¿Sigue viva la contracultura?

Hablamos con Jordi Costa y Germán Labrador sobre las raíces históricas de la contracultura y su situación actual.

Gente tocando música en Griffith Park. Los Angeles, 1967

Gente tocando música en Griffith Park. Los Angeles, 1967 | Kent Kanouse | CC BY-NC

Podemos encontrar en la historia movimientos con suertes dispares que desafían las normas establecidas, que rompen con la moral de su tiempo con una explosión creativa y con potencial revolucionario. Se trata de la escurridiza contracultura: cuando el poder la atrapa ya ha mutado en otra forma. Pero siempre va más allá, mezclando cultura y vida, desafiando los límites de la idea de cultura. En esta entrevista hablamos con dos estudiosos del tema: Jordi Costa y Germán Labrador. Costa, jefe de exposiciones del CCCB y escritor, ha publicado Cómo acabar con la Contracultura (Taurus: Barcelona, 2018). Labrador, profesor de la Universidad de Princeton, ha publicado Culpables por la literatura (Akal: Madrid, 2017).

Para empezar: ¿Como podríamos definir contracultura? Es una palabra difícil de clasificar…

Jordi: El término puede identificar un determinado momento histórico –que en el contexto norteamericano coincidiría con la segunda mitad de los sesenta y principios de los setenta y que en España estaría más o menos delimitado entre el 1968 y el 1978, aunque sus ramificaciones alcanzarían hasta la Movida de los ochenta–, pero también es algo que puede definir un fenómeno que se ha dado en todas las sociedades occidentales en diferentes momentos de su historia: la confluencia de una serie de respuestas a los discursos hegemónicos a través de un impulso revolucionario que no coincide exactamente con una militancia política, sino que prefiere expresarse a través del arte o de la transformación de lo vital, de lo privado y personal.

Germán: Contracultura es un término elástico. Por un lado, sirve para denominar las respuestas de una generación frente a la crisis cultural de la Guerra Fría. En los años sesenta y setenta, a ambos lados del telón de acero la juventud se enfrentaba al imperialismo, al racismo, al autoritarismo, a la falta de libertades. Era una crisis política pero también cultural, de las formas de vida. Se cuestionaba la organización del trabajo, el tiempo, la familia, la sexualidad, la ciudad… La contracultura en ese contexto era una estética y una ética. El concepto incluye el movimiento hippy, la canción protesta, el arte urbano o el teatro independiente. Cuestiones clave hoy en día, como la ecología o los derechos civiles, arrancan ahí, aunque tengan raíces anteriores. Es el momento de las luchas de emancipación anticoloniales. También nacen en ese momento la revolución digital y el llamado capitalismo creativo.

Vuestros libros hablan sobre los años setenta principalmente. Parece ser que los parámetros de la contracultura de esos años son imposibles de reeditar. El caso de Ajoblanco es claro en ese sentido. ¿Cada momento histórico tiene su propio underground? ¿O vivimos en un momento en el que el capitalismo ha matado cualquier posibilidad de un movimiento así?

J: Decía Mark Fisher, a tenor de su teoría del realismo capitalista, que hoy en día nos resulta a todos más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. A pesar de algunos aspectos en los que discrepo, el ensayo La conquista de lo cool de Thomas Frank aborda un momento relevante: aquel en el que la utopía se transforma en mercancía. Una mutación que podría encontrar otros reflejos, como el del paso del yippie al yuppie que vive Jerry Rubin o, en un ámbito más cercano, la deriva liberal de una figura como la de Escohotado. El tiempo de la contracultura pasó, pero su memoria sigue presente, alentando otras contraculturas que a menudo no sabemos ni siquiera ver por una cuestión de desgaste generacional de la mirada y la ilusión.

G: Por definición, cualquier proceso histórico es diferente de otro. Se dice que la historia no se repite pero rima. No obstante, las circunstancias en las que cada momento contracultural se expresa varían mucho. En los años sesenta y setenta, se da un tremendo conflicto entre generaciones que coincide con el comienzo de una transición profunda en el capitalismo occidental. En esos años comienza la transformación del modo de producción fordista en neoliberalismo. Las fábricas se marchan a Asia, se acaba con una cultura de derechos, puestos de trabajo estables y salarios competitivos, y emerge un capitalismo creativo, de deseos y servicios, basado en el marketing no de productos sino de imágenes de productos. Este capitalismo avanzado reelabora y coopta las contraculturas del momento pero también destruye y rechaza otras.

Hay momentos históricos en los que la contracultura emerge del underground. ¿Cuándo se produce esa emergencia?

J: Se produce cuando urge consumar un proceso de desafiliación, una ruptura clara y directa con lo que podríamos llamar la «cultura de los padres». Y empieza a morir cuando esa cultura de los padres advierte el potencial de la contracultura como mercancía y lo asimila y explota

G: Como dice Jordi, la ruptura generacional en los años sesenta es brutal, y adopta formas represivas claras, carcelarias y psiquiátricas. En España, la aprobación de la Ley de Peligrosidad Social en 1970 es un ejemplo de manual. Persigue formas de vida y no delitos: los hippies, los gays, los «enfermos mentales», los desempleados, los consumidores de drogas o los usuarios de pornografía eran todos susceptibles de persecución. Los valores patriarcales de la cultura franquista reaccionaban con rigor frente a la juventud alternativa. Represión y cooptación son estrategias compatibles: por un lado, se reprimen las prácticas contraculturales, pero por otro también van cambiando la cultura hegemónica.

Hippies en la casa del White Panther Party, Michigan

Hippies en la casa del White Panther Party, Michigan | Wystan | CC BY-SA

Es curioso cómo se adapta de manera muy creativa y diferente en cada país. Jordi, en tu libro ofreces ejemplos de simbiosis, encuentros y coincidencias muy bizarras para quienes no conocen el tema. ¿El underground penetró de una forma especial en España?

J: Sí, lo interesante de cada contracultura son las formas propias que adopta en cada contexto. Decía Pau Malvido, uno de los grandes cronistas de la contracultura española –y también uno de sus mártires–, que el hecho de que la España de los 60 estuviera tan aislada hizo que nuestra contracultura no fuera mimética. Por supuesto, hubo mensajes llegados desde fuera que la inspiraron y activaron, como el rock psicodélico que introdujeron los soldados de las bases americanas o los cómics underground, pero el que esa psicodelia interactuara con los márgenes más antiacadémicos del flamenco o que nuestros dibujantes decidieran retratar el lumpen local creó formas únicas y propias.

Hay expresiones de contracultura, la ola de los setenta en concreto, que se acaban. ¿Cuáles fueron los factores que acabaron con la contracultura de los setenta?

G: De un lado, hay un cambio de ciclo global a comienzos de 1981, con la presidencia de Reagan y el comienzo de la contrarrevolución conservadora. Es el año de los disturbios en Inglaterra contra Thatcher. Es la España del «falso» golpe del 23-F, que marca un antes y un después en el clima de reivindicaciones. Ideólogos de la ultraderecha actual, como Bannon, sitúan justo ahí el origen del movimiento neocon. Hoy todas las alt rights quieren acabar con las herencias de las revoluciones contraculturales de los años sesenta. Podríamos decir que es un lugar común también entre determinada izquierda.

J: Tampoco hay que desdeñar un proceso del que he hablado al principio de la entrevista: la transformación de la utopía en mercancía por parte de los mecanismos de asimilación de la cultura hegemónica. Es un proceso mediante el cual se extirpa de la herencia contracultural todo su potencial de transformación para dejarlo en su superficie, en una imagen, en una estética; un simulacro, en definitiva.

¿Y en el Estado Español en concreto?

G: A comienzos de los ochenta, el capital prepara su contraofensiva cultural. Pero en España esto sucede mientras se impulsa una nueva cultura de estado, una cultura democrática que va a permitir la incorporación de importantes secciones de la juventud. En este contexto es clave el apoyo que recibe la música rock. 1981 y 1982 son los años de giras multitudinarias. Expresiones antes reprimidas pasan a ser masivas. Se las apoya y generan beneficios. Hay entonces –no solo en España– una compleja confluencia entre contracultura, propaganda, espectáculo, sociedad de masas, cultura popular y beneficios. Es un mundo extraño donde conviven heroinómanos, antiguos revolucionarios, divas pop, gestores culturales y jóvenes quinquis. Esa porosidad social y esa mezcla son un fermento típico de las contraculturas.

J: Pero al mismo tiempo, el modelo de cultura que entroniza y fomenta el estado acaba configurando eso que Guillem Martínez bautizó en su día como «cultura de la transición» y que, en un plano puramente estético, está estrechamente asociado a eso que podemos llamar el «gusto socialdemócrata», que no es otra cosa que la celebración del punto medio, de lo no problemático, la negación de los extremos más inasumibles de lo contracultural para dar forma a un modelo de consumo (que no de vivencia) entendido como un bálsamo que, por otro lado, otorga al espectador cierta pátina de prestigio o distinción cultural. Se pasó de una utopía antijerárquica a una jerarquización de valores culturales. El hecho de que, por ejemplo, la historieta haya dado paso a la novela gráfica o que la televisión haya acabado abrazando el concepto de nueva ficción televisiva son algunos síntomas recientes de que esa operación sigue gozando de buena salud.

¿Te acuerdas? Contracultura a la española | RTVE

Hablemos del momento actual. ¿Crees Germán que existen formas de underground, de contracultura, a nuestro alrededor?

G: Sí, claro. Hay grafiti, música, tejidos asociativos, cooperativas típicamente contraculturales. La oleada del 15M fue contracultural y tuvo una dimensión global. Los movimientos de 2011 pueden pensarse también como revoluciones culturales. Redes de solidaridad radical, comedores clandestinos, hacktivistas, movimientos como 15MpaRato, las mareas verdes y blancas. En el auge global del feminismo hoy vemos también tensiones propias de una contracultura que deviene hegemónica. Veganos, animalistas, decrecentistas, extincionistas, Fridays for Future… También los que se ocupan de las diásporas globales. Hoy son, y van a ser, la revolución contracultural pendiente.

¿El trap o la nueva música urbana,  el éxito de Rosalía, son nuevas formas de contracultura? ¿O la última moda al servicio del mercado?

G: El trap y otros ruidos afines no provienen de ese universo activista. Pero sí de un territorio cercano. Es la música de los hijos de la crisis del 2012. De ese 20 por ciento de niños en riesgo de exclusión social. Eran invisibles y se hicieron visibles con su música. Chavales de barrio, condenados a formas de pobreza contemporáneas, en un entorno precarizado y enrarecido. Pero vienen armados, poseen una inmensa riqueza cultural. Son hijos de la inmigración, del multiculturalismo, del acceso a internet y el do-it-yourself. Autodidactas, han aprendido a pinchar, a rapear, a componer, a promocionarse, a organizar sus propios conciertos, sus propias marcas…

J: El trap es uno de esos territorios que la mirada de algunos hijos de la contracultura subestima por puro prejuicio generacional. Críticos musicales que descalifican al trap por su ejecución técnica y excelencia siguen el gusto socialdemócrata. Creo que es importante subrayar que no es estrictamente necesario venir del activismo para tener un potencial contracultural: basta formular el discurso desde la intemperie, desde lo vital… En la España de los setenta, Contracultura y resistencia política caminaron juntas bajo el franquismo: al llegar la democracia, la Contracultura se convirtió en esa suciedad caótica que la izquierda necesitaba domar o esconder bajo la alfombra. El caso de Rosalía es distinto: es una artista que parece haber comprendido a la perfección las mecánicas del mercado para infiltrarse en ellas y conseguir articular un discurso propio, lo que es perfectamente legítimo, pero no necesariamente contracultural. Por otro lado, sin ánimo de repartir carnets de pureza contracultural, una escritora como Cristina Morales, con un feroz discurso contra lo hegemónico y de madera contracultural, aprovecha la dotación económica del Premio Nacional de Literatura para seguir creando en libertad.

¿Qué relación debe tener la gestión cultural institucional con la contracultura? ¿Colaborar con instituciones culturales debilita su potencial disruptivo?

G: En mi opinión, la contracultura siempre surge en zonas interpuestas. No hay pureza ahí, sino desplazamientos de energías, personas y saberes, que se pueden interconectar creativamente en un espacio de menor gravedad social. En ese sentido, hoy las instituciones culturales son potencialmente espacios muy proclives a acoger cruces e intercambios. Máxime en un contexto de precarización radical. Aquí pueden funcionar como refugios para una cultura crítica o experimental. Hace treinta años contracultura y economía precaria eran polos opuestos, porque la contracultura se concebía también como rechazo a la proletarización, a la esclavitud del salario, y como defensa de una vida más plena y más libre. Hoy son casi sinónimos. Hace treinta años las instituciones burguesas eran enemigas a batir, hoy parecen más casi como flotadores.

J: Creo que aquí podría aplicarse algo de lo que he dicho sobre Cristina Morales. Mientras la institución acoja y no amanse, mientras la institución se deje infectar y desestabilizar por el discurso del creador libre, creo que puede haber siempre una intersección fértil para ambas partes.

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  • Oranda Style | 15 marzo 2020

  • Quim Torres | 25 noviembre 2020

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