Pornografía de interior

En la era digital el porno vira hacia una democratización del exhibicionismo e hipervisibilidad del espacio privado despojado de glamour.

Concierto de flauta, 1905

Concierto de flauta, 1905 | Wilhelm von Gloeden | Dominio público

De la fetichización del espacio privado en el cine pornográfico al exhibicionismo democratizado y sin edulcorantes en la era digital. Las imágenes que pueblan hoy las páginas de contactos trasladan el imaginario sexual a una versión descuidada y cutre de la intimidad. El porno amateur llega a abolir el filtro de la imagen fabricada de antaño, abandonando el glamour clásico en favor de una extraña fealdad que despierta fascinación y rechazo.

Cuando el cineasta John Waters visitó Madrid en 2011 por invitación del festival Rizoma, solía recomendar a todo aquel que cruzara unas palabras con él una página web que, por entonces, le tenía realmente fascinado. La página era «luriddigs.com» y, en ella, un grupo de incisivos expertos en estética desgranaban una serie de afiladas e ingeniosas críticas sobre el interiorismo de una serie de fotos seleccionadas entre el rico corpus que ofrecen las webs de contactos para la comunidad gay. Bajo el subtítulo de Horrifying Gay Amateur Interiors, Lurid Digs propone un singular desvío de la mirada, que, ante la imagen de un individuo que se fotografía recostado frente a un espejo con el culo en pompa, prefiere detenerse, por ejemplo, en la incongruencia de la parca profundidad de las estanterías de la estancia, una de las cuales aparece ocupada por un tren eléctrico –el único objeto idóneo para un mobiliario tan poco preparado para acoger una modesta biblioteca-. O fijarse en la suciedad que la luz del flash desvela en la superficie del espejo en cuestión, «en el que parece que un gorila haya estado practicando sus técnicas de beso con su propio reflejo». Otra imagen en la que un hombre de mediana edad, acostado en un sofá de skay amarillo, está haciéndole una felación a su obeso compañero, que apoya su rodilla sobre uno de los extremos del mueble, inspira una hilarante reflexión acerca de la adecuación de las gamas cromáticas del entorno en nuestros momentos de intimidad: «Como gays, tenemos el deber moral de aconsejarnos entre nosotros y enseñar al resto del mundo qué colores nos favorecen más cuando estamos desnudos. Y estas paredes (amarillo chillón) no entran en esa categoría». La instantánea de un joven de aspecto filohippy que posa, hierático y desnudo, delante de una chimenea motiva un elaborado comentario que, de entrada, se centra en la colección de fotos familiares colocadas sobre una repisa: «la colección de fotos familiares (que empieza con la de un posible tío Alberto, tomada a mediados de los años cuarenta) resulta, sin duda, contraproducente para satisfacer sus obvias intenciones de echar un polvo, pues puede ser confundido con alguien con una familia, una vida… ¡un corazón!». El texto desemboca en la conclusión de que, probablemente, el tipo sea un Libra, dada la obsesión por la simetría que parece regir la disposición de dos butacas idénticas a cada lado de la imagen.

La era digital no solo ha abierto las puertas a una democratización del exhibicionismo, sino también a una hipervisibilidad del espacio privado… despojado de todo glamour, desbordante de incómoda domesticidad.

En el fondo de Lurid Digs hay algo más que una elaborada e ingeniosa broma: es, también, ejemplo sintomático de la emergencia y consolidación de un nuevo imaginario sostenido sobre el torrente de imágenes eróticas y pornográficas no profesionales que proporcionan hoy las redes. Frente a la sofisticación del cine erótico de los setenta, que mitificó todo un universo de mobiliario pop que parecía emular la voluptuosidad de las formas orgánicas –y que suponía una festiva impugnación del racionalismo–, y a las direcciones postmodernas de un cine porno que, en los años ochenta y noventa, tendió a la hipérbole del lujo tanto a través de las heladas coreografías del deseo de un Andrew Blake como de las ampulosas superproducciones de Private, la era digital no solo ha abierto las puertas a una democratización del exhibicionismo, sino también a una hipervisibilidad del espacio privado… despojado de todo glamour, desbordante de incómoda domesticidad. Como revela el ejemplo de Lurid Digs, a menudo la relación que se establece entre la mirada del observador y el sujeto expuesto marca una distancia insalvable que, a menudo, suele ser puramente estética, pero que, en muchas ocasiones, puede ser, también, una distancia de clase.

El 17 de agosto de 2004 la revista de información para la comunidad LGTB The Advocate dedicaba un reportaje a la publicación del libro Obscene Interiors del fotógrafo Justin Jorgensen. En el subtítulo de apoyo al titular se subrayaba que la obra «explora lo que resulta realmente estomagante del porno por Internet: el mobiliario de la gente». El libro se componía de una selección de imágenes recolectadas en varias web de contactos gay, que Jorgensen retocaba, vía Photoshop, para convertir a cada individuo en una impersonal y anónima silueta recortada sobre un fondo doméstico atroz: los irónicos comentarios al pie de cada imagen –por ejemplo, «este cojín sería absolutamente maravilloso si estuviese en llamas y cayendo desde un puente» o «antes de empezar a decorar, es importante escuchar al espacio vacío… Esta habitación está susurrando: puedo ser divertida, funky y retro. Pero no estoy seguro de que nadie esté escuchando»– acababan proponiendo un zumbón ensayo observacional sobre la incapacidad masculina para la decoración de interiores. Esas imágenes de una carne triste, ofrecida en diversos puntos del planeta, revelaban una serie de constantes, como las muy comunes tendencias de colocar plantas de interior muertas en visibles pedestales o de usar bafles como rinconeras. El juego de siluetas proporcionaba un subtexto inquietante que quizá el fotógrafo no había contemplado: había algo de sugerencia postapocalíptica, algo cercano al escenario de una Hiroshima global tras una detonación atómica, que podría extender una invitación a preguntarse si nuestras íntimas lubricidades habrán dejado algún tipo de huella en los espacios que las acogieron.

¿Cuáles son los espacios para el sexo? Entrevista a Rosa Ferré y Adélaïde de Caters, comisarias de «1000m2 de deseo»

En la línea de esta última reflexión podría situarse la serie «Empty Porn Sets» de la fotógrafa británica Jo Broughton, fruto de sus años como ayudante del director de cine porno Steve Colby, retirado en 2007. «Empty Porn Sets», con sus dormitorios con sábanas de satén rosa y la significación que, en un extremo de la imagen, podía alcanzar un dildo, un frasco de lubricante o un tacón alto, funcionaba como elegía por un tiempo perdido, propio de la era predigital, donde la fetichización del espacio (en el cine X) formaba parte esencial en la construcción de un imaginario libertino.

A cualquiera le basta con un breve recorrido por páginas de contactos, no necesariamente gays, o de porno amateur para caer en la cuenta de que el pésimo gusto en interiorismo no es exclusivamente masculino: quizá un exhaustivo trabajo de campo podría permitir establecer alguna relación de causalidad entre las inclinaciones estéticas de la comunidad swinger española y la abundancia de recio mueble castellano en sus fotografías compartidas en la web, aunque eso se escapa al alcance de este post.

Lo que se ha abolido es el filtro, la imagen como fabricación. Y, por lo tanto, como espejismo. En esta nueva democracia de la lubricidad, el sexo es un fogonazo de luz de hospital en una habitación solitaria. Y mal decorada.

Lo cierto es que la era del porno digital tanto permite sostener una idea como su contraria. Cuando alguien, pongamos por caso, empieza a flirtear con la idea de la escasa compatibilidad entre el mobiliario IKEA y la imagen pornográfica, dos propuestas internáuticas pueden surgir a su paso para quitarle la razón o plantarle la semilla de la duda: el difunto Tumblr Just Another Ikea Blog consistía en una colección de GIFS de imágenes porno de muy diverso origen (amateur), en las que habían sido identificadas, con la tipografía canónica de la compañía, todos los modelos del catálogo IKEA con su correspondiente precio. Cada imagen iba acompañada de enlaces tanto al vídeo original como a la propia posición del objeto en el catálogo oficial de IKEA. Fue precisamente la compañía la que propició el cierre del Tumblr tras su amenaza de emprender acciones legales. Idéntico aviso han recibido los responsables de la página «hotmalm.com», que, en su diseño, intenta evocar la disposición y el funcionamiento de algunas destacadas plataformas para la imagen pornográfica de la era digital –YouPorn, PornoTube–, pero que consiste básicamente en imágenes diversas (y vacías de figuración humana) de una de las propuestas más celebradas de la multinacional del mueble: la línea de camas Malm. Cuando el usuario pincha en cada una de esas imágenes, accede al catálogo de IKEA, lo que, en un primer momento, llevó a pensar en una imaginativa campaña publicitaria promovida por la propia empresa. Cuando IKEA se manifestó públicamente para transmitir su profunda incomodidad con esa web, sus portavoces dejaron claro que no se trataba de ninguna sanción moralista motivada por el muy conceptual –y aséptico– guiño al imaginario pornográfico: lo que motivaba su reacción tenía más que ver con la confianza establecida entre corporación y cliente. Todo cliente de IKEA tiene que estar absolutamente seguro de si el mensaje que está recibiendo es comunicación oficial de la empresa o no. Quizá ahí se abra una brecha para entender cuál es el secreto de la extraña fascinación –a veces ante el horror o la fealdad– que proporciona la imagen pornográfica amateur frente a las que venían amparadas por un sello corporativo o de autor –Private, Thugson, Salieri, Blake–: lo que se ha abolido es el filtro, la imagen como fabricación. Y, por lo tanto, como espejismo. En esta nueva democracia de la lubricidad, el sexo es un fogonazo de luz de hospital en una habitación solitaria. Y mal decorada.

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