La eternidad del gol fantasma

El partido de fútbol dura más de noventa minutos. Aunque tuviéramos mejores imágenes del gol fantasma de Hurst, la discusión seguiría viva.

Gol de Geoff Hurst en la final del Mundial de 1966.

Gol de Geoff Hurst en la final del Mundial de 1966.

45 años después, continúa siendo una de las grandes polémicas de la historia del fútbol: ¿entró o no el balón de Geoff Hurst en la final del Mundial de 1966? Alemanes e ingleses todavía discuten, casi medio siglo después, sobre la decisión del árbitro suizo Gottfried Dienst y el asistente soviético Tofik Bakhramov en Wembley. La controversia ha unido la prehistoria televisiva con la era de Internet. Porque, en defensa de sus argumentos, los dos bandos solamente pueden mostrar las imágenes de cuatro cámaras distintas, los únicos testigos de ese partido.

Aquel 30 de julio de 1966 –primer año en el que la BBC retransmitió en color—queda muy lejos en el tiempo y, al mismo tiempo, muy cerca en la memoria colectiva. La controversia de aquella jugada decisiva todavía continúa. ¿Cuánto dura, pues, un partido de fútbol? Hoy en día, es indudable que la narrativa del juego y sus protagonistas se extiende mucho más allá de los noventa minutos reglamentarios. El ciclo 24/7 ha provocado la saturación de la prensa deportiva, que deriva hacia formatos amarillos y rosas para llenar el espacio que ha generado, un contínuo solamente interrumpido por el breve espacio que ocupa el partido en sí, a partir del cual se genera toda una nueva serie de debates.




Las discusiones se pueden alargar una eternidad, como en el caso de Hurst. Y todo por una fracción de segundo, un frame sobre el que se teoriza hasta el infinito. Siguiendo esta línea, en las últimas décadas, el audiovisual ha diseccionado con mucha precisión todo lo que sucede en un escenario deportivo, multiplicando la ubicación y la precisión de las cámaras. Y, a pesar de ello, nunca parece haber suficiente. Solo en algunos casos esta imbricación íntima entre el deporte y el audiovisual ha llegado al extremo de que la imagen tenga un valor absoluto: cada vez más disciplinas incorporan la figura del juez de vídeo. La aparición de repeticiones instantáneas a cámara lenta –introducidas por la ABC en 1967 en una competición de esquí—permitía, por primera vez, que desde la comodidad de su salón, el espectador viera al deportista con más detalle que quien había pagado para verlo in situ. La llegada del slow motion respondía a criterios puramente estéticos, pero descubrió una nueva capa de realidad con valor propio, capaz de modificar el significado de lo que el ojo humano había captado. Desde ese momento, su fuerza aumentó sin freno. En tenis, ni siquiera los jugadores discuten el veredicto del Ojo de Halcón. La pantalla posee la verdad absoluta sobre lo que ha sucedido realmente en el terreno de juego.

La evolución de la narrativa audiovisual en las retransmisiones ha permitido al amante del deporte acercar su mirada al espectáculo hasta un detalle extremadamente rico. El momento más fugaz puede recrearse y analizarse, descubriendo nuevas capas de realidad. Es la eclosión del deporte como disciplina estética, incapaz, sin embargo, de eclipsar su aspecto competitivo. En efecto: a pesar del desarrollo creativo de la manera de explicar los partidos, lo importante sigue siendo el juego en sí, más allá de su narración televisiva. La calidad de la imagen es solamente un soporte. Lo importante es poder ver un buen partido en cualquier soporte –una pantalla de móvil, si es necesario, aunque se pierda definición—. La narración del espectáculo deportivo no se queda en el placer estético, sino que siempre da nuevos criterios para valorar la actuación del competidor. Puede ser un arte, pero para consumo de masas y sin tiempo de digestión: la filmación llega en directo a millones de hogares de todo el mundo.

Reconociendo la desventaja competitiva del espectador en el estadio –entradas caras, menos calidad de imagen—, muchos clubes incluyen la pantalla como parte de la experiencia del terreno de juego. Los campos se han llenado de videomarcadores y pantallas gegantes de alta definición con imágenes exclusivas de los jugadores y estadísticas en tiempo real. Al mismo tiempo, sin embargo, el vídeo pone tantos detalles de relieve que muchas federaciones impiden que el partido se vea a través de los videomarcadores del estadio donde se juega: se quiere limitar el campo de conocimiento del espectador, dejarlo a ciegas para evitar que, ante un error arbitral, proteste airadamente –cargado de razón. Una fractura entre club y seguidores que se ve cada vez más superada por las pantallas de los móviles, en las que las imágenes se reproducen viralmente.

Y, sin embargo, el espectador continúa levantándose del sofá –en el que ya puede ver partidos en 3D—para pagar entradas cada vez más caras y pasar frío o calor en las gradas. Porque, a pesar de la evolución de la narrativa televisiva, la experiencia de ver a su ídolo en persona sigue compensando a miles de personas cada fin de semana. La “pantallización” del deporte es una parte más de este interés, un apoyo que alarga la experiencia, pero nunca el origen.

La visibilidad, en cualquier caso, es básica para cualquier proyecto comunicativo del deporte. Hoy en día son muchas las federaciones deportivas que pagan de su bolsillo las retransmisiones deportivas como vía de promoción. Y, si es necesario, se permite a los operadores televisivos cambiar normas e introducir tiempos muertos a voluntad para insertar publicidad muy bien pagada. Sin la pantalla, no existes. Si estás, por inverosímil que parezca, puedes empezar a construir una identidad. De hecho, la gran mayoría de equipos profesionales tienen un departamento audiovisual propio para controlar al máximo posible el mensaje que reciben de sus seguidores.

Pero en el extremo opuesto, el espectador ha dejado de ser un simple consumidor de imágenes. Primero empezó a opinar sobre lo que veía. Y, tan pronto como fue posible, se convirtió él mismo en productor. ¿Por qué? ¿Qué hace pensar que preferirá revivir momentos deportivos con su propia grabación, de baja calidad, y no con las imágenes televisivas profesionales? Por algún motivo, este subgénero audiovisual ha tenido mucho éxito en la red. A pesar de la industrialización masiva de la maquinaria deportiva, la relación del fan con el equipo sigue siendo íntima, personal, con matices e historias distintas de la del espectador del asiento de al lado; la pequeña cámara de su teléfono permite revelar este nexo único.

Videojuego FIFA soccer.

Videojuego FIFA soccer.

Esta relación entre el fan y el ídolo llega a la unión definitiva en la pantalla del videojuego. El niño que imitaba a su jugador preferido en el patio de la escuela puede ser ahora tan hábil como el mejor del mundo. La identificación se transforma en una suplantación para crear una nueva realidad, un campeonato sin fin a voluntada de cualquiera. La emoción del deporte se traslada a casa a través de la pantalla. Y, además del videojuego, también lo hace en dispositivos móviles desde los cuales se pueden controlar apuestas deportivas o nuestro equipo de fantasy league. La pantalla enriquece la experiencia del aficionado, que deja de ser un simple seguidor para pasar a controlar también nuevas capas de la realidad que se generan en el acontecimiento deportivo.

El fan quiere ponerse en el lugar de jugador porque en ningún otro ámbito la figura cinematográfica de la estrella tiene tanta potencia como en el deporte. Con la articulación de momentos legendarios, se construyen ídolos, héroes admirables por su rendimiento. La fuerza de la imagen puede llegar, puntualmente, a superar el factor puramente competitivo, y generar interés por espectáculos sin ningún gran título en juego. Los Harlem Globetrotters eran el primer ejemplo, una versión deportiva del espectáculo de circo ambulante. En el siglo XXI, la NBA tiene uno de sus momentos capitales de la temporada en el fin de semana de los All Stars y en el concurs de smashes: un placer estético para el espectador sin ningún valor para el desenlace de la liga.

El paroxismo de este protagonismo adquirido por el seguidor deportivo llega con los talk shows. Las tertulias deportivas han saltado del café a la radio y, finalmente, a la televisión, donde se convierten en un espectáculo en sí mismas; la oferta se ha multiplicado exponencialmente en los últimos años. En los casos con más éxito, lo hace con una subcategoría nueva: el programa de deportes que no emite imágenes de los partidos. El objetivo es convertir al tertuliano en un personaje, en un polemista capaz de generar filias y fobias, tanto o más que los deportistas de los que habla. La agresividad se ha trasladado fuera del campo, y salta de la pantalla para atrapar al espectador. El partido de fútbol, definitivamente, dura más de noventa minutos. No importa que no tengamos mejores imágenes del gol fantasma de Hurst. Aunque existieran, la discusión seguiría viva.

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