Los nuevos reaccionarios

La mayoría dominante tradicional comienza a percibir que una hegemonía cultural juega en su contra, a pesar de que las estadísticas no les den la razón.

Hombres jugando a cartas. Victoria, Australia, 1944 | Jim Fitzpatrick. National Library of Australia | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Hombres jugando a cartas. Victoria, Australia, 1944 | Jim Fitzpatrick. National Library of Australia | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Desde hace unas décadas surgen nuevos espacios para la construcción de la identidad que dejan atrás la situación de dominación total de hace un siglo. Ante esto, un amplio grupo de gente que debería tenerlo fácil para ser aquello que quiere ser siente que se enfrenta a barreras insuperables. Son los reaccionarios, hombres blancos, heterosexuales, de clase media, que consideran que existe una hegemonía cultural y social que les roba el derecho a ser como quieren ser. A pesar de esto, los indicadores apuntan que lo siguen teniendo más fácil para triunfar, elegir y vivir su vida.

La identidad es escurridiza.

En los países ricos como el nuestro, con acceso libre a la información, parece bastante sencillo construirse una identidad a medida. Al menos a primera vista: escoger entre los rasgos propios; ignorar, cuestionar o modificar aquellos con los que no nos sentimos cómodos; potenciar otros; acudir al ilimitado menú simbólico y cultural que la globalización pone a nuestra disposición. En definitiva: decidir.

Pero este poder tiene algo de espejismo. Por un lado, nadie es una hoja en blanco. Por ejemplo, si nacemos con órganos reproductivos masculinos pero nos sentimos y queremos adscribirnos a una categoría de género distinta a «hombre», el proceso por el que debemos pasar no es ni libre ni sencillo. Al contrario, se trata de un camino complejo, que acarrea costes, no solo beneficios. Ambos moldearán lo que seremos. Otro caso: pongamos que crecemos en un determinado país, pero en un momento dado de nuestra juventud nos mudamos a otro donde pretendemos construir una vida, una carrera. Ahora somos inmigrantes. Esa categoría es parte de nuestra identidad lo queramos o no, y deberemos gestionar nuestra nueva posición. De nuevo, aparecen costes junto a los beneficios, sin ser nosotros quienes decidimos la cuantía de los mismos, ni cuándo o cómo se pueden volver inasumibles. De hecho, a veces, se convierten en barreras insalvables. Sencillamente, no todos contamos con las mismas oportunidades para ejecutar nuestras decisiones, para escoger esto o dejar aquello y hacer de nuestra trayectoria vital un collage perfecto. Hay lugares y condiciones a los que muchos no podrán llegar aunque lo deseen y lo intenten. Con el consiguiente resultado: frustración en algunos casos, adquisición de una posición ideológica en otros, indiferencia incluso. En definitiva, aún existen ciertos caminos más transitados que otros, y salirse de ellos está muy lejos de ser gratis. Es ahí donde la identidad se escapa de las manos del individualismo para encontrarse con lo que a los sociólogos les gustan llamar «estructura».

Pocos lectores se sorprenderán con esta apreciación, que sonará casi obvia para muchos. Construir la propia identidad aún es, en muchos casos, un proceso arduo que para nada sucede en un vacío perfecto. Nada nuevo hasta ahora. La mayoría lo sabemos, o lo intuimos, y lidiamos con ello de una manera o de otra.

Lo que quizá sí resulte más chocante para estos mismos lectores (no sorprendente, pues ya se habrán encontrado con algunos ejemplos en su deambular diario por las redes) es que un grupo nutrido de gente que, en principio, lo tendría fácil para ser aquello que quiere ser siente que se enfrenta a barreras insuperables, que la estructura juega en su contra. Digámoslo claramente. Se trata de personas que normalmente contienen varios de los siguientes rasgos, si no todos, y además desean adscribirse a los mismos de manera activa: hombres, blancos, heterosexuales, de clase media. Lógicamente, no todos (ni siquiera una mayoría) de estas personas piensa así, pero la mayoría de los que así piensan comparten dichos rasgos. Para ellos hay una estructura dominante que no les permite ser como quieren. Son los reaccionarios: lo que les une es la reacción ante lo que ven como el nuevo statu quo.

Cuatro hombres discutiendo ante una pila de madera. Victoria, Australia, 1944 | Jim Fitzpatrick. National Library of Australia | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Cuatro hombres discutiendo ante una pila de madera. Victoria, Australia, 1944 | Jim Fitzpatrick. National Library of Australia | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Los reaccionarios consideran, por lo tanto, que existe una hegemonía cultural y social que les roba el derecho a ser como quieren ser. Exactamente igual que aquellos que pertenecen a ciertas minorías, solo que la hegemonía percibida por cada uno de ambos grupos es diametralmente opuesta. De hecho, el reaccionario que se lamenta de la situación actual (cabe recordar que otros muchos, quizá la mayoría, no lo hacen) considera que dichas minorías ya han ganado, y que en su victoria él es el perdedor. Si aspira a reafirmar la mejor posición de los hombres sobre las mujeres a la hora de desarrollar ciertos trabajos, la diferencia en algunas áreas de los blancos sobre los negros, la superioridad de la cultura occidental sobre las demás, ya no pueden hacerlo. Señalar qué es natural y qué no, cómo deberían ser las cosas, no es posible en esta supuesta nueva hegemonía. Con ello se ahogan. O al menos así se desprende de sus constantes quejas, apreciables en un nada despreciable número de cuentas de Twitter, perfiles de Facebook, vídeos de YouTube y, por supuesto, los discursos de ciertos partidos y líderes políticos en Europa y en los Estados Unidos.

La paradoja es obvia. En realidad, es más un espejismo. Porque casi cualquier indicador cuantitativo con que contamos demuestra que no es así: no vivimos un nuevo reinado de las minorías. Más bien, los grupos sociodemográficos a los que pertenecen los reaccionarios lo siguen teniendo comparativamente más fácil para triunfar, elegir y vivir su vida.

Sin embargo, estos mismos indicadores apuntan a una mejora relativa de la posición de muchas minorías en las sociedades occidentales en las últimas décadas. Al mismo tiempo, se han venido detectando ciertas bolsas de exclusión en ámbitos donde hasta ahora no se esperaban, o que al menos habían pasado desapercibidas: antiguas zonas prósperas y obreras en decadencia, por ejemplo. Pero quienes engrosan las filas de los excluidos en ningún caso comandan la reconstrucción epistémica de los que se pretenden reaccionarios. En el mejor de los casos, los desclasados son más un arma, o una excusa, que una vanguardia al frente de lucha alguna.

En definitiva, poco a poco se han ido abriendo nuevos espacios para una construcción identitaria que, si bien dista mucho de ser igualitaria, tiene cada vez menos que ver con la situación de dominación casi total de hace un siglo. Y así es como se produce el espejismo: parece que han perdido, que están siendo anulados, pero en realidad solo se trata de una pérdida de poder relativa.

Quienes han ido ganando cuota discrepan entre sí sobre cómo se ha logrado el cambio. Para unos se trata de una batalla contrahegemónica. A una estructura cultural imbricada en las clases dominantes se contrapone una alternativa que les interpela directamente, ganando paso a paso espacios siguiendo una estructura de conflicto más o menos clásica, cuya consecuencia última debería ser la sustitución de una hegemonía por otra. Para otros, sin embargo, el proceso ha sido de apertura, con lo que la dicotomía se produce más entre uniformidad y pluralismo. La tesis roja contra la tesis multicolor, por así decirlo.

«Las guerras culturales se juegan hoy más que nunca, en muchos frentes: el cuerpo de las mujeres, las escuelas y sus libros de texto, la unión de dos personas adultas, los debates en los campus universitarios.»

Este debate está implícito también entre los reaccionarios. Para ellos, en algún punto de los últimos diez, veinte o treinta años se impuso una nueva hegemonía que estructuraba la producción identitaria y a la que había que acogerse sí o sí, anulando en el proceso las que antes dominaban. Pero eso no quiere decir que acepten que la identidad solo puede construirse en conflicto. Al contrario, en su seno se reproduce la misma división que sus supuestos adversarios. Mientras algunos parecen aceptar sin mayor problema que la batalla es inevitable, otros argumentan que el pluralismo sigue siendo un ideal a alcanzar, pero que ha quedado opacado por esta nueva dominación, para la que no pocas veces usan el epíteto (intencionadamente vago) de «corrección política». Es en la «incorrección» en la que se escudan, por tanto. Parecen decir: «si amáis la heterodoxia, ¿por qué teméis tanto los discursos que no encajan con vuestro ideal?, ¿por qué no permitís identidades ofensivas?».

¿Puede construirse la identidad en ausencia de dialéctica, de conflicto? ¿O la reacción que estamos observando era inevitable, precisamente porque la amenaza que perciben es real, aunque esté lejos de ser ejecutada? Las guerras culturales que han marcado el debate público, primero en Estados Unidos en los años noventa y después alrededor de todo el hemisferio occidental, podrían ser un ejemplo a favor de la segunda hipótesis. Se jugaron, y se juegan hoy más que nunca, en muchos frentes: el cuerpo de las mujeres, las escuelas y sus libros de texto, la unión de dos personas adultas, los debates en los campus universitarios. De su dinámica inicial, de conservadores contra progresistas, se han movido al esquema que aquí describimos, en el cual los reaccionarios se han convertido en una versión perfeccionada, de ataque directo, de las posiciones más extremas entre el conservadurismo, al que ahora consideran prácticamente un traidor, un desertor en el frente. Una que, además, se ha rearmado con argumentos de orden estructural.

De hecho, si la construcción de la identidad no puede ser separada de las estructuras sociales, económicas y de poder existentes, resulta difícil imaginarla en ausencia total de conflicto, en un hipotético futuro ideal en el que cualquiera acuda a una paleta de colores y escoja de manera alegre, aséptica e individual qué ser y cómo serlo. Sin guerra cultural no habría, por lo tanto, identidad. La cultura sería un campo de batalla permanente.

Pero, al mismo tiempo, resulta difícil imaginar las sociedades como meros juegos de suma cero, donde ciertos grupos tengan que perder (no de manera relativa, sino absoluta) para que otros ganen espacio y libertad. Si tal cosa fuese cierta, jamás surgirían nuevas identidades, nuevos sentimientos de pertenencia, que solo pueden venir del mestizaje. Nos guste o no, parece que el conflicto es, en definitiva, productivo para la identidad.

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  • joe | 24 noviembre 2017

  • peter sellers | 04 diciembre 2017

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