Carolin Emcke: «Necesitamos un lenguaje de la utopía para acompañar el descontento»

Hablamos con la filósofa y periodista alemana sobre la necesidad de atender a la complejidad de las violencias, el odio y los silencios, y sobre la necesidad de hallar palabras para combatirlos.




De tanto pasarla por el tamiz mediático, la palabra violencia ha acumulado una infinidad de significados, en forma de imágenes y sonidos, y ha terminado implosionando. Vacía por dentro, solo sirve para hacer ruido, y así apuntala los relatos simplificadores que buscan el espectáculo. En contra de esta lógica mediática, la filósofa y periodista Carolin Emcke reivindica la necesidad de atender la complejidad de las violencias que atraviesan nuestro día a día. Y esto, dice, pasa por constatar que violencia también es sinónimo de silencio: ¿Por qué nos hacen enmudecer? ¿Cómo podemos hallar palabras para combatirla? Emcke nos ha hablado de ello con motivo de su participación en el ciclo del CCCB «Las palabras que no tenemos todavía».

«Vivimos tiempos oscuros», afirma reiteradamente Carolin Emcke. Pero la contundencia de su diagnóstico no busca paralizarnos, sino al contrario. Rehuyendo cualquier forma de pesimismo, la filósofa alemana sitúa con claridad los dos desafíos políticos de más urgencia: luchar contra los movimientos y regímenes antidemocráticos, por un lado, y frenar el cambio climático, por el otro.

La novedad que presenta la emergencia climática es, en su opinión, que afecta a toda la humanidad y, pues, nos sitúa en un tiempo de descuento colectivo. Sin olvidar que los efectos del cambio climático no serán iguales para todos, Emcke considera que la imposibilidad de huir de él o evitarlo –que es igual de válida para los negacionistas, pues no hay ningún «sitio exterior» donde escapar– propicia el nacimiento de una lucha verdaderamente global.

Ahora bien, este optimismo va acompañado de un aviso: «Nos urge repensar los instrumentos políticos de los que disponemos para adaptarnos al contexto actual.» No solo porque el futuro del planeta exige rapidez en la toma de decisiones políticas, sino también porque Emcke ve con mucha preocupación cómo, desde hace un tiempo, los movimientos de extrema derecha parecen ser los únicos capaces de vehicular discursos utópicos. Paradójicamente, son unas utopías que casi siempre miran hacia atrás. Movidas por lo que ella llama el «dogma de la pureza», se construyen sobre la imagen de un supuesto pasado ideal e homogéneo –una Europa blanca y cristiana– que ahora ven amenazado. Con este pretexto, elaboran una política que se alimenta de la «paranoia». La pensadora alemana defiende el uso de esta palabra para no perder de vista que se trata de un miedo del todo irreal e infundado. Al contrario, Emcke responsabiliza a esta política de la paranoia y el odio de provocar un miedo real, legítimo, en muchos individuos y colectivos, a los que se ataca con unos discursos que buscan sustentar las opresiones que ya existen, como el racismo o la LGBTIfobia.

Frente a esto, reivindica defender y fortalecer un «discurso de la impureza», que emerge de un hecho que ella considera una obviedad: la pluralidad es inherente a la condición humana. «No es que seamos solo una suma de individualidades, sino que vivimos en plural», nos cuenta. Pero las evidencias también deben defenderse, y es aquí donde estriba el combate plural, asegura, porque estos dogmas de la pureza existentes niegan la pluralidad. Para Emcke, la diferencia ni nos debilita como sociedad ni nos tiene que asustar; al contrario, debería tranquilizarnos, pues es precisamente esta pluralidad la que nos asegura la libertad, tanto individual como colectiva. Así lo sintetizaba en su ensayo Contra el odio (Taurus, 2017, p. 168): «Una sociedad que se define expresamente como abierta e inclusiva, y que en todo momento se cuestiona si en realidad lo es, genera en sus miembros la confianza de que no van a ser excluidos ni atacados de forma arbitraria.»

Emcke sabe bien que los discursos del odio –y las violencias que promueven– tienen un poderoso aliado: el silencio. Por esto, la escritora ha hecho de las palabras su trinchera de defensa, y desde hace décadas trabaja buscando maneras precisas de dar nombre a la violencia, lo que exige abarcar siempre la complejidad: observar la génesis del conflicto, la deshumanización que sufren las víctimas… En definitiva, fijarse en todo lo que prepara el terreno para la violencia. Parafraseando a Hannah Arendt, Emcke define la violencia como lo mudo, lo que nos arrebata la capacidad de hablar. Según ella, la violencia genera mudez en las víctimas y también en los testimonios, hecho que les dificulta la posibilidad de reaccionar. «La violencia», asegura, «es algo que cognitivamente no entendemos. Va en contra de nuestras expectativas.»

Hecha esta constatación, la periodista carga contra sus compañeros de gremio, pues considera que los medios de comunicación tienden a presentar las violencias –ya sean por motivos racistas, homófobos o machistas– como casos aislados. Esta individualización, que solo se centra en la explosión violenta de un momento concreto, acaba despolitizando la violencia, según Emcke. En cambio, si el objetivo fuera buscar y entender qué genera la violencia, entonces se harían visibles las estructuras de poder que la posibilitan y legitiman. Y añade, contundente: «Hasta que no seamos capaces de percibirlo como una ideología, como una red interconectada, y hasta que los medios no muestren que el racismo y el sexismo se hallan en el centro de los discursos políticos y las instituciones, no lograremos detener estas violencias.»




Siguiendo el razonamiento de Emcke, tampoco basta con señalar las estructuras de exclusión: tenemos que ser capaces de ver que el silencio pueden imponérnoslo, pues ya nos habita. Lo habían hecho anidar dentro nuestro desde antes. El efecto, según la escritora, es doble: paralizar a la víctima y hacerla sentir culpable de no haber sabido reaccionar:

Estas estructuras nos atraviesan y, a veces, conforman nuestra subjetividad hasta el punto de que no somos conscientes de que las teníamos interiorizadas. Por eso, a menudo nos vemos inmersos en estructuras sexistas, heteronormativas, binarias… y no nos damos cuenta de que niegan nuestros deseos, nuestros cuerpos, nuestra forma de ser, nuestra existencia. Pero no se trata solo de esto, sino que incluso cuando somos conscientes de ello no tenemos la capacidad suficiente como para levantar la voz y ofrecer resistencia. Este subdesarrollo de nuestra capacidad de criticar y quejarnos también es consecuencia de haber crecido en una sociedad patriarcal.

Es por esto que, en su opinión, la emancipación siempre empieza con un relato: Es alguien contando la historia de su sufrimiento. Y alguien respondiéndole: «Pues esto tiene que terminar». Para ella, la única forma de hacer frente a estas estructuras es colectivamente, buscando a otra gente con experiencias similares para poner palabras al dolor y crear un lenguaje común. Y también para constatar que la víctima no es quien debe sentir vergüenza o culpa. Emcke cree que, en cierto modo, si la emancipación empieza con la narración, toda la idea de subjetividad se desprende de pronunciar una sola palabra: «no». Es la expresión de este límite lo que abre nuevas posibilidades.

Aun así, estos tiempos oscuros piden unas respuestas colectivas que no se limiten a expresar políticamente el desencanto, la queja o la rabia, asegura Emcke. Frente al auge de los movimientos de extrema derecha, la periodista reclama la necesidad urgente de que este descontento se acompañe con el lenguaje del deseo político y de la utopía. Por esto, resuelve que la expresión política de la rabia no puede limitarse a reproducir la violencia y el odio contra los que lucha, sino que debe ser siempre constructiva. En este sentido, cree que explorar formas de desobediencia civil –si se entiende como una ruptura simbólica de la ley, se actúa desde la no violencia y se acepta el posible castigo del Estado– es «fabuloso, necesario y útil» para conseguir nuevos cambios. Pero alguien como Carolin Emcke, que trabaja con las palabras, solo puede terminar añadiendo complejidad a la propuesta, reabriendo siempre el debate, lanzando un aviso para navegantes:

Y nosotros, los que queremos combatir la represión; nosotros, los que queremos revertir las desigualdades; nosotros, los que defendemos formas distintas de expresar la sexualidad y el deseo… ¿también nosotros reproducimos identidades esencialistas, resentimiento o dogmatismo, que es justo lo que queremos subvertir? La lucha para lograr sociedades más libres y formas más deseables de vivir conjuntamente no debería reproducir la ortodoxia. Nosotros queremos subvertir la ortodoxia, queremos subvertir los dogmas de la pureza.

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