Kentridge. Lo que no está escrito

Invitamos a una crítica de arte, a una especialiasta en cine africano contemporáneo, a una antropóloga y cineasta documental, y a un investigadora del activismo antirracista a compartir sus miradas sobre William Kentridge.

Si en «De cuevas y sibilas» Jordi Costa se adentraba en la exposición «Kentridge. Lo que no está dibujado» para proponer cinco itinerarios, con este artículo proponemos a cuatro autoras que salgan y planteen lecturas y relaciones que no se explicitan. A través de estas miradas reflexionamos sobre las técnicas empleadas por el artista en relación al contexto actual de producción digital, pasando por la memoria colonial y el privilegio del hombre blanco, hasta llegar al cine sudafricano contemporáneo.

  1. Entre el papel y la pared, de Neus Miró
  2. Arte y (des)memoria colonial, de Aída Esther Bueno Sarduy
  3. Ser narrador no es suficiente, de Lucía Piedra Galarraga
  4. Diarios filmados de la Sudáfrica urbana, de Beatriz Leal Riesco

 

Entre el papel y la pared

Neus Miró

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

En una época en la que las tecnologías digitales están desplazando a nivel global todo lo analógico, la obra de William Kentridge puede leerse desde el punto de vista de su realización y visualización como un ejercicio de homenaje a todo aquello que es manual y obsoleto sin por ello evitar la contemporaneidad.

Asociamos la apariencia de un producto digital audiovisual a una presentación limpia, pulida, bien definida, y su realización, al dibujo directamente sobre pantallas, así como a la manipulación de programas de producción y edición. Y, si bien esto es necesario también en la obra de Kentridge, sus animaciones se caracterizan por una apariencia caótica e inestable, imperfecta, donde lo táctil y manual prevalece sobre lo digital y mecanizado.

Sus animaciones comienzan con un papel y un carboncillo o pastel, predomina el blanco y el negro y, ocasionalmente, añade colores como el rojo y/o el azul, si la historia lo requiere. El trazo cobra vida ante nuestros ojos, dibujando la escena. En vez de construirse a partir de miles de dibujos, según la práctica tradicional de la animación, las películas de Kentridge se componen de centenares de momentos del proceso evolutivo de un número reducido de dibujos, cada uno de los cuales corresponde a una escena, y cada dibujo se fotografía para construir la película.

En el montaje final y ante el espectador, el dibujo crece de la nada, se difumina, se transforma y en su lugar aparece otro. El proceso de elaboración se mantiene visible e introduce un efecto espasmódico que hace que el espectador perciba las disonancias espaciales y temporales del dibujo, en lugar de crear una ilusión de movimiento fluido y armónico.

Los dibujos simples e inmediatos de Kentridge son una rebelión contra el anonimato y la homogeneidad de los lenguajes de representación contemporáneos. Sus dibujos se combinan con música y subtítulos que recuerdan al cine mudo. No obstante, en su representación se utilizan técnicas contemporáneas de proyección de vídeo e instalación.

En el cine de Kentridge hay referencias constantes al pasado; en sus escenas es fácil encontrar teléfonos, máquinas de escribir, gramófonos, pero también ordenadores o sofisticadas máquinas, un hecho que enfatiza el sentimiento de pertenencia a una cierta «periferia» cultural de Europa.

Para aquellos que viven lejos de Sudáfrica, la obra de Kentridge ofrece una vía de entrada a la realidad y complejidad de la vida en aquel país, lejos de las visiones que suministran las noticias y los medios de comunicación, y lo hace a través de narrativas íntimas y personales, combinando el dibujo, el movimiento y la música.

 

Arte y (des)memoria colonial

Aída Esther Bueno Sarduy

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

La herida y la cicatriz no pueden darse al mismo tiempo. Hablar de la cicatriz colonial implicaría haber transitado el camino de la memoria sin saltarse un paso, y es en ese andar cuando se habría ido cerrando esa herida. Implicaría también caminar la historia con todos como protagonistas, sin dejar de señalar los lugares del horror, de la inhumanidad, de lo que no puede volver a repetirse, y en ese caminar ir conversando sobre la posibilidad de un mundo diferente, inmerso en un diálogo sin imposiciones ni ausencias. Sin el concurso de la «memoria plural» la herida colonial no se podrá cerrar. Todo lo que cubra esa herida será mentiroso, efímero y precario.

Las producciones artísticas tienen mucho que decir en relación a esa fragmentación de la memoria. Una de las realizaciones más interesadas y nefastas del colonialismo ha sido producir un tipo de arte al servicio del poder, diseminando imaginarios estéticos alienados, prejuiciosos y racistas. Sin embargo, aunque el colonialismo se apropió del arte y utilizó a los artistas para producir esta representación deformada de «los otros» y a la vez una estética que glorifica los cuerpos, la historia y la memoria de los vencedores, desde el arte, también puede y debe partir la impugnación a esos materiales que han ido conformando la memoria colonial fragmentada y oclusiva. El arte puede y debe manipular esa cicatriz colonial, descubrir la herida, e incluso utilizar la propia herida como materia para producir algo que no pueda ser corrompido,  encubierto o silenciado. En esta línea, la obra de William Kentridge (Johannesburgo) History of the Main Complaint, indaga en esa memoria del horror y utiliza el dolor como «materia cruda», cuestionando incluso la legitimidad de este «vampirismo» de la «apropiación» de dicho dolor en aras de producir arte. Pero ante heridas tan profundas como las de la sociedad sudafricana, que todavía no han tenido tiempo de cicatrizar, el arte puede ser testigo de ese dolor y además ejercer de catalizador de un proceso reparador, aunque para ello tenga que hurgar en esa memoria colectiva doliente y traumatizada.

A diferencia de lo que ha sucedido en reiteradas ocasiones a lo largo de la historia, el arte puede y está en condiciones de ofrecer algo diferente; las producciones artísticas no tienen que obedecer los requerimientos coloniales-imperiales pasados ni presentes. Desde el arte pueden concebirse otros mundos, puede inventarse el futuro y reexaminar el pasado sin exclusiones, pueden romperse amarras, manipular y subvertir los códigos estéticos, dándoles todas las vueltas de las que sea capaz la imaginación, otorgándoles otros significados, poniéndolos bajo otra luz. Pueden y deben crearse, en definitiva, producciones artísticas que en última instancia formulen otras preguntas y no teman las respuestas.

El arte como azote de la (des)memoria, de la memoria excluyente, de la preterición imperial-colonial y racista, es posible. Un arte que desmonte los andamiajes del olvido y la desmemoria es un arte necesario, un arte que se libere a sí mismo de la memoria colonial, que abra esa cicatriz, que expurgue, que se desamarre de todos los prejuicios, ya sean estéticos, clasistas o raciales, no solo es necesario sino urgente, y las producciones artísticas que no aspiren a la legitimidad que otorgan las instituciones establecidas por el colonialismo, que rechacen el patrocinio del poder que mata, que niega y que financia el olvido de la alteridad, son algo que se convierte en absolutamente necesario.

 

Ser narrador no es suficiente

Lucia Piedra Galarraga

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

Dibujar-borrar, dibujar-borrar parece ser la dinámica de una gramática de la representación que no sabe cómo va a enunciarse, o que sabe que va a enunciar algo impronunciable. Este martirologio productivo o gesto casi sacrificial de empezar y volver a empezar fotograma a fotograma, el contorno de unos cuerpos  ̶ algunos borrosos, otros definidos, unos muy alejados, otros en primer plano ̶  también habla de un fantasma de la culpabilidad que no separa a William Kentridge de su privilegiada posición de hombre blanco de ascendencia judía, articulando un correlato sobre el apartheid formalizado jurídicamente en 1948. ¿Acto de flagelación que pasa por la pulsión de la destrucción de lo que no queremos escuchar, enfrentar, ver, oír? Para Kentridge es complicado imaginar una nueva Sudáfrica y decide liberar a sus obras de la tarea de expresar una opinión política directa. Pero dado que el apartheid sucedió allí, se enmarcó en un tiempo específico, se enunció en afrikáans y operó sobre unos cuerpos muy determinados, los detalles del dolor y de las vidas íntimas representadas se vuelven espectáculo, escenario, y nada es tan doloroso. Ante mis ojos de mujer racializada como negra no consigue escaparse y me incomoda la viscosidad de su ambigüedad. El episodio histórico queda blanqueado con ese acto de ignorancia, en otra vuelta de reafirmación del discurso sentimental colonial.

Este discurso sentimental colonial que llora su dolor con una apariencia de antirracismo coloca a Felix y a Soho en las áridas explanadas mineras de Johannesburgo. Este es su escenario. Entre imágenes de rayos X, ecografías y escáneres. Construidos en la aparente pobreza del carbón, combinados con alegorías, pozos de extracción, minas, vallas y tuberías. Todos elementos de una topografía que une rostro y paisaje en lo que Deleuze y Guattari llamaron «máquina abstracta de facialidad», que simplificado viene a explicarnos la universalización de un rostro-paisaje blanco a través del cual se lee y relata todo. Así que no es casual que los protagonistas de Drawings for Projection sean blancos y hombres y deambulen por este relieve donde el cuerpo negro se difumina en el paisaje, se derrite en el terreno, es masa amorfa, es una voz de fondo, no va más allá de una angustiosa presencia. Angustiosa y sin mundo. Es un objeto inquietante de difícil gestión.

Si pensamos la imagen como dispositivo discursivo en la obra de Kentridge podremos ver que esta gestión del cuerpo negro se ha trifurcado en un borrado físico (en el uso de la técnica del carboncillo), un borrado psicoanalítico (en la sustitución de un rostro por otro, el negro por el blanco) y un borrado histórico (se superponen alegorías a la Shoah de fondo sobre la trama del apartheid). Y esta es la operativa del pensamiento colonial que se traduce en cultura, en un drama, actualizando así la mecánica colonial de las diferencias irreconciliables. En esta dirección, el dispositivo discursivo de Kentridge  ̶ que se pretende ajeno, no ligado ̶  se tambalea cuando preguntamos acompañados de Fanon y Mbembe: ¿Qué relatos crean estas imágenes del cuerpo negro a manos de quienes las producen, un cuerpo que está llamado a ser un cuerpo sin mundo, borroso, fantasmal, reescribible?, así como al dejarnos interpelar por Grada Kilomba cuando pregunta: ¿Quién puede hablar? ¿Quién tiene voz en lo que se dice? William Kentridge no ha sobrevivido a través de sus fracasos como él mismo afirma, lo ha hecho sobre la base y el sostenimiento de una narrativa colonialista. Kentridge no es antirracista.

 

Diarios filmados de la Sudáfrica urbana

Beatriz Leal Riesco

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

CC BY-SA Ciara Quilty-Harper

¿Cómo componer un tapiz histórico donde se yuxtapongan sin jerarquías ni aseveraciones el relato íntimo y las luchas nacionales, creando posibilidades de paz y reconciliación, sin evitar el trauma, la incomprensión o la impotencia, rompiendo con la primacía de la narración lineal convencional y abrazando a los excluidos, a las prácticas artísticas y los géneros menores? En Sea Point Days (2008), François Verster bucea en los detritus de la historia, enfrentándose sin miedo a las pérdidas compartidas por la población sudafricana para crear puentes que superan -situándola en primer plano- una distancia emocional fundada en la violencia y la opresión.

Sea Point es el barrio de Ciudad del Cabo que da nombre al ensayo audiovisual creativo de Verster, alumno adelantado de Coetzee, que se lanza en parapente desde Table Mountain para convertirse en testigo y actor de un barrio bañado por el Atlántico, donde, en cinco entregas a modo de encabezados de una carta inacabada, se cuelan en primera persona historias de mujeres y hombres que residen en torno al paseo marítimo y las piscinas de agua salada de Sea Point. Con el elemento acuático como hilo estético conector (“Water is love and life. Without water, there cannot be life and there cannot be love”, dice un técnico de mantenimiento de la piscina con dotes de antropólogo social), Verter rehúye dar lecciones, observando y acercándose respetuosamente a sus protagonistas para trenzar declaraciones con archivos familiares e históricos que, guiados por un paisaje sonoro elegíaco, presentan la complicada herencia del apartheid en las existencias contemporáneas de varias generaciones sudafricanas.

Desde los sin techo que están siendo expulsados para revitalizar la zona, pasando por la celebración del ramadán, ceremonias judías o el lúdico paseo canino diario, hasta llegar al activismo de unos ancianos afrikáner empeñados en evitar la construcción de un centro comercial y de un hotel de lujo en la promenade marítima de encuentro multirracial que es Sea Point Days, Verster nos regala un ejercicio de sensibilidad y atención malabarista a los habitantes de un espacio urbano en plena transformación al que, como Kentridge con su Johannesburgo natal, Verster regresa una y otra vez en sus realizaciones.

Situar sobre el tapiz de creaciones audiovisuales sudafricanas post-apartheid, como la obra de Verster citada, las once entregas de Drawings for Projection (1989-2020), expande el alcance de las meditaciones de Kentridge, y nos lleva a reflexionar sobre el papel a jugar en el futuro por artistas sudafricanos con obras que se zambullen en las complicadas capas de la memoria en conexión profunda con la gente y los cambiantes espacios urbanos.

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Kentridge. Lo que no está escrito