La revolución del común

El común, la comunidad, el procomún, los bienes comunes, estos conceptos se han instalado en nuestro imaginario y parece que están aquí para quedarse.

Primera ascensión al Piz Bernina por el glaciar Morteratsch. MySwitzerland.com.

Primera ascensión al Piz Bernina por el glaciar Morteratsch. MySwitzerland.com.

En común

El común, los comunes, la comunidad, el procomún, los bienes comunes, estos conceptos se han instalado de nuevo en nuestro imaginario y parece que están aquí para quedarse. Sin necesidad de escarbar demasiado sobre qué comparten o qué las diferencia, estas palabras conforman un lenguaje que entra en batalla con la dualidad de «lo público» y «lo privado», un escenario en plena asfixia, esclerótico, incapaz de responder al cambio de época que vivimos. Lo común nos desplaza a otra posición, un espacio desde el que señalar y actuar sobre la continua expropiación de recursos y modos de hacer que muchos creen que ya no nos pertenecen. Lo común recupera el hilo de las luchas que históricamente se han enfrentado a un régimen basado en la mercantilización del todo social; es un espacio de poder, de defensa, de reapropiación de la riqueza colectiva. Los abrazos fraternales entre lo público-estatal y lo privado-mercantil nos aplastan, ya va siendo hora de deshacer esta perversa historia de amor.

Como apunta David Harvey, la historia del capitalismo es la historia de una continua desposesión, un régimen basado en los continuos cercamientos de la producción social. Sin esa continua acumulación por desposesión, sin los decretos, rumbos institucionales y tácticas para cercar y extraer renta de la producción social, el régimen de acumulación capitalista no podría mantenerse. Para sucumbir a esta lógica del «mercado como regulador social», ha sido necesario un continuo intervencionismo estatal, el diseño de instituciones robustas que han convertido la vida misma en mercancía. Recursos naturales y medioambientales, saberes, culturas, formas de vida, incluso todo tipo de proyectos de futuro son pasto del ciclo de acumulación del actual capitalismo financiero, un régimen que valoriza y especula con cualquier potencia social. El endeudamiento ciudadano y la dilapidación de otros modos de vida posibles, esa es la base genética de un modelo que se sirve de la desposesión para perpetuarse.

Conocemos los límites de un modelo social pensado desde la propiedad pública y la propiedad privada, ahora lo común se sitúa como nueva hipótesis política.

Pensar en común

En esta perspectiva se enlazaba el programa «En comú», reuniendo diferentes reflexiones sobre este nuevo estado de cosas. El conjunto de voces abordó un vasto territorio que tomaba como objeto de estudio diferentes dimensiones, desde el sujeto individual hasta los retos a los que nos enfrentamos a escala planetaria.

Josep Ramoneda situó su reflexión sobre la libertad, tanto aquella desde la que pensar la emancipación del sujeto individual como la conquistada a través de sus vínculos comunitarios. Xavier Antich, Joan Margarit y Joan Nogué abordaron la ciudad como espacio usurpado de su relato, donde el urbanismo mercantil ha convertido un territorio de convivencia y producción comunitaria en un contexto diseñado para el consumo. Ulrich Beck desplegó las actuales tensiones entre la pérdida de autonomía y legitimidad del Estado-nación, frente a la capacidad de decidir y gobernar en común a nivel europeo. Lydia Cacho relató las alianzas público-privadas para bloquear y asaltar derechos humanos en una nueva versión de la histórica confluencia entre esclavismo y régimen capitalista. Peter Burke, a través de un análisis de la historia del conocimiento, señaló los nuevos cercamientos a los que se ve sometida la producción colectiva de saberes, medidas de regulación y control que entienden la cultura como mercancía y no como derecho.  Zygmunt Bauman reflexionó sobre cómo la crisis que las instituciones educativas padecen desde hace décadas se ve hoy más acrecentada, tanto por su articulación con dispositivos de dominación como por su incapacidad por conectar con procesos de innovación social. Perejaume centró su aportación en mostrar el estímulo que producen otro tipo de culturas, modos de hacer y ciclos de vida que están arraigados a la tierra; la agrariedad como forma de relación y de ensamblaje con la naturaleza. Ramón Andrés nos recordó la esencia de la experiencia musical y su imposible encaje con la lógica desarrollista y consumista de las industrias del entretenimiento, una mediación que nos aleja de la capacidad de la música para producir espacios comunitarios. Marina Garcés nos habló de la centralidad actual del compromiso, no como contrato o como decisión individual para alistarse a una causa, sino como vínculo ya establecido, como posición desde la que adueñarnos de nuestras vidas.

Amenazas a lo común y movimientos de reapropiación

En todas estas aportaciones, mientras se situaban las amenazas que padece lo común, asomaban o directamente irrumpían las tendencias de movimientos contrarios. Ya en «La Gran Transformación», Karl Polanyi narraba este movimiento doble, donde la expansión continua del mercado se veía frenada por un ejercicio de protección del cuerpo social. Si bien el credo liberal penetró en las formas de relación social, los principios del liberalismo económico vinieron acompañados de una compleja maquinaria institucional. El mercado como regulador social no fue en absoluto un espacio construido de manera «natural», el Estado intervino violentamente para imponer el laissez-faire.

Potencias y recursos que constituían un espacio de relación social fueron convertidos en «mercancías ficticias»; la fuerza de trabajo convertida en salario, la tierra convertida en renta. Hoy padecemos la conversión de los saberes en royalties y del cuerpo en mercancía. Vemos cómo los deseos y los proyectos de vida han sido convertidos en deuda, vemos cómo los derechos conquistados se reducen a mero valor de cambio para legitimar una élite que vive a costa de este proceso de desposesión. Pero en todo este proceso, el doble movimiento que relataba Polanyi ha seguido su pugna, la crisis no hace más que visibilizar las fricciones y movimientos alternativos que son parte constitutiva de una pulsión social milenaria. Una pulsión que renace en movimientos urbanos de gestión de espacios, infraestructuras y recursos que antes fueron pasto de la especulación inmobiliaria; en procesos de recuperación de relatos de ciudad considerados improductivos y que fueron invisibilizados en beneficio de la producción de marcas urbanas adaptada a mercados competitivos; en movimientos para una cultura libre y herramientas que desbordan y ponen en jaque los indicadores de excelencia de instituciones educativas y culturales; en movimientos sociales que reclaman derechos fundamentales, como la vivienda, o que exigen la gestión verdaderamente pública de recursos tan fundamentales como el agua.

La revolución del común

Lo común, en definitiva, emerge a través de comunidades políticas activas, de espacios de creación y defensa de la producción colectiva, de movimientos de construcción y recuperación de relatos omitidos, de nuestra capacidad inventiva y de asistencia mutua, de instituciones de base social capaces de reinventarse para no dejar de mandar obedeciendo.

La revolución de lo común construye un espacio de reflexión, de sugerencia, de acción. Un territorio para pensar en nuestros medios e instituciones, nuestros modos de relación, producción y consumo, una vía desde la que pensar en la comunidad humana en su conjunto. Pero si a algo se enfrenta esta revolución es a las indigestas formas de gobierno neoliberales, a la maquinaria institucional que comodifica nuestros vínculos comunitarios, al régimen de producción capitalista que sigue cercando espacios a depredar. Que este proceso nos lleve a uno u otro modelo social depende de cada uno y cada una de nosotros, de nuestra acción en los espacios que habitamos y transitamos, de nuestra acción en los espacios que producimos o donde consumimos. Este «movimiento contrario» ha de burlar las condiciones del homo economicus, del sujeto que, en busca de maximizar sus beneficios, solo ve en la comunidad un medio para alcanzar sus objetivos. Somos interdependientes, somos en tanto que conformamos comunidades y, por mucho que queramos ficcionar la inmunidad prometida bajo nuestras propiedades individuales, somos vulnerables. Aceptar esta vulnerabilidad no es una posición servil desde la que lamernos las heridas, sino que, como nos recuerda Marina Garcés, aceptar nuestra vulnerabilidad hace estallar nuestra potencia comunitaria, nos muestra la capacidad para redefinir y recuperar nuestra riqueza.

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