Optimismo enfadado en un mundo sumergido: una conversación con Kim Stanley Robinson

Reflexiones desde la ciencia ficción sobre los escenarios que plantea el cambio climático y reivindicación de la imaginación para encontrar soluciones reales.

Kim Stanley Robinson | Ilustración de José Antonio Soria | CC-BY

Kim Stanley Robinson | Ilustración de José Antonio Soria | CC-BY

Kim Stanley Robinson es uno de los autores de ciencia ficción más reputados y uno de los principales exponentes de la climate fiction. Su obra, situada en un futuro cercano, nos aproxima a conceptos como el antropoceno, la terraformación o el postcapitalismo. Con él analizamos la vinculación entre la crisis ecológica y la económica, poniendo el énfasis en la necesidad de una nueva economía política. También exploramos el rol del arte y la literatura a la hora de formular futuros posibles, la importancia de la imaginación para encontrar soluciones y la defensa del optimismo y el humor ante el escenario al que nos enfrentamos. Esta entrevista, realizada por José Luis de Vicente, forma parte del catálogo de la exposición Después del fin del mundo, en la que el escritor participa con un prólogo audiovisual.

Se dice que las novelas de tu Trilogía de Marte (Marte rojo, Marte verde y Marte azul, 1992-1996) son quizás el ejemplo más logrado del uso del concepto de «terraformación» en la ciencia ficción, o sea, la posibilidad de que el ser humano puede transformar un planeta entero para hacerlo habitable y reproducir condiciones semejantes a las de la Tierra. La Trilogía de Marte explora la idea de que todo proyecto de terraformación necesariamente sería no solo técnico, sino también político. Como escribe McKenzie Wark en Molecular Red: A Theory of the Anthropocene, en tu versión de Marte, «las cuestiones de la naturaleza y la cultura, la economía y la política nunca pueden ser tratadas aisladamente, ya que todos los niveles tienen que organizarse de forma conjunta».

En la Trilogía de Marte, ¿en qué consiste la terraformación entendida como proyecto político, y qué nos dice acerca de la transformación de la Tierra por la mano del ser humano?

Hace unos veinte años, empecé a leer en la literatura especializada de las ciencias planetarias que Marte era un planeta inusual. Se encontraba fuera de la zona habitable del Sol, y, dado que tenía agua y otros gases volátiles congelados que necesitamos para vivir en la Tierra, cabría la posibilidad de calentar el planeta y liberar esos gases para básicamente recrear una atmósfera, y luego introducir el patrimonio genético, las formas de vida y la biosfera de la Tierra en el contexto marciano. Esta combinación permitiría conseguir algo nuevo parecido al Alto Ártico o a Siberia, un espacio humano que sería habitable sin tener que usar trajes espaciales. De hecho, Carl Sagan fue el astrónomo que de manera muy destacada hizo hincapié en esto. Era una idea bastante de ciencia ficción, pero factible en el mundo real.

Y esa historia no se había escrito. Había sido concebida en la teoría y, de manera muy vaga, en la ciencia ficción: historias de viajes rápidos y fáciles por la galaxia en los que si te encuentras un planeta que está congelado lo calientas. Una superciencia de ingenieros cósmicos. Pero fue a raíz de la suposición de Sagan de que Marte es un lugar donde realmente es posible llevar esto a cabo con la ingeniería humana actual o de un futuro próximo cuando el planeta rojo resultó apropiado para ello. Se trata de una idea nueva en la historia, que no acaba de encajar con ninguna idea previa de la actividad humana. No consiste exactamente en crear una civilización; bueno, sí, pero también hay que crear la matriz física para esa civilización. No es como la llegada al Nuevo Mundo, cuando los europeos descubrieron las Américas y casualmente exterminaron a los habitantes autóctonos y los sustituyeron por su propia civilización, ya que en Marte no hay nadie. Bueno, desde que escribí mi libro se ha sugerido que todavía podría haber vida bacteriana; la probabilidad no es alta, pero tampoco es algo imposible.

La construcción de ese nuevo mundo sería un proyecto multigeneracional, y además, obviamente, la civilización humana que lo ocuparía sería nueva. Cultural y políticamente eso sería un avance, porque permitiría no reproducir las viejas fórmulas aplicadas a lo largo de la historia en la Tierra. Como proyecto multigeneracional, sería algo parecido a la construcción de las catedrales europeas, en que ninguna generación preveía terminar la obra. En el momento en que la obra estuviese ya a punto de completarse, la civilización que se encargaría de ella sería distinta de la que inició el proyecto.

Terraforming Mars: How to Turn the Red Planet Blue | Futurism

Toda esta idea, y la novela, era también una manera de hablar de lo que estamos haciendo en la Tierra. Era un ejercicio de modelismo, con un ejemplo miniaturizado de construcción de un mundo, de una civilización. Pero lo que el escenario de Marte me aportaba, y aporta a toda la humanidad, es la idea de que el sustrato físico del planeta también forma parte del proyecto, y tenemos suficiente poder como para influir en él. No para crearlo, no para controlarlo del todo, no para modificarlo completamente, porque es demasiado grande y no tenemos tanta capacidad de manipular los grandes sistemas implicados, ni disponemos de la cantidad de energía necesaria, pero sí tenemos suficiente como para desordenarlo todo y modificar el sistema sutilmente.

Creo que esto fue la antesala de la idea del Antropoceno. El Antropoceno es precisamente el momento geológico en el que la humanidad se convierte en factor geológico, y constituye un ejercicio de la ciencia ficción explicar que dentro de cincuenta millones de años los descendientes de la humanidad, u otra civilización alienígena, mirarán la Tierra y dirán: «Ese fue el momento en que la humanidad empezó a tener un impacto sobre las cosas equivalente al de los volcanes o los terremotos». Así pues, mi Trilogía de Marte es una historia de ciencia ficción contada en el contexto cultural contemporáneo como un modo de definir lo que estamos haciendo en este momento. Eso se proponía mi proyecto sobre Marte, y ahora el concepto de Antropoceno ha pasado a formar parte de nuestro marco mental.

Siete años después de la publicación de Marte rojo, en el año 2000, se empezó a utilizar el término Antropoceno y fue objeto de debate. Tengo curiosidad por saber qué opinas sobre la ascendencia y la centralidad que está teniendo en los últimos años, y sobre qué importancia tiene hoy en día política y socialmente como prisma para comprender el estado del mundo en el siglo XXI.

En cuanto al concepto de Antropoceno, yo creo que cuando los científicos acuñaron el término por primera vez lo que querían era intervenir políticamente. Querían decirnos que si el impacto de la humanidad sobre la Tierra es en gran parte negativo en términos ecológicos, y si consideramos que este impacto es muy significativo, hasta tal punto que hemos generado un nuevo período geológico, entonces tenemos que hacer un cambio de mentalidad en cuanto a nuestras actitudes ante lo que estamos haciendo con nuestro sustrato biofísico. Y una de las ideas que creo que el concepto de Antropoceno pone sobre la mesa es que la Tierra es nuestro cuerpo, y podemos modificarlo sutilmente, podemos tener impacto sobre él, podemos enfermar.

«Procesos que en el pasado debieron de durar tres, cuatro, cinco millones de años, o incluso más, cincuenta millones de años, están teniendo lugar en tan solo cincuenta años, es decir, un millón de veces más rápido. No hay forma de saber qué sucederá.»

Si desencadenásemos bucles de retroalimentación en el sistema biofísico —que provocasen que las temperaturas se disparasen o que la concentración de metano en la atmósfera, medida en partes por millón, llegase a niveles altísimos—, no tendríamos el poder de revertir esos bucles. Se piensa que en los inicios de la formación planetaria Venus tuvo una atmósfera similar a la de la Tierra, y que ese planeta es el resultado de una serie de bucles de retroalimentación incontrolados que generaron gases de efecto invernadero. Ahora la superficie de Venus recibe una presión noventa veces superior a la de la Tierra, y la temperatura es tan alta que el plomo llega a fundirse. Probablemente en la Tierra no llegaríamos a tales extremos, porque estamos muchísimo más lejos del Sol que Venus, pero es innegable que en el pasado ha habido épocas en que la Tierra ha sido una bola de hielo, sin una sola gota de agua fundida, y también ha habido momentos en que ha sido un planeta cubierto de selva, con toda el agua fundida, sin un ápice de hielo en todo el planeta. Y eso ha sido debido a los extremos naturales relacionados con la órbita planetaria y a bucles de retroalimentación de la atmósfera generados por procesos naturales. Sin embargo, aunque es verdad que lo que está haciendo la humanidad —que conduce a la necesidad de acuñar el término Antropoceno— nos está llevando a situaciones que ya se han producido anteriormente en nuestro planeta, nunca se habían dado a una velocidad tan extraordinaria como la actual. Procesos que en el pasado debieron de durar tres, cuatro, cinco millones de años, o incluso más, cincuenta millones de años, están teniendo lugar en tan solo cincuenta años, es decir, un millón de veces más rápido. No hay forma de saber qué sucederá.

El término Antropoceno se ha extendido rápidamente en el ámbito universitario, en contextos discursivos y de la cultura, y es objeto de análisis y debate. Todo el mundo llega a conclusiones distintas en cuanto a su significado, y se le han dado nombres alternativos como Capitaloceno, término que da a entender que no es solo la humanidad, sino el capitalismo, lo que está causando este impacto.

Me preocupa que nos hayamos tragado el concepto de Antropoceno y ya no le demos la importancia que tiene; la profunda conmoción que debería implicar ha quedado ya difuminada dentro de uno de nuestros juegos de ideas.

New York 2140 (2017), tu primera novela publicada después de la firma del Acuerdo de París, tiene lugar en un mundo que se está adaptando a los efectos catastróficos del cambio climático, pero también que trata de evolucionar más allá de nuestro actual modelo económico. En el libro, la crisis ambiental a escala planetaria y la crisis del capitalismo causada por el colapso financiero del año 2008 se presentan como dos acontecimientos entrelazados. La novela sugiere que la historia de los próximos doscientos años estará marcada por la interrelación de estas dos crisis.

En New York 2140 quería que la subida del nivel del mar fuese lo bastante considerable como para que el Bajo Manhattan se convirtiese en una Venecia, en una especie de símbolo gigantesco del cambio climático que estamos viviendo. Por eso he situado la novela en el año 2140, que es dentro de 120 años. Por motivos de plausibilidad, es necesario todo ese tiempo para que el mar suba hasta ese nivel y para que yo pudiese contar lo que quería en mi historia.

Pero la verdad es que en el presente ya nos encontramos en ese momento de cambio climático y crisis. El proyecto político sobre el que discurre mi novela debería aplicarse ya ahora, no dentro de 120 años. En el mundo real, nos encontramos con la necesidad de que nuestro sistema económico tenga en cuenta el daño causado al ecosistema y pague por él.

Tenemos que descarbonizar nuestra forma de crear energía y la forma en que nos desplazamos en este planeta. Y eso tiene que ser, si no rentable, asequible. Las personas tienen que ser remuneradas para llevar a cabo esa tarea, porque se trata de un proyecto de gran envergadura. No es un problema de dificultad tecnológica —ya disponemos de paneles solares, de coches eléctricos, más o menos hemos solventado los problemas técnicos en la fase prototípica—, sino que la cuestión es que el despliegue generalizado de estas tecnologías es un proyecto humano enorme, equiparable al esfuerzo de unir al mundo entero para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Todo el mundo debería convenir en que, sí, esto es suficientemente importante como para que las carreras profesionales, las vidas de las personas, se dedicasen a la sustitución de las infraestructuras y a la creación de un plan físico, sostenible, de descarbonización para el resto de la civilización.

«En el mundo real, nos encontramos con la necesidad de que nuestro sistema económico tenga en cuenta el daño causado al ecosistema y pague por él.»

Pues bien, el capitalismo, tal como está montado actualmente, no funciona así, porque eso no es rentable. Al mercado no le gusta; y con mercado me refiero —y creo que es a lo que se refiere todo el mundo, aunque no lo reconozcan— al capital, al capital acumulado, y al lugar en el que este quiere colocarse a continuación. Y el lugar en el que quiere colocarse a continuación es aquel donde tenga la tasa de rentabilidad más elevada, de modo que, si invertir en viviendas de vacaciones en la costa española tiene una rentabilidad del 7 % y en cambio construir una nueva central eléctrica limpia en las altiplanicies despobladas de España tiene una tasa de rentabilidad de solo el 6 %, el capital disponible de este planeta destinará antes el dinero, la inversión y el trabajo humano a casas de vacaciones en la costa española que a centrales eléctricas. Así es como funciona, y no hay ningún control sobre eso, exceptuando a los Gobiernos de los Estados nación, que miran, cada uno de ellos, por su propia responsabilidad y su propio poder, y se sienten en competencia con los demás, de tal modo que no quieren perder ventaja diferencial. Así pues, si España ganase una cierta cantidad para su país, pero se sacrificase en beneficio del capital internacional o de otros países, perdería la batalla por tener ventaja competitiva en el sistema capitalista.

Nadie puede permitirse el lujo de ofrecerse para ser especialmente virtuoso en un sistema regido exclusivamente por las ganancias trimestrales y el valor de cotización en bolsa. Allí donde el mercado manda todos luchamos por las migas y contribuimos a que el mercado realice las mejores inversiones posibles. De modo que el dinero disponible puede moverse a cualquier lugar del planeta sin ningún tipo de penalización. El mercado puede decir: «Tanto da qué más suceda, tanto da que el planeta se vaya a pique dentro de cincuenta años y se muera el mundo entero, lo más importante es obtener ganancias trimestrales y mejor cotización en bolsa y una rentabilidad inmediata, instantánea, de nuestra inversión». Así pues, el mercado es como un gigante ciego que nos conduce hacia un acantilado para destruirnos.

Es otra manera de decir que necesitamos un poscapitalismo. En New York 2140 he contado la historia de una revolución popular y una revolución política que crea un poscapitalismo para resolver el problema ecológico, porque es la única solución posible. El mercado no tiene cerebro, ni consciencia, ni moral, ni sentido de la historia. El mercado solo se rige por una consigna, y es una mala consigna, una consigna que solo funcionaría en un mundo en el que las materias primas fuesen infinitas, lo que los ecomarxistas denominan los «cuatro recursos baratos»: alimentos baratos, energía barata, mano de obra barata y materias primas baratas.

No existe ningún lugar nuevo al que poder ir para conseguir recursos baratos; no existe ninguna manera de conseguir alimentos baratos, etcétera. Los «cuatro recursos baratos» no existen, y, sin embargo, el mercado está diseñado para no hacer nada para solucionarlo. Esta historia hay que contarla, y, en cierto modo, ya se está contando, pero también hay que darle forma, y esto es lo que me saca de quicio y termino por desesperarme.

¿Qué necesidad tiene un autor de ciencia ficción de California de reunir todo esto en una historia que todo el mundo está contando? Espero que los integrantes de la próxima generación, los que desarrollarán su propio poder intelectual y ocuparán el poder político y económico, serán los ciudadanos más productivos, al inicio de sus carreras, para cambiar esta historia de arriba abajo. No obstante, a veces me quedo atónito al ver lo inmaduros que estamos a la hora de comprender este sistema.

Has dicho que el Antropoceno no solo implica la transformación de los sistemas ecológicos y de la relación que establecemos con ellos, sino que a la vez requiere una nueva economía política. ¿Podrías desarrollar qué sería una economía política del Antropoceno?

Estamos viviendo un momento en la historia de la humanidad que es excepcional por el hecho —tal vez nuevo y sin precedentes— de que tenemos una economía global. Estamos en un período breve en el que parece que el tardocapitalismo, el capitalismo neoliberal, etcétera, gobierne el mundo, incluso se ha hablado del «fin de la historia»: la idea de que, una vez el capitalismo fuese predominante, sería el orden de cosas preferible, hasta tal punto que no desaparecería jamás. Todo el planeta estaría regido por un sistema capitalista global que seguiría en pie mil años, que no se acabaría nunca, porque ningún otro sistema podría sucederlo.

«El Antropoceno es ese momento en que la expansión capitalista ya no puede seguir creciendo y se produce un colapso del sistema biofísico —el cambio climático—, y entonces tiene lugar un colapso de la economía política.»

Es una idea un poco descabellada, porque siempre se trata de un sistema basado en el crecimiento permanente dentro de un sistema físico que tiene límites y no es infinito en cuanto al tamaño. Pero es que el crecimiento permanente no es posible. Gente como Giovanni Arrighi lo explican con su idea de que el capitalismo se ha apropiado de los recursos naturales y humanos locales, los ha arrastrado hacia usos capitalistas y entonces ha expandido sus poderes (normalmente poderes técnicos, o simplemente político-humanos) para lograr una expansión mayor. Esto se ha dado de Génova a Holanda, de Gran Bretaña a los Estados Unidos…, englobando un campo de acción cada vez mayor que ha sido arrastrado hacia la práctica, producción y acumulación de ganancias capitalistas. Y una vez has arrastrado así a todo el planeta, no hay siguiente paso. Creo que esta es otra definición de Antropoceno: el Antropoceno es ese momento en que la expansión capitalista ya no puede seguir creciendo y se produce un colapso del sistema biofísico —el cambio climático—, y entonces tiene lugar un colapso de la economía política, porque, si tienes un sistema que requiere un crecimiento, una acumulación de capital y unas ganancias permanentes, y ya no puedes mantener más ese ritmo, estalla una crisis que no puede solucionarse con la siguiente expansión.

Si el Antropoceno es una crisis, un final en el camino del capitalismo, ¿qué es el poscapitalismo? Para mí, hay una desoladora carencia de debate y teorización en torno a esta cuestión. Como escritor de ciencia ficción, como licenciado en lengua inglesa, como narrador —no como teórico ni como economista político—, busco un apoyo, busco teorías y especulaciones sobre qué sucederá a continuación y cómo funcionará, y me encuentro prácticamente con el vacío. Conocer el caso de una pequeña ciudad del norte de España, Mondragón, de 170 000 habitantes y una economía de 2 000 millones de dólares, vale la pena y es interesante, pero representa una trillonésima parte del mundo y, a pesar de todo, muy poca gente sabe que existe.

Cuando piensas en los demás poscapitalismos, te encuentras con la nada. Es lo que se conoce como aporía: la no-visión, que forma parte de la cultura humana de hoy en día. Ese es otro aspecto del Antropoceno. Está aquí, pero todavía no nos hemos dado cuenta, y no lo hemos asumido. La situación básicamente ha cambiado, y la economía política vuelve a hacer acto de presencia.

El estudio económico es el análisis cuantitativo y sistemático del propio capitalismo. No lleva a cabo un trabajo especulativo o proyectivo; tal vez debería, o sea, me encantaría que así fuese, pero no es el caso. Nos encontramos ante un momento peligroso, así como ante un signo de demencia e incapacidad cultural. Es como si padeciésemos degeneración macular y nuestra visión de la realidad estuviese nublada por una gran mancha negra justamente en la dirección en la que estamos andando.

Puede que uno de los problemas para desarrollar un modelo económico alternativo sea cómo desarrollar políticas a largo plazo en una sociedad de incentivos a corto plazo. El Acuerdo de París implica comprometerse con objetivos a largo plazo, con un escenario de cero emisiones de carbono en el año 2100, pero no tenemos manera posible de conseguir que los políticos se comprometan con estos escenarios más allá de sus necesidades a corto plazo. Durante la elaboración de la exposición «Después del fin del mundo» hemos debatido mucho sobre la idea de que todos los gobiernos deberían crear un «Ministerio del Futuro» que represente los intereses de los que aún no han nacido pero se verán directamente afectados por nuestras acciones.

Me gusta mucho la idea de un Ministerio del Futuro. Lo que sí tenemos, eso seguro, es una economía mundial, una economía capitalista global. Esto no necesariamente es malo, porque vivimos en un mismo planeta y, por lo tanto, es bueno reconocer que efectivamente es una economía global.

Si las reglas de esta economía global fuesen buenas, no podría haber agentes malos, porque, si todos los países del G20, o sea, el 95 % de la economía, se rigiesen por buenas reglas, los agentes codiciosos no tendrían adonde huir, adonde desplegar su codicia.

Aunque parezca increíble, el Acuerdo de París lo firmaron los países más relevantes, que representan el 98 % de las emisiones de CO2 del planeta, y todos acordaron un plan de acción. Si bien los objetivos que se marcaron cubren tan solo la mitad del camino que debemos recorrer, al menos dentro de unas décadas podremos estar a medio camino de la descarbonización y dispondremos de una base técnica con una huella de carbono neutral, después de la cual el concepto de base técnica con una huella de carbono negativa no es en absoluto inalcanzable. Desde luego, se puede teorizar sobre ello e incluso se puede empezar a llevar a cabo, porque muchas de las actividades con una huella de carbono negativa no son tan difíciles: la reforestación, la creación de turberas… Las tecnologías biológicas que permiten eliminar carbono de la atmósfera no son conceptualmente tan complejas ni incomprensibles para nosotros como personas.

Relato de Kim Stanley Robinson, que introduce la exposición «Después del fin del mundo» | CCCB

Que esto se lleve a cabo dependerá de las decisiones a corto plazo que se vayan tomando. En cambio, si tuviésemos un Ministerio del Futuro… O si los ministerios del Medio Ambiente fuesen suficientemente poderosos como para hablar del futuro como lo hiciesen del medio ambiente… O para hablar de los agentes no humanos del sistema, que son de los más cruciales, en cierto modo más importantes que cualquier grupo de humanos o incluso que cualquier generación de humanos…

Se ven atisbos de una solución. Esto es muy importante para cualquier persona que quiera tener esperanza o para todos aquellos que se den cuenta de que habrá humanos después de nosotros, las futuras generaciones. Es extraño, porque esas generaciones no existen ahora, pero existirán, serán nuestros descendientes e incluso llevarán nuestro ADN. Habrá versiones de nosotros, pero, como no están aquí ahora, resulta muy fácil ignorar las cuestiones que les afectarán.

De hecho, la economía capitalista descuenta esas cuestiones, en el sentido técnico de lo que en la ciencia económica se denomina tasa de descuento. Así, una tasa de descuento elevada en los cálculos económicos del valor —como las amortizaciones o pedir prestado del futuro— equivale a decir: «Para nosotros el futuro no es importante, ellos ya cuidarán de sí mismos»; y una tasa de descuento baja es como decir: «Nosotros nos responsabilizaremos del futuro, creemos que el futuro importa, que la gente que vendrá importa». La elección de la tasa de descuento es una decisión puramente ética y política; no es técnica ni científica, exceptuando, quizás, la recomendación técnica de que, si queremos que nuestros hijos sobrevivan, más vale que elijamos una tasa de descuento baja. Pero este «si» es una aseveración de tipo moral, imaginativa, y menos práctica a largo plazo.

Así pues, la idea de un Ministerio del Futuro me parece genial, o un departamento de la ONU que diga: «Nosotros hablamos en nombre de las personas que vivirán dentro de cien años», igual que en la Constitución de Ecuador hay partes que vienen a decir que el bosque tiene voz en el Parlamento. Sería fantástico. No es utópico, en el sentido de algo sumamente teórico e improbable y un poco descabellado, porque en el contexto del Acuerdo de París encaja como una de las repercusiones, una de las derivadas automáticas o corolarios, de decir: «Bueno, tenemos el Acuerdo de París, ¿cómo lo llevamos a cabo?». Es una de las cosas que sería recomendable llevar a cabo, para que se vea como algo cada vez más práctico.

Me he pasado unos quince años hablando de estos temas, y, hace diez años, cuando decía que se firmaría el Acuerdo de París, la gente decía: «¡Qué va, eso no sucederá nunca!». Como escritor de ciencia ficción utópica, ha sido un momento muy bonito.

Consideramos que la cultura y las artes pueden desempeñar el papel de dar forma a escenarios sociales que demuestren que otros mundos son posibles, y que viviremos en ellos. A tu juicio, como autor de ciencia ficción, ¿qué peso pueden tener las artes, la literatura y la ficción literaria a la hora de contribuir a formular futuros posibles? Parece que imaginar otras formas de vivir es clave para llevarlas a la práctica, para hacerlas factibles.

«Las ciencias tal vez sean la voz cultural dominante para indagar lo que sucede en el mundo y cómo funcionan las cosas, pero para llegar a las sensaciones que nos causan las cosas, al impacto emocional, lo hacemos a través de las artes.»

A lo largo de toda mi vida mi proyecto ha consistido en pensar esa literatura en particular, pero todas las artes están ahí para ofrecernos puntos de vista que nos hablen del significado de la vida humana. En un mundo sin Dios y sin ningún otro tipo de comprensión inmediata de qué hacemos en este universo, eso lo hace el arte. Para mí, la literatura crea significado y nos habla de las sensaciones que nos causan las cosas.

Las ciencias tal vez sean la voz cultural dominante para indagar lo que sucede en el mundo y cómo funcionan las cosas, así como los detalles técnicos sobre cómo y por qué funcionan; pero para llegar a las sensaciones que nos causan las cosas, al impacto emocional, que es algo crucial para la mente y para la vida humana en general, lo hacemos a través de las artes. Podría ser una especie de gestalt, que es lo que buscan las artes, la gestalt que surge de los datos.

Hoy en día, en el mundo de las artes, quizás donde esto se dé de forma más relevante sea en el giro especulativo que han experimentado campos como la arquitectura y el diseño, con el surgimiento de ámbitos como el diseño ficción y el diseño crítico especulativo, o la combinación de la arquitectura y las ficciones sobre el futuro.

Está bien que hagas hincapié en el diseño, porque el diseño es una amalgama extraña, es como un cíborg de ciencia ficción entre el arte y la ingeniería, la planificación, la construcción y la realización de cosas en el mundo real.

Lo bueno del diseño, de la arquitectura y de la ingeniería es cuando tienen ese elemento especulativo y van más allá de lo económico. Esto es lo que me fastidia de la ciencia económica: su adhesión ciega al sistema capitalista, a pesar de su carácter tan destructivo. Se dedican cantidades ingentes de energía intelectual al análisis jurídico pseudocuantitativo de un sistema ya existente que es destructivo. Pues bien, este sistema ya no sirve, porque está echando a perder la infraestructura biofísica, como he mencionado antes.

Así pues, la crítica a la ciencia económica se hace desde sus propias ciencias sociales: la antropología, la sociología, etcétera; y en los ámbitos del diseño y la arquitectura, tenemos aplicaciones utópicas de la concepción que surge de las artes, la visión gestáltica: «¡Ay, ay, que nos vamos a estrellar! Tenemos que enderezar el rumbo, tenemos que inventar una nueva forma de vivir».

¿Cuál sería esa nueva forma de vivir? Los economistas no van a reflexionar sobre ello. A menudo, los artistas no son suficientemente específicos en los detalles técnicos y físicos, y eso hace que puedan ser más novelistas de fantasía que de ciencia ficción; en las artes hay demasiadas posibilidades —y lo sé por propia experiencia— de aportar una respuesta de fantasía, la realización de un deseo. En cambio, cuando uno hace arquitectura, piensa: «Bueno, necesito diez millones de dólares, necesito ese terreno, tengo que arrastrar las vidas de quinientas personas durante diez años de su carrera para poder hacer algo bueno que las futuras generaciones puedan utilizar».

Ahora mis circunstancias profesionales me llevan a conocer a personas así y me fascina la capacidad que tienen de arrastrar a otros hacia la realidad en sí, para hacer cosas en el mundo real. De verdad que creo que mi profesión, pese a algunas dificultades, es sumamente fácil comparado con organizar la realidad, conseguir financiación para ella, llevarla a cabo y cumplir con los códigos de edificación, con las leyes; hacer todo ese esfuerzo para sacar el trabajo adelante. Ahí es donde está el talento, en las carreras inspiradas de la gente que se dedica a cosas así. En general, sobre todo en este momento de mi vida, son los jóvenes los que tomarán el mando del mundo, en el sentido más literal; los que dirán: «Vale, ahora haremos todas estas cosas, porque son sostenibles, porque son justas, porque son necesarias para que la vida humana continúe en la Tierra». Me gusta ser una inspiración para esas personas con mis historias descabelladas.

Uno de los motivos para atribuir un rol a las artes en nuestro futuro es que parece que uno de los déficits que tenemos como sociedad es el déficit de imaginación. Por ejemplo, ¿por qué crees que con el neoliberalismo parece más fácil o tentador pensar en huir del planeta y fundar colonias en Marte que en trascender nuestro modelo económico y social e inventar una forma completamente nueva de vivir en la Tierra? Uno de los personajes de Marte rojo, Arkady Bogdanov, dice: «No solo hemos de terraformar Marte, tenemos que terraformarnos nosotros mismos». ¿Cómo podemos evitar esto?

Si resulta que tienes un problema que parece irresoluble y titánico y entonces alguien viene y te da una solución que es más bien como un juguete, en lugar de ocuparte de ese problema irresoluble y titánico, puedes construir una pequeña maqueta del problema en el suelo y hacer que se desarrolle como a ti te plazca. La tentación es ir a un territorio que sea más simple, más pequeño y más apto para la acción, y por eso pensamos: «Construiremos una pequeña ciudad en Marte». Pero el caso es que eso no funciona como solución a los problemas del mundo, si bien durante un tiempo tratamos de no pensar en eso, porque hay algo atractivo en poder lograr algo en un mundo que parece todo helado.

«La gente todavía tiene el poder en sus manos. Los individuos, si fuesen solidarios entre ellos y si siguiesen un plan político, podrían provocar que los mercados financieros mundiales quebrasen y perdiesen su dominio de la economía simplemente declarándose en huelga.»

Después de la quiebra de la economía mundial en 2008, el sistema neoliberal empezó a parecer un poco más frágil y brutal, menos sólido e inamovible. Veo las cosas de un modo muy diferente. Desde la quiebra de 2008 el mundo está reaccionando de un modo muy distinto a como lo hacía antes. Había una fe ciega en el funcionamiento del capitalismo, incluso aunque no funcionase no se podía cambiar, era demasiado grande para modificarlo. Lo que yo sugiero se inspira en los economistas radicales que provienen de la economía política, de la antropología y de la política de izquierdas, que dicen que simple y llanamente se ha potenciado demasiado el sector financiero mundial y eso hace que sea extremamente frágil y esté expuesto a ser derribado. Porque depende de que todo el mundo pague sus facturas y cumpla sus contratos.

En cuanto a la posibilidad de huir de todo esto, la gente todavía tiene el poder en sus manos. Los individuos, si fuesen solidarios entre ellos y si siguiesen un plan político, podrían provocar que los mercados financieros mundiales quebrasen y perdiesen su dominio de la economía simplemente declarándose en huelga. La huelga es un concepto que todo el mundo entiende, y a la gente no le desagradaría la idea de unirse a los demás y durante dos o tres meses seguidos dejar de pagar la hipoteca o los préstamos recibidos para los estudios, y llamarlo un movimiento político. Sería interesante intentarlo. Siempre y cuando no significase ir a la cárcel, puesto que demasiadas personas estarían haciendo lo mismo y sería imposible encerrarlas a todas, podemos imaginarnos probándolo y ver qué pasa. Del mismo modo que los norteamericanos dijeron: «Pues votemos a Donald Trump y que todo se vaya al traste, a ver qué pasa, tal vez la situación mejore cuando hayamos destruido cosas».

En el Antropoceno parece que podemos encontrar todo el espectro de posicionamientos morales, empezando por los extincionistas que proponen que deberíamos empezar a despedirnos, porque la humanidad ya está abocada a su propia extinción.

La extinción humana, ¡menuda gilipollez! Los humanos buscarán en todas partes y encontrarán dónde refugiarse. Podemos imaginar desastres horribles y que la población humana se reduzca drásticamente, pero la extinción no es planteable para los humanos, y en cambio sí para los demás. Todos nuestros parientes horizontales, los otros grandes mamíferos, se encuentran en graves problemas a causa de nuestra conducta.

De hecho, este enfoque sobre la humanidad a mí me indigna: «¡Uy, tendremos problemas!». ¿Y qué? Nos merecemos tener problemas, nosotros hemos provocado los problemas. Las extinciones de los otros grandes mamíferos… Los tigres, los rinocerontes, todos los grandes mamíferos que no son animales domésticos salidos de nuestras fábricas, se encuentran en graves problemas. Así pues, los esfuerzos humanos deberían centrarse en evitar la extinción de otras especies. No merece la pena preocuparnos por la humanidad, que, pase lo que pase, no se extinguirá. Dentro de diez siglos, la humanidad hará algo, y ese algo es probable que sea más sostenible e interesante que lo que estamos haciendo ahora. La cuestión para nosotros es: «¿Cómo llegaremos hasta allí?». Porque dentro de diez siglos puede que no haya más tigres.

Para mí, este es el peligro crucial de nuestro tiempo: las extinciones. Debemos evitar las extinciones en masa. Convirtiéndonos en un planeta mestizo, haciendo todo lo que se nos ocurra para poder sobrevivir los próximos dos siglos sin extinciones. Como en mi último libro —y esto es un poco simbólico—, trasladando a los osos polares a la Antártida y creando circunstancias singulares de mestizaje durante varios siglos para que puedan sobrevivir. Esa es mi forma simbólica de decir que debemos hacer todo lo posible a este respecto.

Tradicionalmente se te ha considerado un optimista, aun siendo muy fácil gravitar hacia posiciones muy oscuras cuando se escribe sobre los temas sobre los que tú escribes. Hay una frase de Antonio Gramsci que has utilizado para plasmar tu posicionamiento: «El pesimismo del intelecto, el optimismo de la voluntad». Tu optimismo es un posicionamiento moral y político, no consiste simplemente en esperar que ocurra lo mejor. ¿Por qué crees que es necesario defender el optimismo ante este gran problema tan aterrador?

Realmente creo que es importante. Es que tenemos que empezar a hacernos a la idea de que es un problema enorme, que habrá sufrimiento y desastres. Por otro lado, el optimismo en este caso es un optimismo muy enfadado. Slavoj Žižek y otros se han referido al optimismo cruel: «¡Bah, todo irá bien!». Y critican que se ignore a los pobres, los desastres… Arguyen que los que dicen que todo irá bien son personas prósperas. Obviamente, este optimismo simplista que ellos llaman optimismo cruel hace que me pregunte si yo participo de eso. Puede que mis historias de ciencia ficción positivas participen de un optimismo cruel y realmente nos estemos abocando a un desastre muy negro, horrible; puede que participe de una falsa consciencia, de un caminar zombi que se dirige al borde del precipicio.

«Mi historia, el optimismo que yo trato de expresar, defiende que no se producirá ningún apocalipsis, sino un desastre. Pero después del desastre vendrá el próximo mundo.»

He tenido que reflexionar sobre eso y creo que hay una diferencia entre el optimismo cruel y el optimismo enfadado, que entraña el principio gramsciano del pesimismo del intelecto pero también el optimismo de la voluntad. Hay que utilizar el optimismo como un bate, para dar caña a todos los que dicen que estamos sentenciados y que mejor que nos rindamos. Y ese «mejor que nos rindamos» puede ser muy elaborado académicamente. Uno puede decir: «Mira, yo estoy más a favor de la adaptación que de la paliación, no podemos hacer nada contra el cambio climático, lo único que podemos hacer es adaptarnos a él». En otras palabras: «Continuemos con el capitalismo, continuemos con el mercado y no perdamos los papeles. Adaptémonos y optemos a una plaza docente permanente». Porque los que defienden eso acostumbran a ser académicos, y no precisamente del ámbito del diseño o de la arquitectura; en realidad, ellos no son de los que hacen cosas, suelen trabajar en campos como la filosofía o la teoría. Han salido de mis departamentos y están contando una historia que a mí no me gusta. Mi historia, el optimismo que yo trato de expresar, defiende que no se producirá ningún apocalipsis, sino un desastre. Pero después del desastre vendrá el próximo mundo.

Pero en tu versión de Nueva York situada en el año 2140 la vida sigue, hay sentido del humor, la gente aún quiere irse a vivir a Nueva York, porque continúa siendo una ciudad emocionante y viva, a pesar de que haya quedado diezmada por una catástrofe.

Dentro de ciento veinte años, todos los vivos del presente estarán muertos. Los que actuarán serán una cosecha de humanos completamente nueva, otras generaciones. Para ellos, sean cuales sean las circunstancias, serán las circunstancias naturales. Por lo tanto, como escritor de ciencia ficción, tienes que decir: «¿Dentro de ciento cincuenta años? Habrá gente que se divertirá, jóvenes que tratarán de ligar con otros jóvenes para tener sexo, y también habrá complicaciones, y gente que tratará de ganarse la vida y que se divertirá». Esto va en contra del típico «me rindo». Porque el «me rindo» puede ser el optimismo cruel. Ahí hay pesimismo cruel, y no estoy diciendo que Žižek sea necesariamente uno de ellos, pero en el mundo de la academia y de la teoría observo un cierto pesimismo cruel: «Aunque yo sea una persona próspera, aunque probablemente podré hacer de mi hijo una persona próspera, el mundo está hecho polvo y por lo tanto no es necesario que me preocupe por él, porque llegará a su fin». Hay una especie de tesis findelmundista, apocalíptica, según la cual no hace falta que cambie mis comportamientos, no hace falta ni que lo intente, porque el mundo ya está sentenciado.

Algunas de las personas más prósperas del planeta están promoviendo esta visión, con la que evidentemente estoy en desacuerdo, y creo que rehúye el imperativo moral. Tal vez el optimismo sea un poco un imperativo moral, hay que mantener el optimismo, porque, si no, no eres más que un capullo que se ha instalado en su propio mundo diciendo: «Vaya, la cosa está fatal». Es muy fácil ser cínico; es muy fácil ser pesimista. Me gusta incordiar un poco a la gente con esto.

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  • César Valdivieso | 04 junio 2018

  • César Valdivieso | 04 junio 2018

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Optimismo enfadado en un mundo sumergido: una conversación con Kim Stanley Robinson