La última revolución postdigital: Internet de las cosas, Big Data y ubicuidad

Cada día se une más el mundo virtual con el mundo físico y la información es accesible no sólo desde cualquier lugar, sino en todas las cosas.

Fotograma de Metropolis, Fritz Lang (1927).

Fotograma de Metropolis, Fritz Lang (1927).

«Interfaces gestuales que permiten acceder, relacionar y procesar información registrada en tiempo real; centros comerciales en los que somos reconocidos al entrar y amables agentes virtuales nos hablan desde pantallas interactivas, recordándonos nuestras últimas adquisiciones y ofreciéndonos una selección de productos, convenientes a nuestros gustos y necesidades; la posibilidad de localizar y seguir los movimientos de toda persona a través del espacio urbano… e incluso de predecir el futuro». Así es como describieron el mundo de 2045 los ingenieros del MIT Media Lab, el Microsoft Research y el Milkshake Media de Austin, cuando asesoraban a Steven Spielberg para llevar a la pantalla la conocida obra de Philip K. Dick. Nuestra realidad esta aún lejos de la inmensa red sin cortes ni costuras que estructura y anima el mundo de Minority Report, pero parece que este mundo constituido por objetos inteligentes, permanentemente conectados, o algo muy parecido, es inevitable. Tal como describe Adam Greenfield en su obra Everyware, la ubicuidad informática, en cualquiera de sus múltiples formas: realidad aumentada, Wearable Computing, interfaz tangible, Locative Media, Near Field Communication, se está desarrollando día a día, tendiendo puentes que unen cada vez mas íntimamente el mundo virtual o Dataspace con el mundo físico y haciendo la información no solo accesible desde cualquier parte sino en todas las cosas.

Véase, por ejemplo, la reciente inauguración la nueva flagship store de Burberry en el 121 de Regent Street de Londres. Este ejemplo del espectáculo del consumo es un volcado de toda la información, contenida en la página web de esta empresa textil, al espacio físico. Un proyecto de realidad aumentada, en que la información se distribuye en el espacio arquitectónico, mediante pantallas interactivas que intercambian información a tiempo real a través del hiperespacio. Desde ver un desfile o presentación de uno de los productos ofrecidos en esta tienda hasta compartir a escala planetaria eventos culturales teniendo lugar en la misma.

Otro ejemplo que aúna información y contexto son las numerosas redes de sensores activas en nuestro entorno –con finalidades tan diversas como mejorar el rendimiento deportivo, prever riesgos como tsunamis, erupciones volcánicas y excesos de radiación, o mejorar las condiciones y seguridad del tráfico rodado–.

Imagen extraída de Murmurs of Earth by Bryan Gardiner.

Imagen extraída de Murmurs of Earth by Bryan Gardiner.

El Concussion Detector es un sensor llevable, que mide el impacto de los golpes que los deportistas reciben en la cabeza durante un encuentro deportivo. Los datos registrados son enviados a los entrenadores, equipados con un iPad, donde son comparados con el historial del los jugadores, con el fin de tomar una decisión sobre la conveniencia de mantenerlos en el terreno de juego. Este proyecto, localizado en el Cagan Stadium de Stanford, además de mejorar la seguridad de los deportistas, está conducido a crear una base de datos destinada a mejorar la capacidad de diagnóstico en casos generales.

Imagen extraída de Murmurs of Earth by Bryan Gardiner.

Imagen extraída de Murmurs of Earth by Bryan Gardiner.

Otro proyecto, en este caso relacionado con la conformación de un espacio urbano inteligente, es el Parking Spot Finder. Esta red de sensores está destinada a mejorar la eficiencia de la circulación del tráfico rodado y descongestionar las calles en los centros urbanos. Con este propósito, identifica las plazas de parking ocupadas y envía los datos a los usuarios de smartphones. Posteriormente, esta base de datos es empleada para ajustar los precios de las plazas de aparcamiento a la demanda.

Todos estos sistemas de sensores se caracterizan por registrar PetaBytes de datos que son enviados a la nube, donde son relacionados con otros conjuntos de datos y procesados, en tiempo real, para dar lugar a un conocimiento que se distribuye a través de la red. Un estado de cosas en que la inteligencia colectiva asociada a Internet pasa a distribuirse en el ambiente, gracias a la última evolución de Internet, la web de los datos.

La web 3.0 o web de los datos es una evolución de la web 2.0, la web social entendida como plataforma. Una web en que el software es ofrecido como un servicio, destinado a conectar a los usuarios unos con otros. Esta web, cuyo valor reside en las aportaciones y usos de los cibernautas, es el comienzo de la inteligencia colectiva. Para que la web sea capaz de dar respuestas y crear conocimiento, a partir de la información proporcionada de forma masiva por los usuarios, es necesario que esta información se haga manejable, comprensible y operable a tiempo real, lo que se consigue con la web de datos. Esta se basa en el desarrollo de una serie de estándares y lenguajes que permiten asignar metadatos a los contenidos de Internet. Estos metadatos, o datos sobre datos, son interpretables por máquinas y añaden información que permite identificar, localizar y seguir todo el tráfico de la red. Ello da lugar a un sistema de bases de datos relacionadas, en que puede rastrearse a través de diferentes subsistemas toda la información referida a un objeto, lo que permite conseguir respuestas pertinentes sobre el mismo. Cuando estos datos ya no solo proceden de nuestras interacciones en Internet, sino de las redes de sensores distribuidas en el ambiente –produciéndose el aluvión de datos que caracteriza el fenómeno del Big Data–, al mismo tiempo en que sale del marco delimitado de las pantallas para hacerse accesible en el espacio físico a través de las diferentes presentaciones de la realidad aumentada, nos hallamos ante el Internet de las cosas o como la denomina O’Reilly la Squared web, o la web encontrando el mundo.

Este encuentro con el mundo en que la información se materializa en nuestro entorno cotidiano, mediante la difusión de objetos inteligentes, nos lleva a la consideración de la computación ubicua.

La computación ubicua fue definida, en 1988, en el Computer Science Laboratory del Xerox Parc por Mark Weiser, como una tecnología calmada que se desvanece en el trasfondo permitiendo a los usuarios centrar su atención en las tareas que están realizando y no en el ordenador. En oposición a la realidad virtual que crea un mundo desconectado dentro de la pantalla, la computación ubicua es una «virtualidad encarnada». El dataspace se materializa en el mundo mediante la dispersión de pequeñas computadoras conectadas entre sí, creando un sistema que se inserta en el mundo, haciendo de la computación una parte integral e invisible de la vida diaria en el espacio físico. El proyecto que desarrollaban Weiser y sus colegas, en relación a esta investigación, consistía en un conjunto de dispositivos –tabs, pads y boards– que, funcionando a distintas escalas, permitían identificar a los usuarios, y compartir y acceder a distintos bloques de información desde distintos lugares. De este modo, una llamada telefónica podía ser enviada automáticamente a cualquier lugar donde se hallara localizado su destinatario. O una agenda, acordada en una reunión, podía ser visualizada en el espacio físico de forma colectiva y después enviada a las agendas personales de cada asistente implicado. Esto daba lugar a una tecnología tan intuitiva e inconsciente como la lectura, que salía de la interfaz de usuario para crear un espacio reactivo, en el que hacer cosas. Un espacio en que la virtualidad de los datos legibles por el ordenador y todas las formas en que pueden ser alterados, procesados y analizados se distribuyen de forma pervasiva (difusión generalizada) en el espacio.

Aunque el espacio pervasivo que define la computación ubicua aun presenta dificultades para su realización –como son la diversidad de sistemas operativos y lenguajes existentes, que hacen difícil la comunicación entre ordenadores; la falta de unos estándares de diseño que permitan homogeneizar los sistemas implicados; la existencia de agujeros en la distribución universal de la banda ultraancha, necesaria para la circulación de estos datos o la falta de una demanda real por parte del público general–, el Intelligent dust, tal y como lo denomina Derrick de Kerckhove, de esta mente aumentada ha empezado a distribuirse en nuestro ambiente. Además de los ya citados sistemas de realidad aumentada, también accesibles desde nuestros smartphones, mediante aplicaciones como Layar, y las redes de sensores, cada vez son más usuales los sistemas que identifican a los usuarios permitiendo automatizar sus acciones. Entre estos se hacen usuales las distintas tarjetas incorporando chips RFDI, como los pases de transporte en uso en algunos países –Oyster en Londres y Navigo en París– o el Teletac, usado aquí para pagar las autopistas; o el sistema NFC o comunicación de campo próximo. Una aplicación móvil que transmite información almacenada del usuario, como pueden ser números de tarjetas de crédito o entradas adquiridas, a dispositivos cercanos, permitiendo hacer pagos o acceder a espectáculos al portador del teléfono. Todas estas aplicaciones, además, nos dan información contextualizada a demanda, en todas partes y acerca de muchas cosas. Ello convierte nuestra interacción con la sobrecarga de información que caracteriza a nuestra sociedad en útil sin esfuerzo. Registran datos sobre nuestra identidad, localización e interacciones, que pasan a formar parte de nuevos subsistemas de datos que pueden ser utilizados, a su vez, por nuevos sistemas. La necesidad del sistema de identificar todos los objetos y personas implicados para poder reaccionar a los mismos hace de cualquier espacio aumentado o pervasivo un espacio monitorizado.

La inteligencia colectiva aumenta la consciencia de nuestro entorno y nuestras potenciales opciones de interacción en el mismo. Pero la pervasion y evanescencia de la tecnología ubicua hacen de esta una mediación inconsciente, un sistema altamente relacional y complejo cuyo funcionamiento interno y sus relaciones con otros permanecen imperceptibles al usuario. Un sistema que puede reestructurar el modo en que percibimos el mundo y nos relacionamos en el mismo, al mismo tiempo que nuestra conciencia de nosotros mismos y de los demás, sin que seamos conscientes de estar implicados en el mismo, de la amplitud de sus conexiones, ni a veces de su presencia.

De este modo, la tecnología ubicua se transforma en un dispositivo, en el sentido en que lo definiera Agamben a partir de la interpretación del uso foucaultiano de esta palabra. Un dispositivo es todo aquello que tiene de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar o asegurar los gestos, las conductas, las opiniones o los discursos de los seres vivos. Los dispositivos deben dar lugar a procesos de subjetivación que permitan a los sujetos que implican relacionarse con ellos. De modo que estos puedan ser profanados, devueltos al proceso de hominización. O lo que es lo mismo, al conjunto de relaciones y prácticas culturales que les han dado lugar y donde pueden ser apropiados por humanos conscientes de su ambiente y activos. La imperceptibilidad que rodea el sistema difuso de la tecnología ubicua lo hace improfanable, convirtiéndolo en un sistema estratégico de control, sirviendo a un poder difuso e imperceptible.

El Big Data y los sistemas que materializan la información en nuestro entorno parece que pueden hacernos más felices, asistiéndonos en la planificación de nuestras ciudades y en nuestro proyecto de vida. Pero cabe plantearse aquí si lo que más les conviene a nuestras ciudades y a nuestro entorno en general es hacerse «inteligentes». Lo que nos compromete en nuestro entorno no es su funcionalidad y eficiencia, sino sus cualidades estéticas, históricas y culturales. La virtualidad encarnada que caracteriza a nuestro mundo postdigital debe desarrollarse junto con estrategias estéticas que permitan visualizar y comprender los flujos de datos a nuestro alrededor, así como los sistemas de objetos inteligentes que los conducen. De este modo, la información materializada no solo nos permitirá acotar estos sistemas a los campos de nuestra vida, donde realmente pueden sernos útiles, sino apropiárnoslos, dando lugar a relaciones significativas. La inteligencia colectiva y su capacidad de distribuirse en el ambiente debería incrementar nuestra capacidad de actuar de forma performativa en el mundo, haciéndonos conscientes, al mismo tiempo, del sistema de relaciones y agentes humanos y no humanos que conforman nuestra situación en cada momento y no convertirse en un sistema imperceptible capaz de disminuir nuestra capacidad de agencia y de provocar una pérdida de control sobre cómo nos presentamos en el mundo.

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  • Mark | 17 julio 2013

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