Del arte de contar, medir y pesar

Un experimento es una pregunta que la ciencia plantea a la naturaleza, y una medicin es el registro de la respuesta de la naturaleza”.

Max Planck

En septiembre de 2011, después de siete meses de especulación y perplejidad, los responsables del proyecto OPERA (fruto de la colaboración entre el CERN suizo y los Laboratori Nazionali del Gran Sasso en Italia) hacían pública una de las noticias más polémicas en la historia reciente de la divulgación científica. El resultado de un experimento parecía indicar que un puñado de neutrinos generados en Ginebra habían llegado a Gran Sasso 60,7 nanosegundos antes de lo previsto, saltándose el presunto límite de velocidad del universo: la velocidad de la luz. El escepticismo casi unánime de la comunidad científica no consiguió frenar la sed de titulares de la maquinaria mediática, que corría a poner en duda la validez de las bases de la física moderna en una serie de artículos que iban de lo trivial a lo absurdo. En uno de los primeros comunicados oficiales, el coordinador de OPERA, Antonio Ereditato, paraba el golpe con una declaración tan contundente como tímida: “Hemos realizado una medición y creemos que es correcta”.

Desde las fluctuaciones de los mercados de valores a la obsesión por la geolocalización, la era digital genera una saturación constante de mediciones; nunca anteriormente en la historia de la humanidad habíamos medido tantos parámetros con tanta precisión y persistencia. Pero a pesar de que este reflujo de datos recubre todas las facetas de nuestra vida, raramente nos paramos a pensar en el significado real del acto de medir, ni en lo que implican las unidades de medida que aceptamos ciegamente como verdades universales, como constantes de la naturaleza, más que como construcciones humanas. En este mar de cálculos sobre cálculos, los estándares y los procesos de estandarización se convierten en la base de nuestra estructura. Los cambios sociocultulturales que se derivan de la medida del tiempo de la Edad Media hasta el Renacimiento son un buen ejemplo de este patrón.

En Hidden Rhythms: Schedules and Calendars in Social Life, Eviatar Zerubavel narra cómo la división del día en ocho horas canónicas en los monasterios benedictinos del siglo VI para maximizar los periodos de rezo acabó regulando todas las actividades de la comunidad. Primero en los centros monásticos y progresivamente en otras áreas de la vida, la parrilla horaria rompía el día en unidades intangibles, conviertiendo el tiempo abstracto en una nueva realidad cotidiana. Así, a medida que las subdivisiones horarias tomaban protagonismo, se hacía evidente la necesidad de relojes mecánicos que permitieran estandarizar el nuevo concepto de tiempo que organizaba intercambios y actividades de todo tipo. En el siglo XIV, la proliferación de los relojes mecánicos en monasterios y catedrales de toda Europa traía consigo una nueva noción de tiempo abstracto y uniforme, mientras en la industra téxtil los trabajadores dejaban de cobrar por pieza y empezaban a cobrar por horas. En otras palabras, la precisión en el análisis del tiempo se convertía en una necesidad vital, firmemente incrustada en la misma infraestructura socioeconómica en la que servía, y la metrología se convertía en el centro de las disputas entre artesanos, gremios, terratenientes y trabajadores.

Siglos más tarde, la promesa de la perfección de la era del ordenador ofusca a menudo la imperfección inherente a cualquier proceso de análisis. En el clássico Introduction à la Métaphysique de 1903, Bergson nos recuerda que “una representación llevada a cabo desde un determinado punto de vista, una traducción llevada a cabo con determinados símbolos, siempre será imperfecta en comparación con el objeto observado, con lo que los símbolos quieren expresar. Cualquier análisis es una (…) representación realizada desde sucesivos puntos de vista desde los cuales destacamos tantas semblanzas como podemos entre el objeto estudiado y otros que creemos que ya conocemos. En su deseo eternamente insatisfecho de alcanzar el objeto alrededor del cual éste gira, el análisis multiplica infinitamente el número de puntos de vista con tal de completar una representación que siempre permanece incompleta, y cambia contínuamente los símbolos para perfeccionar la traducción siempre imperfecta”.

Para traer las ideas de Bergson al terreno de lo cotidiano, nada mejor que mirar de cerca las unidades de medida que utilizamos diariamente. El omnipresente Comité Internacional de Pesos y Medidas, uno de los organismos encargados del mantenimiento del Sistema Internacional de Unidades (SI), define el “metro” como la longitud que recorre la luz en un intervalo de tiempo de 1/299.792.458 segundos. Es decir, que un estándar de longitud implica el uso de un estándar de tiempo, el segundo. ¿Qué es un segundo? Desde el año 1967, un segundo es la duración de 9.192.631.770 periodos de radiación correspondientes a la transición entre dos niveles de la estructura hiperfina del estado fundamental del cesio 133.

Demasiado a menudo olvidamos que, a pesar de su utilidad, nuestras unidades de medida no son nada más que convenciones y, en el mejor de los casos, aproximaciones. Y con todo, la idea de la universalidad de estas unidades es un espejismo colectivo difícil de contradecir. John D. Barrow lo sintetiza afirmando que “la permanencia es una calidad muy atractiva”. En el brillante New Theories of Everything, Barrow reflexiona sobre esta inmutabilidad idealizada diciendo que “de manera instintiva creemos que las cosas que se han mantenido iguales durante siglos tienen que poseer algún atributo esencialmente positivo (…). Los físicos también lo creen así. Las ecuaciones que utilizan para encapsular las leyes de la Naturaleza contienen nombres invariables que se conocen como ‘constantes de la Naturaleza’ (…). Si las constantes de la Naturaleza emergen como parámetros de proporcionalidad de un modo particular, aunque inútil, de representar el mundo sobre el papel, estas constantes podrían ser poco más que artefactos del tipo de representación elegido. ¿Puede ser que existan maneras alternativas de representar el mundo físico que lleven a otras cantidades inmutables?”.

Como sugiere Barrow, el estudio de las propiedades esenciales de la materia está condicionado por los medios tecnológicos de los que disponemos; pero todavía más por nuestra predisposición fisiológica para entender, codificar y aceptar los fenómenos naturales. Dicho de otro modo, las mediciones que llevamos a cabo son un subproducto de nuestro diseño como especie. En un bucle casual difícil de digerir, el modelo humano de la realidad es una consecuencia de nuestro aparato sensorial, al mismo tiempo que los sistemas de medición son una consecuencia de nuestra necesidad de construir un modelo de realidad. Montesquieu decía que “si los triángulos se inventaran un dios, harían que tuviera tres lados”.

Como se intuía en la cita de Bergson, la filtración de información en la que se basa la evolución de la fisiología de cualquier especie se complica con la adquisición de símbolos y códigos (el lenguaje) para cuantificar y organizar esta información. Propiedades esenciales de la materia, como la carga eléctrica, nos resultan familiares, pero no son fáciles de entender a un nivel abstracto, en parte porque el peso simbólico de la terminología asociada a estas propiedades distorsiona nuestra comprensión del mismo fenómeno. En el caso de la electricidad, no hay nada intrínsecamente “positivo” en una carga positiva, ni de “negativo” en una negativa. Nos hemos acostumbrado a este lenguaje respecto al fenómeno más fácil de manipular, pero el lenguaje que utilizamos proviene de un proceso de análisis y posterior conceptualización que, de nuevo, es el resultado del conjunto de limitaciones intelectuales y perceptivas de la especie, no un reflejo literal de lo que nos rodea.

La gravedad, otra de las propiedades elementales del mundo físico, se ha conceptualizado de manera radicalmente diferente a lo largo del tiempo, incluso desde posturas relativamente cercanas como las de Newton y Einstein, dos de los grandes puntales de la física de los últimos siglos. Newton explica la gravedad en términos de una fuerza de atracción entre los cuerpos. Einstein la replantea como un efecto de la curvatura espacio-temporal. Para ambos, la masa de los cuerpos (galaxias, planetas, elefantes, bicicletas) es el que determina el efecto gravitatorio, pero el mecanismo subyacente es conceptualmente diferente. La primera describe una serie de interacciones entre masas, mientras que en la segunda, el movimiento de los objetos obedece a la distorsión de su marco de referencia. La vigencia de las ecuaciones que se derivan de la teoría de Newton obedece a un hecho simple: la base de la mecánica newtoniana es una aproximación de la realidad suficientemente práctica a escala humana. Para Newton no habría tenido sentido explicar esta atracción en otros términos, ya que en el siglo XVII solo se disponía de mediciones relativas al sistema solar, en los cuales los efectos de la gravedad son moderados en comparación con otros lugares del universo. De nuevo, el grado de precisión, los rangos de magnitudes y el contexto de las mediciones condicionan la teoría.

Que el cuerpo humano tiene una temperatura de 37ºC no significada nada si no conocemos el contexto de esta medida: la discretización, los sistemas de coordenadas, la escala, el concepto mismo de grado. En Inventing Temperature. Measurement and Scientific Progress Hasok Chang relata la apasionado y a menudo conflictiva aventura colectiva de la estandarización de la medida de la temperatura a lo largo de los siglos. Una trifulca científica y filosófica que arranca, por ejemplo, con las polémicas internacionales que precedieron al establecimiento de conceptos como la ebullición. ¿Qué significa que un líquido hierve? ¿En qué punto bulle exactamente un líquido? ¿Qué es un grado? ¿Cómo se escoge el punto cero de la termometría? Determinar estos puntos de referencia es, de hecho, la cuestión central de la metrología. Sea cual sea la escala del estudio.

En el campo de la astronomía, en el que medir con precisión absoluta las distancias es una tarea casi imposible, las unidades son menos ambiciosas. La UA, o Unidad Astronómica, equivale a 149,597,870.7 kilómetros, “aproximadamente” la distancia entre la Tierra y el Sol. Más allá del sistema solar, calcular distancias en UAs es como calcular edades humanas en microsegundos, y los astrónomos utilizan unidades como los pársecs (más o menos 3,26 años luz), kilopársecs, megapársecs y gigapársecs (3.262.000.000 años luz). Para poner estas unidades en práctica: lo que la cosmología llama el horizonte de partículas, el límite del universo observable, tiene un radio estimado de 14 gigapársecs. Lógicamente, la medida de esta barrera no goza de la precisión con la que cuantificamos lo que pasa a una escala humana. Tanto en distancias macro como microscópicas, lejos del alcance de los sentidos y de lo que Thomas Metzinger llama “el túnel” de la experiencia consciente, la exactitud de nuestras mediciones se difumina, haciéndose más borrosa. El escenario distópico del relato de Borges Del rigor en la ciencia tiene sus límites. Y es que desde la antigüedad, el progresivo refinamiento en la exactitud de los aparatos de medición esconde un giro perverso: el hecho de que la precisión no depende tanto de lo que miden, como de nuestra habilidad para dictar estándares fiables y mecanismos para confirmarlos experimentalmente. El caso de los neutrinos de OPERA, que afortunadamente no superaron la velocidad de la luz (solo lo parecía, gracias a los errores en un cable y al sistema de GPS) es un buen recordatorio.

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