Ciencia con conciencia: por una cultura plural

La tercera cultura, habitada por el mejor conocimiento científico, humanístico y artístico, elemento clave en la obra de Francisco Fernández Buey.

Personalitats de l'església, la ciència, la literatura i l'art. c.1890

Personalidades de la iglesia, la ciencia, la literatura y el arte. c.1890 | Wellcome Images | CC BY

Superar la injustificada separación de los saberes tecnocientíficos y los estudios humanísticos fue una de las preocupaciones centrales de Francisco Fernández Buey, el autor de Utopía e ilusiones naturales. Saber a qué atenerse en un mundo complejo como el nuestro, intervenir desde una perspectiva documentada en asuntos poliéticos controvertidos, comprender las injusticias y las profundas desigualdades sociales para enfrentarnos a ellas y superarlas, generar un concepto fundamentado del buen vivir, exige a todos coraje cívico y una cultura plural, acogedora, que considere tan esencial la obra de Goethe, Marx, Simone Weil y Berger como la de Hipatia, Stephen Jay Gould, Darwin, Emmy Noether o Bertrand Russell.

Ciencia con conciencia y una conciencia habitada por el mejor conocimiento científico-humanístico y artístico disponible, fueron lema y aspiración central del autor de Leyendo a Gramsci, un original ecologista, estudioso, lector e intérprete de la obra de Marx, Brecht, Bartolomé de Las Casas, Platónov, Weil y Einstein.

Conocer los caminos del infierno para no caer en el desastre. Esta reflexión de Maquiavelo fue nudo central, acentuado con el transcurso de los años, de muchas de las intervenciones filosóficas de Francisco Fernández Buey (1943-2012). Para alejarse de senderos de destrucción, hybris, marginación social, opresión y explotación, y de muerte en ocasiones, para ubicarse en el terreno del buen vivir personal y colectivo, el conocimiento y la praxis anexa, un conocimiento amplio, diverso, riguroso, no unilateral, superador de viejas y paralizantes divisiones, fundado en diversos saberes teóricos, preteóricos y artísticos, era –siempre fue en su caso– un elemento clave.

El autor de Poliética nunca fue partidario de una cultura centrada en asuntos, temáticas y métodos científicos que marginara o menospreciara los «estudios humanísticos». Ni tampoco de la clásica consideración del «hombre culto», concebido este como un erudito estudioso de la literatura, la historia, la filosofía o las artes, sin arista alguna ubicada en saberes tecnocientíficos, menospreciados como meramente técnicos o insustantivos desde una perspectiva humanista. Si Wittgenstein, Paul Éluard, Joyce, Margaret Atwood o Picasso eran imprescindibles para llegar a ser una persona culta en el siglo XX (o en nuestro siglo) y así poder estar a «la altura de las circunstancias», también lo era conocer, no como especialistas o investigadores, la obra de Darwin, Heisenberg, Feynman o Alexander Grothendieck, por ejemplo. Entre otras disciplinas, la historia de la ciencia podía ser un buen instrumento para acercar esas dos orillas del saber humano –siempre provisional, siempre revisable– en un mismo fluir.

Así pues, superar la separación e incomunicación de estas dos culturas parciales por una tercera, compuesta y partidaria al mismo tiempo del conocimiento científico y del saber histórico-literario-artístico-filosófico, fue uno de los objetivos centrales de las reflexiones y aportaciones de Francisco Fernández Buey a lo largo de un amplio arco de estudio, conocimiento y trabajo que se inicia en sus artículos juveniles, en sus escritos sobre Heidegger, Fourier, Gramsci o Della Volpe (su tesis doctoral es una contribución a la crítica del marxismo cientificista), y finaliza en la que será su obra póstuma, Para la tercera cultura, una aspiración que se acentuó con el transcurso de los años. Sus diversas y ricas aproximaciones a la obra científica, filosófica y política de uno de sus máximos referentes, Albert Einstein, son una ilustración de ello. También, por supuesto, su profundización en la obra y en el consistente hacer de Simone Weil y Rosa Luxemburgo.

Francisco Fernández Buey

Francisco Fernández Buey | CC BY-SA Elisa Cabot

Para Francisco Fernández Buey, el humanista de nuestra época no tiene por qué ser un científico en sentido estricto, pero tampoco tiene por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o «el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecnocientífica». Si se limitaba a ser esa contrafigura, el literato, el filósofo, el intelectual tradicional (el humanista, en suma) tenía todas las de perder. Podía optar por callarse ante los descubrimientos científicos contemporáneos y abstenerse de intervenir en las polémicas públicas sobre las implicaciones de estos descubrimientos, pero entonces dejaría de ser un contemporáneo.

Consciente de ello, el humanista de nuestra época debía ser también un amigo de la ciencia. Un amigo de la ciencia en un sentido parecido a como lo eran, señaló en alguna ocasión, los críticos literarios o artísticos, equilibrados y razonables, de los narradores, de los pintores y de los músicos.

Si se tenía que aspirar a una tercera cultura, a otra cultura, y a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración no iba a depender tanto o solo de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos, literatos y científicos «como de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales». Este era el punto.

Esto último obligaba a las comunidades científicas a prestar atención no solo a la captación de datos y a su elaboración, a la estructura de las teorías y a la lógica deductiva en la formulación de hipótesis, al método de investigación, sino también a la exposición de los resultados, a lo que los antiguos llamaban método de exposición. Lo que podemos llamar divulgación científica bien hecha. En su opinión, si se concedía importancia finalmente al método de exposición, a la forma de exponer los resultados científicos alcanzados, había que volver la mirada hacia dos de los clásicos que vivieron cabalgando entre la ciencia propiamente dicha y las humanidades, y que dieron mucha importancia a la forma arquitectónica de la exposición de los resultados de la creación y la investigación: Goethe y Marx, dos autores centrales también en su obra.

Que el humanista o el estudiante de humanidades lleguen a ser amigos de las ciencias no dependía solo de la enseñanza universitaria reglada. Tampoco en exclusiva de los planes de estudio que acaben imponiéndose en ella. Tanto como los planes académicos y las reglamentaciones «podría contar la elaboración de un proyecto moral con una noción de racionalidad compartida». El sapere aude de la Ilustración no era, al fin y al cabo, una mala consigna. Un lema que, eso sí, tenía que complementarse con otro, surgido de la reconsideración de la idea de progreso y de la autocrítica de la ciencia en el siglo XX, el de ignoramos e ignoraremos, que debía implicar autocontención, conciencia de la limitación, otro de los nudos centrales de su filosofía política y de su epistemología. Si ignoramos e ignoraremos, si estamos hechos de este material gnoseológico, lo razonable era pedir tiempo para pasar del saber al hacer, atender al principio de precaución. Lo viene recordando con insistencia Jorge Riechmann, amigo del autor y coautor junto a él de Ni tribunos. Con lo que, en su opinión, podía quedar para el caso: «atrévete a saber porque el saber científico, que es falible, provisional y casi siempre probabilista, cuando no solo plausible, ayuda en las decisiones que conducen al hacer. Ayuda también a la intervención razonable de los humanistas en las controversias públicas del cambio de siglo».

Presentación del libro «Para la tercera cultura» (2013) de Francisco Fernández Buey.

Al plantearse las posibilidades reales de reencuentro entre una cultura científica y una cultura humanística, Francisco Fernández Buey creía muy interesantes las reflexiones de los científicos representantes de la llamada «autocrítica de la ciencia», el punto de vista expresado por científicos preocupados por el propio saber en este siglo. Desde Ettore Majorana, Leó Szilárd, el último Einstein y Bertrand Russell hasta Joseph Rotblat, J. M. Lévy-Leblond y Toraldo di Francia, por ejemplo.

Se podía resumir este punto de vista en los siguientes términos: la ciencia es ambivalente, y en esta ambivalencia epistemológico-moral está la fundamentación de un concepto trágico del saber. El miedo humano a la muerte, al dolor y al sufrimiento producido por las enfermedades es causa a la vez del miedo al saber (qué será de mí) y del desarrollo histórico de la ciencia. Miedo e hybris han acompañado, acompañan y acompañarán siempre las actitudes humanas respecto del saber científico. Desde la medicina griega hasta la biotecnología actual. Para tratar de superar los miedos, había que partir de dos datos paralelos e inseparables: «la imposibilidad práctica de la renuncia a la ciencia, a la curiosidad incluso exagerada, desmedida, que impulsa la investigación científica, y la inanidad de la crítica unilateral, meramente especulativa, al conocimiento científico (porque no conviene hablar, y menos con petulancia, de lo que no se sabe o de aquello sobre lo que no se tiene experiencia fundada)». Podía decirse lo anterior con la expresión de un gran filósofo moral también amante de la ciencia. «Necesitamos la ciencia precisamente para salvarnos de la ciencia», señaló Bertrand Russell.

En sus Oxford Notebooks, Oscar Wilde comentó que los antiguos griegos tenían previsiones místicas de casi todas las grandes verdades científicas modernas. En realidad, el problema era qué lugar ocupaban la imaginación y las emociones en la ciencia. Sobre todo, añadía, debíamos recordar que el hombre tenía que usar todas sus facultades en busca de la verdad. En esta era, éramos tan inductivos que nuestros hechos estaban rebasando nuestro conocimiento, había tanta observación, tantos experimentos, tanto análisis… y tan pocas concepciones generales. Queremos más ideas y menos hechos, reclamaba Wilde. Las magníficas generalizaciones de Newton y Harvey no podrían haberse realizado nunca, conjeturaba, en esta edad moderna donde nuestra mirada se dirigía, básicamente, a la tierra y a lo particular.

Einstein, Bohr, Hawking y tantos otros (¡y otras!) desmentirían pocos años después lo que el gran escritor británico sostuvo sobre nuestra imposibilidad de generalizaciones. No fue desmentido, en cambio, en un punto básico: la importancia de aunar facultades, prácticas y saberes –artísticos, humanistas, científicos– en la búsqueda, siempre inacabada, siempre en progreso, siempre construyéndose, de la verdad, entendida esta como condición de emancipación, no como medio instrumental para conseguir una mayor eficacia en la destrucción irresponsable de nuestro entorno, en el dominio y opresión de las y los más desfavorecidos, los condenados de la Tierra, los «de abajo» solía decir el autor de Marx (sin ismos). Y, por supuesto, esta verdad práxica nos debía ayudar a combatir el ecosucidio, la destrucción de un mundo por los irresponsables descreadores de la Tierra y sus pobladores. La tarea que habría que proponerse, escribió su amigo y compañero Manuel Sacristán, era conseguir que «tras esta noche oscura de la crisis de una civilización despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo». Fue también su propósito.

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