Neuromarketing: Lo quieres, pero aún no lo sabes

El neuromarketing propone estudiar el funcionamiento del cerebro en las decisiones de compra, sobre todo de la parte no consciente.

Dos niños mirando el escaparate de una tienda de chocolate

Dos niños mirando el escaparate de una tienda de chocolate. CC-BY-NC-SA, Paul Townsend.

«Los consumidores no saben lo que quieren hasta que se lo mostramos». Se puede leer con una mezcla de asombro y perplejidad este aforismo atribuido a Steve Jobs y que resume el objetivo del neuromarketing. Si dicen que el marketing tradicional busca la mejor forma de satisfacer las necesidades de los consumidores, el neuromarketing aborda este objetivo desde el punto de vista de Jobs y propone estudiar el funcionamiento del cerebro en las decisiones de compra, sobre todo de la parte no consciente, aquella que no podemos expresar de forma racional.

Vaya por delante que no se me ocurre ninguna ventaja por la que la idea del neuromarketing sea positiva para una sociedad. A lo sumo para que unos cuantos obtengan beneficios económicos realizando la campaña ideal gracias al uso de las técnicas empleadas en la neurociencia; lo que no tengo del todo claro es si es malo, pésimo o dantesco. En esta época en que somos esclavos del consumismo más voraz y donde la obsolescencia programada se ha trasladado de las máquinas a nuestros cerebros –ya no quiero esto, está pasado de moda–, solo nos falta desarrollar estudios que permitan entender cómo cazar mejor a los incautos para darles ese empujoncito que casi se dan ellos mismos para comprar el siguiente coche, la siguiente televisión, el siguiente smartphone. Si Gilles Deleuze decía que el marketing es el nuevo control social a través del que el hombre ya no está encerrado sino endeudado, el neuromarketing le da una vuelta de tuerca a esa hipótesis y la convierte en pesadilla bradburiana: Live fast, die young, but waste all your money, please.

They Live, We Sleep.

They Live, We Sleep. CC-BY, Eduard V. Kurganov.

Pero que no se vengan arriba los amigos de la conspiranoia, que no hay nada nuevo bajo el sol. Ni el neuromarketing permite hacer magia ni es una nueva forma de control mental. De lo que trata el neuromarketing es, sencillamente, de estudiar las decisiones de compra de un consumidor mediante técnicas desarrolladas desde hace años en el ámbito de la neurociencia. Siento decirles que tras ese nombre no van a encontrar el panorama de la película They Live, donde Roddy Piper descubría unas gafas que revelaban la realidad extraterrestre bajo la que vivimos subyugados con carteles de «Obedece, compra, reprodúcete» camuflados en publicidad de viajes o las noticias del día. Nada de eso. Lo único que encontrarán es el mismo espíritu consumista probándose la última moda en tecnología, que sí, que da miedo, pero digo yo que más por lo de consumista que por lo de tecnológico.

De lo que trata la disciplina es de conocer esa parte en la decisión de un comprador que no es consciente ni puede expresarse de forma racional; de conocer qué emociones suscita un anuncio o un producto saltándose la pregunta directa al consumidor, ya que en gran medida es algo que ni él mismo sabría explicar. Dicho de otra manera, el neuromarketing nos pone en el polígrafo para registrar nuestras respuestas corporales y detectar ya no lo que decimos o pensamos racionalmente, sino lo que realmente sentimos hacia un producto, marca o servicio. Un detector de mentiras con el que exprimir la esencia de nuestras decisiones.

De esta forma, por muy modernas que sean las herramientas y técnicas para medir el comportamiento y respuesta del consumidor, de momento no se puede hacer nada que no se sepa. Desde la medida de los movimientos oculares (eye-tracking) para conocer nuestra conducta respecto a qué estamos mirando –pero no qué estamos viendo, que bien podemos estar soñando despiertos sin prestar atención a lo que tenemos delante–, a la medición de señales fisiológicas como el ritmo cardiaco o la conductancia de la piel, pasando por la actividad de los músculos de nuestra cara y, sobre todo, el uso de técnicas que registran nuestra actividad cerebral de distintas formas; nada de eso podrá leernos la mente y mucho menos manipularla. La simple idea de adivinar nuestros pensamientos es a día de hoy totalmente inviable, teniendo en cuenta que ni siquiera somos capaces de identificar una emoción mediante cualquier técnica de imagen médica. Es cierto que puede asociarse una mayor activación de la amígdala al miedo o el odio, que la ínsula aparece como implicada en reacciones de asco o rechazo, o que el sistema dopaminérgico acostumbra a trabajar con más brío en presencia de emociones positivas. Sin embargo, no existen sistemas fiables donde introduciendo una imagen de activación cerebral determinada se pueda obtener una respuesta del tipo «alegría», «tristeza» o «enfado». Además, aunque se lograra identificar con un cien por cien de confiabilidad y de forma instantánea la emoción que una persona está sintiendo, no serviría de nada. De la misma forma que a ti te gusta el café y yo soy más de zumo de melocotón, un mismo producto o campaña publicitaria no provocará la misma emoción en toda la humanidad. Para gustos, los colores.

Gafas de seguimiento ocular SMI.

Gafas de seguimiento ocular SMI. CC-BY, SMI Eye Tracking.

Pero, claro, estamos hablando del presente y de un futuro a corto plazo. ¿Adónde podemos llegar si seguimos andando por este camino? ¿Dejará de ser un mito la idea del «botón de compra», Santo Grial del consumismo que permita conocer los factores que llevan irremediablemente a la adquisición de un producto? El diseño de nuevas herramientas y la combinación de algunas de las que ya están dando sus primeros pasos proponen un futuro verdaderamente ilusionante para todos aquellos interesados en que compremos, compremos y compremos. Demos un tiempo a que expertos en neuromarketing se reúnan con los chicos del Big Data y empezaremos a ver cómo cruzan informaciones individuales con tendencias de grandes grupos, extrayendo perfiles estratificados de potenciales clientes y estrategias adaptadas a ellos.

Porque, no nos olvidemos, nos pasamos el día conectados y eso es una fuente inagotable de recursos para las empresas. He visto reuniones entre grandes hospitales y multinacionales farmacéuticas donde se negociaba con la información de los pacientes como si de cromos se tratara –que sí, que la confidencialidad individual se mantiene, pero un consejo de amigo: lean todo lo que firman–. Escribimos cualquier opinión que se nos viene a la cabeza en Twitter, Facebook, blogs y demás medios y no somos conscientes de que eso vale dinero. Mucho dinero, cuando las opiniones son muchas. Sin querer nos hemos convertido en asesores gratuitos de todos ellos, contándoles nuestros hábitos, costumbres y gustos. Y lo que nos queda.

Si la hiperconectividad continúa, y no parece que vayamos en sentido contrario, en pocos años estaremos rastreados en cada paso que demos. Esas pulseritas que utilizamos al salir a correr o esos smartwaches tan cool podrán dar en tiempo real información sobre nuestra posición o ritmo cardiaco. Si la capacidad de computación de las máquinas sigue incrementando, ¿es tan difícil que se pueda inferir a través de ellos nuestra excitación con un anuncio o ante un producto determinado? Tan sencillo como detectar que estamos delante de una pantalla, registrar el momento en que se lanza el vídeo o banner determinado, seguir la tendencia de nuestro pulso o de la conductancia de nuestra piel –medida indirecta de que nos estamos emocionando: se nos pone la piel de gallina– y guardar los datos. Multiplicamos el procedimiento por mil o cien mil y ya podemos sacar conclusiones.

¿Y cuán divertido sería no solo leer nuestra decisión de compra, sino también estimularla? No hace falta irse a la época en que los cíborgs sean una normalidad y las órdenes de compra vayan directamente a nuestros chips de lo que sea. En la actualidad existe mucha literatura publicada sobre cómo una técnica no invasiva como la estimulación transcraneal permite regular nuestras emociones. Por ejemplo, la activación de unos electrodos puede potenciar la función de una parte de la corteza prefrontal asociada a parte del control de las emociones negativas. En lenguaje profano, lo que nos daba miedo o pena nos pasa a dar menos miedo o menos pena. Maravilloso, ¿verdad? Una técnica de enorme potencial en el tratamiento de personas con depresión mayor podría convertirse, así, gracias a don Dinero, en el catalizador de nuestra futura felicidad artificial y permanente. Aunque de momento es necesario contar con unas condiciones muy controladas y la bobina o electrodos deben colocarse con muchísima precisión y siempre muy cerca de nuestra cabeza, la ciencia avanza y quién sabe lo que depara el futuro en diez o veinte años. Tal vez darle a un botoncito y conseguir que la persona que entra en la tienda pasando a través de los arcos de seguridad se sienta de golpe más feliz ante la visión de los productos. Un futuro idílico, no hay duda.

Estimulación magnética transcraneana.

Estimulación magnética transcraneana. Dominio público, Wikipedia.

En un mundo en que las compañías solo piensan en mejorar el beneficio del año anterior, es difícil imaginar hasta dónde llega la ética profesional y a partir de qué punto se nos emplea como simples indicadores. Tyler Durden, en El club de la lucha, decía aquello de que «tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos». Tal vez podemos empezar por analizar esa sentencia y no por continuar pensando en la forma de comprar más mierda que aún menos necesitamos. Tal vez así las cosas empiecen a funcionar mejor.

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  • Diana | 19 abril 2016

  • Sandra Pickering | 24 abril 2016

  • Maryna | 30 diciembre 2016

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