen en los manuales. El protagonista de la película es Emmet, un constructor de lo más ordinario y encantado con los aparatos de dominación que condicionan su vida. Un tipo reconocido por el sistema institucional y por sus propios vecinos como alguien tan tremendamente normal que parece falto de atributos. Pero, por una serie de contingencias, Emmet cumple los designios de una antigua profecía y es declarado poco menos que el salvador del mundo. Esa elección es rápidamente considerada producto de un error, pero este pusilánime constructor demostrará ser de la misma cuerda que Cattelan. Si bien parece tener pocas ideas útiles y un terrible miedo para llevarlas a cabo, Emmet pondrá en marcha una gran imaginación para resolver problemas colectivos. En uno de los momentos cumbre de la película, enseña a los Maestros Constructores (los superhéroes del relato) que su tremenda normalidad esconde algo profundamente creativo. Emmet demuestra que incluso seguir las instrucciones, si se hace de manera creativa, puede suponer una práctica transgresora. El protagonista de LEGO, en el fondo, es cualquier persona, y remarca que el problema no es tanto qué atributos se tengan, sino cómo son social o institucionalmente reconocidos.




Esto está estrechamente relacionado con lo que Charles Leadbeater analizaba en el informe Hidden innovation (Innovación escondida). Leadbeater apuntaba que «la innovación basada en la ciencia representa una dimensión de la innovación», pero eso no implica que no se estén produciendo innovaciones fuera de este ámbito. Existen procesos micro que se producen a diario y que, debido a su tamaño, naturaleza o por escapar a las mediciones de indicadores como la inversión en I + D o las patentes, no se consideran innovación. Leadbeater describe la sociedad de innovación masiva «como un lugar en el que la creatividad y la innovación son actividades cotidianas, practicadas en numerosos lugares, por muchas personas. La innovación no es tan solo una cosa producida para las masas, sino también producida por las masas». Uno de los problemas que Leadbeater subraya tiene que ver con el modelo educativo y la necesidad de diseñarlo «para responder a una economía de la innovación y no para una economía industrial. La creatividad de masas explotará en sociedades en las que los sistemas educativos estén basados en la curiosidad, fomenten altos niveles de automotivación y promuevan la colaboración entre los estudiantes». Esto implica un cambio radical en cómo se conciben las estructuras educativas, así como sus sistemas de validación. Incluso parece insuficiente si no se defiende a la vez un sistema educativo público.

De momento, siguen instalados el miedo al error y la promoción de aquellos conocimientos inmediatamente aplicables al régimen mercantil, lo que supone no poder dejar a un lado los protocolos cerrados con los que tipificar torpemente qué es o qué no es creativo y qué es o qué no es innovador. Y son esos modelos y la falta de atención a necesidades básicas lo que realmente construye a los supuestos «perdedores», no las capacidades o atributos de ningún individuo o comunidad.

No existen perdedores que crean, lo que existe son metodologías e indicadores que restringen la potencialidad creativa inserta en lo social, concibiéndola como un mero instrumento que debe reproducir una y otra vez la misma realidad productiva. Herramientas que encasillan y ahogan los procesos más micro, los considerados poco productivos o aquellos que suponen un peligro por ser demasiado disruptivos. Como decía Einstein, no pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo. O, como Ernold Same, el personaje de la canción de Blur que con una melodía tan entrañable como perturbadora insinúa a qué conduce repetir siempre lo mismo. Un poco como en El día de la marmota, pero, esta vez, sin conseguir salir del bucle.

«Oh Ernold Same, his world stays the same Today will always be tomorrow Poor Ernold Same, he’s getting that feeling once again Nothing will change tomorrow»

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  • Oriol Abad Hogeland | 31 julio 2014

  • Rubén Martínez | 01 agosto 2014

  • Ricardo_AMASTE | 01 agosto 2014

  • Rubén Martínez | 01 agosto 2014

  • pedro jiménez | 01 agosto 2014

  • Rubén Martínez | 04 agosto 2014

  • Silvia | 23 noviembre 2014

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