Valeria Luiselli: «¿Qué derecho tenemos a hablar de temas que no son nuestros?»

Una conversación sobre el punto en el que arranca la escritura con una de las principales voces de una generación de autores que vive entre América Latina y Estados Unidos.




Denunciar las cosas de las que somos testimonios es una tarea que requiere de una autoconciencia constante: saber desde dónde se escribe, reconociendo las limitaciones de la posición que se ocupa en la sociedad con sentido común, inteligencia y sensibilidad. Aprovechamos la visita de Valeria Luiselli al CCCB para conversar con ella sobre el proceso de escritura, sobre el derecho a hablar de temas que nos son cercanos pero no son nuestros o sobre feminismo, entre otros aspectos.

El otro día llegué a un hilo de Twitter que se cuestionaba qué es lo que hace realmente una obra de clase trabajadora: la extracción de clase del autor, el contexto social de sus protagonistas… O si bien basta, por ejemplo, con aportar algo relevante para la clase obrera. Una literatura que toma su posición en base a la lucha de clases, independientemente del origen socioeconómico del autor. El análisis es interesante, pues pone el foco en la necesidad de identificar una mirada proletaria en el mundo de la narrativa, un ámbito en el que existe un sesgo de clase evidente. Quienes nos narran, quienes editan, quienes publican y quienes protagonizan son, en su mayoría, personas de clase media o clase alta. Y así lo señala también un informe de 2018 en el Reino Unido que analiza la composición de quienes conforman las industrias creativas o culturales en ese país.

En este sentido, también se publicó recientemente un artículo en Another Gaze que analizaba Fleabag y Girls con una perspectiva de clase y que apuntaba cómo ciertas lógicas capitalistas y, posiblemente, racistas habían establecido como relatos o narrativas generacionales las historias de  protagonistas blancas, de clase media, que vivían con ironía unas vidas más o menos autodestructivas. «Deberíamos preguntarnos qué es lo que les da la capacidad de ser tan descaradas y quienes quedan al margen a consecuencia de eso», apunta el artículo.

Todas estas cuestiones me llevaron a la entrevista con la escritora Valeria Luiselli (México, 1983), que visitó recientemente el CCCB. La autora mexicana se encontraba de paso en Barcelona presentando su último libro, Desierto sonoro. Una novela romántica frustrada y de destrucción, una novela de viajes esencialmente política, que retoma un tema que ya había abordado en su ensayo anterior, Los niños perdidos, en el que profundizaba en la situación de los menores indocumentados que cruzan la frontera desde México a Estados Unidos, articulando el discurso a través de las preguntas reales que les formulan en el cuestionario de admisión. ¿Por qué viniste a Estados Unidos? ¿Alguien te ha lastimado, amenazado o asustado desde que llegaste a este país?

Diálogo con Valeria Luiselli | CCCB

En El Cultural, leo que Luiselli quiso escribir primero ese ensayo en forma de novela, pero que rápidamente abortó la misión porque se dio cuenta de que estaba convirtiendo un medio –el de una obra novelada– en «un fin» –esto es, «un receptáculo, depósito de los testimonios que escuchaba». La novela que nunca fue le servía a ella, y solo a ella, para canalizar la rabia, la frustración y la tristeza. Pero era dudoso que sirviera a alguien más. La propia Luiselli asegura en la entrevista que «la novela era francamente ilegible». Por eso decidió abandonarla.

El tema me parece relevante: ese momento en el que un autor adquiere conciencia de la posición que tiene respecto a un tema y, en función de eso, decide borrar su huella, suprimirse. Se da cuenta de que no tiene legitimidad para hablar de algo o alguien. Toma consciencia de que su mirada no es útil. «¿Dónde están nuestras posibilidades y limitaciones? Y, también, ¿qué derecho tenemos a hablar de temas que nos son cercanos, pero que no son nuestros? ¿Qué responsabilidad ética adquirimos cuando nos acercamos a un tema?, ¿Dónde están los límites de nuestro derecho a indagar?», pide Luiselli. Cada vez que se embarca en un proyecto, la escritora se hace estas preguntas.

Valeria Luiselli cuenta que ha tenido una infancia «móvil, nómada», lo que la situó desde muy pequeña en un espacio «liminar». Luiselli ha vivido en Costa Rica, Sudáfrica, Corea del Sur, India. Ahora vive en Estados Unidos. Su vida móvil le ha enseñado una forma de ser, de estar en el mundo, de sentirse cómoda como «perenne observadora». Sin embargo, no es ajena al privilegio de clase que implica ser hija de diplomático. Su infancia nómada, a diferencia de los menores indocumentados en México, de los migrantes y los refugiados, es un marcador de clase. Y ella es consciente de eso. A propósito de la traición de clase, el escritor italiano Alberto Prunetti asegura que «escribir historias working class es su manera de no ser un traidor de clase». Y algo similar se activa en la literatura de Luiselli, que tiene una vocación deliberada de entender y explicar la alteridad sin ser ella quien la narra, pero sí facilitando el canal. Ya que lo tiene.

Hacer, hablar de cualquier otro asunto, abordarlo desde otra posición, también es para ella una suerte de traición.

«Como mexicana, como latina en Estados Unidos, soy consciente de que llegué aquí hace diez años en circunstancias privilegiadas. Es decir, yo llegué a Estados Unidos a estudiar un doctorado y no llegué por tierra, sino en avión y con una visa de estudiante», argumenta. Esa conciencia, ese saberse situada en un lado y no en otro, es el punto de partida de donde se arranca a escribir. Sus novelas no rehúyen la cuestión política ni las condiciones sociales o materiales que le posibilitan a ella, la escritura, y a sus personajes, la vida misma. En Desierto sonoro los dos protagonistas, un matrimonio de documentalistas en crisis vital, cruzan el desierto hasta Arizona. La diáspora de niños que llegan a la frontera sur en busca de asilo es un eje central de la trama, sin embargo, la autora no intenta hacerse suya una voz que no le es propia. El matrimonio es de clase media y es desde esa mirada –sin paternalismo, sin condescendencia, pero con un vasto conocimiento sobre el tema– desde donde Luiselli se aproxima al motivo de los menores migrantes. La autora afirmó en otra entrevista en SModa que, en su caso, no es una «escritora que pueda generar una especie de empaque al vacío, una burbuja dentro de la cual escribir». Trenza, dice, «siempre de manera ficcional», pero hay ciertas fibras que viene siempre de su vida personal y de su experiencia.

«Como miembro de la comunidad hispana, pero en unas circunstancias radicalmente distintas a las de la mayoría, siento que tengo la responsabilidad de usar los espacios que mi trabajo me ha ido abriendo –espacios de publicación, de debate público, espacios de opinión– para abrir y dar más cancha a mi comunidad», sugiere. En ese sentido, cada vez que se embarca en una nueva trama, Luiselli emprende un trabajo inmersivo, casi periodístico. Antes de escribir Desierto sonoro y Los niños perdidos, trabajó como traductora para la defensa de los niños migrantes en la corte migratoria de Nueva York. Para preparar La historia de mis dientes, su segunda novela, colaboró con trabajadores de la fábrica de zumos Jumex en México.

«Creo que quedarse callados no es una opción y que, al contrario, hay que denunciar las cosas de las que somos testigos, sobre todo si se trata de la violencia política, institucional, que ejercen los grupos gobernantes o las clases en el poder», cuenta Luiselli. La labor, dice, requiere de un ejercicio de autoconciencia constante. «De saber desde donde una escribe, reconocer las limitaciones de la posición que uno ocupa y tener sentido común, inteligencia y sensibilidad.» En ese sentido, el texto de Prunetti, traducido en La Marea, deja claro que se puede enmarcar dentro de una narrativa working class aquella escrita por autores de extracción burguesa, y pone como ejemplos a Émile Zola o George Orwell, entre otros.

El intelectual Ramón Fernández, en una carta escrita a André Gide en los años treinta, resumió así una idea que, creo, sigue vigente en nuestros días: «Se trata de ganar a los intelectuales para la causa obrera, haciéndoles tomar conciencia de la identidad que hay entre su quehacer espiritual y su condición de productores.»

La cuestión de la función del arte, la función del intelectual de izquierdas en la literatura, ha sido ampliamente discutida en los últimos siglos. El filósofo Walter Benjamin se preguntaba, en el discurso El autor como productor, por su posición al integrarse en las fuerzas proletarias y el riesgo que corría de convertirse en un simple «patrón ideológico», lo que él llamaba la trampa de la logocracia. Esto es: cuando la obra politizada y comprometida políticamente se convierte en un fin en sí mismo, que capitaliza al intelectual y acaba aplastando aún más a la clase oprimida, la clase narrada. El pensador alemán critica a aquellos autores que solo se sirven de la «tendencia», pero se olvidan de que tal rendimiento tenga una calidad verdadera.

Las reflexiones de Luiselli en torno a la posición que ocupa cada vez que se embarca en un libro son interesantes y dejan patente que existe en la autora una autoconciencia latente en todo el proceso. «Cada uno de mis libros ha requerido de mí un periodo de entender cuál va a ser el proceso entre el método y el resultado, y me interesa sobre todo acortar la distancia entre esos dos puntos. El proceso mediante el cual escribo un libro tiene que dejar como resultado sus huellas dactilares, de forma que el lector que se acerque al proyecto pueda ser conducido a las raíces de este», concluye Luiselli.

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  • Paola Estrada Villafuerte | 21 agosto 2021

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